Zoya

Zoya


San Petersburgo » Capítulo 2

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Mientras la troika conducida por Fiodor recorría a toda velocidad la avenida Nevsky, Zoya abrazó efusivamente a la perrilla y trató afanosamente de inventarse alguna excusa que ablandara a su madre. Sabía que no temería por su seguridad porque Fiodor la acompañaba, pero sin duda el retraso la molestaría y al ver a la perrita se disgustaría. Tendría que presentarla más tarde. Al llegar a Fontanka giraron bruscamente a la izquierda y los caballos se lanzaron casi al galope, sabiendo que ya estaban muy cerca de casa y de las caballerizas. Fiodor, que conocía bien el terreno, les dio rienda suelta y a los pocos momentos ayudaba a Zoya a descender del vehículo. Con súbita inspiración, la joven se sacó de debajo del abrigo el cachorro envuelto en la manta y lo depositó en sus manos con mirada suplicante.

—Por favor, Fiodor, me la regaló la zarina…, se llama Sava. Llévala a la cocina y dásela a Galina. Yo bajaré por ella más tarde.

El hombre contempló sus ojos de chiquilla asustada y sacudió la cabeza, riéndose.

—¡La condesa pedirá mi cabeza, mademoiselle! Y puede que también la suya.

—Lo sé, a lo mejor papá… —Papá que siempre intercedía en su favor, que era siempre tan bueno y cariñoso con su madre. Era un hombre maravilloso y ella lo adoraba—. Rápido, Fiodor…, tengo que darme prisa.

Eran las siete pasadas y aún tenía que cambiarse de ropa antes de presentarse en el comedor. Fiodor tomó la perrita y Zoya subió corriendo los peldaños de mármol de su hermoso palacete estilo medio ruso y medio francés, ordenado construir por su abuelo para su mujer. La abuela vivía ahora en un pabellón al otro lado del jardín con un pequeño parque propio, pero en aquellos momentos Zoya no tenía tiempo de pensar en ella. Tenía mucha prisa. Entró rápidamente, se quitó el sombrero, entregó el abrigo a una doncella y subió corriendo la escalinata principal para alcanzar su dormitorio, pero al punto oyó tronar una conocida voz a su espalda.

—¡Alto! ¿Quién anda ahí?

—¡Cállate! —dijo Zoya en un susurro. Su hermano se encontraba de pie junto a la escalera—. ¿Qué haces tú aquí?

Estaba muy guapo de uniforme, y Zoya sabía que todas sus compañeras del Smolny suspiraban por él. Lucía la insignia de la célebre Guardia Preobrajensky, pero eso ahora no le impresionó.

—¿Dónde está mamá? —preguntó, pese a que ya conocía la respuesta.

—En el comedor, desde luego. ¿De dónde vienes?

—Vete. Tengo prisa… —Aún tenía que cambiarse y su hermano la estaba entreteniendo—. Voy a llegar tarde.

El joven rio y sus ojos verdes la miraron con expresión burlona.

—Será mejor que vayas tal como estás. Mamá se pondrá furiosa como te sigas retrasando.

Zoya vaciló un instante y luego preguntó:

—¿Dijo algo? ¿La has visto?

—Todavía no. Acabo de llegar. Quiero hablar con papá después de la cena. Ve a cambiarte. Yo los distraeré. —La quería más de lo que ella imaginaba; era la hermanita de la que solía presumir ante sus amigos, los cuales suspiraban por ella desde hacía años. Sin embargo, los habría matado si se hubieran atrevido a tocarla. La muchacha era una pequeña belleza, pero aún no lo sabía y era demasiado joven para coquetear con ellos. Algún día se casaría con un príncipe o, por lo menos, con alguien tan importante como su padre, un conde o coronel que inspirara admiración y respeto entre sus conocidos—. Vete, bestezuela —le gritó Nicolai a su espalda—. ¡Date prisa!

Zoya corrió a su habitación, y a los diez minutos bajó luciendo un vestido azul marino de seda con cuello de encaje. Detestaba aquel vestido, pero sabía que a su madre le gustaba mucho y no quería predisponerla aún más. Hubiera resultado imposible acceder al comedor sin llamar la atención. Mientras entraba con aire de serena inocencia, su hermano esbozó una sonrisa pícara, sentado entre su madre y su abuela. La condesa estaba insólitamente pálida y vestía un precioso modelo de raso gris y un collar de brillantes y perlas negras. Cuando levantó lentamente el rostro y miró a su hija, con expresión de reproche, sus ojos eran casi del mismo color que el vestido.

—¡Zoya! —exclamó sin levantar la voz.

Zoya la miró con candor y corrió a besarle la fría mejilla mientras miraba nerviosa a su padre y a su abuela.

—Lo siento muchísimo, mamá, me retrasé un poco en la clase de ballet. Después fui a ver a una amiga, perdóname, yo…

—¿Dónde has estado exactamente? —preguntó la gélida voz de su madre mientras el resto de la familia contemplaba la escena en silencio.

—Tuve que… Te pido perdón…

Natalia miró a su hija directamente a los ojos mientras esta fingía alisarse el cabello. Parecía habérselo peinado a toda prisa, tal como de hecho sucedió.

—Quiero saber la verdad. ¿Has ido a Tsarskoe Selo?

—Yo… —Hubiera sido inútil. Su madre era demasiado fría, demasiado bella y aterradora, y dominaba por entero la situación—. Sí, mamá —contestó, sintiéndose de nuevo una niña de siete años y no una joven de diecisiete—. Perdóname.

—Eres una insensata. —Los ojos de Natalia se encendieron de furia mientras miraba a su marido—. Konstantin, se lo prohibí expresamente. Todos los niños tienen el sarampión y ahora ella se ha expuesto al contagio. Ha sido un descarado acto de desobediencia.

Zoya miró nerviosamente a su padre; en los ojos de este brillaba el mismo fuego esmeralda que en los suyos y el conde apenas si podía reprimir una sonrisa. Adoraba a su hija de la misma manera que amaba a su esposa. Esta vez, Nicolai intercedió en su favor, cosa que en raras ocasiones hacía, tal vez porque la vio muy preocupada y se compadeció.

—Quizá le pidieron que fuera, mamá, y Zoya no se atrevió a negarse.

Sin embargo, aparte sus muchas cualidades, Zoya era siempre sincera y ahora miró a su madre, que permanecía serenamente sentada, esperando que las doncellas sirvieran la cena.

—Yo quise ir, mamá. La culpa es mía, no suya. María se sentía muy sola.

—Fue una insensatez de tu parte, Zoya. Ya hablaremos después de cenar.

—Sí, mamá. —Zoya bajó la vista a su plato mientras los demás proseguían la conversación sin ella. Cuando instantes después levantó la mirada, se percató de la presencia de su abuela y su rostro se iluminó con una sonrisa—. Hola, abuela. Tía Alix me encargó que te diera recuerdos.

—¿Qué tal está? —preguntó su padre mientras su madre la miraba en silencio, visiblemente disgustada por su conducta.

—Ella siempre está bien cuando atiende a los enfermos —contestó la abuela en su nombre—. Es curioso lo que le ocurre a Alix. Padece toda clase de dolencias hasta que alguien se pone más enfermo y la necesita. Entonces está siempre a la altura de las circunstancias. —La anciana condesa miró con intención a su nuera y después le dedicó una cariñosa sonrisa a Zoya—. La pequeña María se habrá alegrado mucho de verte, Zoya.

—Así es, abuela —contestó Zoya. Después añadió, para tranquilizar a su madre—: A los demás ni siquiera los he visto. Debían de estar encerrados en alguna parte. Hasta madame Vyrubova se ha puesto enferma —comentó, arrepintiéndose enseguida de haberlo dicho.

—Qué estupidez de tu parte, Zoya —dijo su madre, mirándola horrorizada—. No entiendo por qué tuviste que ir. ¿Acaso quieres pillar el sarampión?

—No, mamá. Lo siento de veras. —Pero su rostro no lo demostraba. Solo sus palabras estaban llenas de la esperada compunción—. No quería retrasarme. Iba a marcharme cuando entró tía Alix para tomar el té con nosotras y no quise ser grosera con ella…

—Faltaría más. Al fin y al cabo, es nuestra zarina y también nuestra prima —dijo la abuela.

Tenía los ojos del mismo color verde que los de Zoya, su padre y su hermano. Solo los de Natalia eran gris azulado como el frío cielo invernal y sin esperanza de verano. La vida siempre le había exigido demasiado a Natalia, su marido era fuerte y enérgico, con entusiasmo, y quería más hijos de los que ella podía darle. Dos hijos nacieron muertos, tuvo varios abortos y tanto los embarazos de Zoya como de Nicolai fueron muy difíciles. Tuvo que pasarse un año en la cama por cada uno de ellos y ahora dormía en sus propios aposentos. A Konstantin le gustaban sus amigos y hubiera querido ofrecer innumerables bailes y fiestas, pero ella lo consideraba excesivamente agotador y utilizaba su precaria salud como excusa para justificar su falta de joie de vivre y su casi abrumadora timidez. Tras su gélido aire desdeñoso se ocultaba el hecho de que la gente la aterraba y se sentía bastante más a gusto reclinada en un sillón junto a la chimenea. En cambio, Zoya se parecía mucho más a su padre que, una vez la presentara en sociedad en primavera, tenía previsto que su hija lo acompañara a las fiestas. Durante mucho tiempo hablaron de abandonar la idea del baile, pero Natalia insistió en que no deberían pensar en ello estando en guerra. Al final, la abuela resolvió la cuestión para gran alivio de Konstantin. Organizarían un baile en cuanto la joven terminara en junio sus estudios en el Instituto Smolny. Tal vez no sería un baile tan fastuoso como el que hubieran organizado en tiempos de paz, pero de todos modos la fiesta sería muy bonita.

—¿Qué noticias hay de Nicolás? —preguntó Konstantin—. ¿Te dijo algo María?

—No demasiado. Tía Alix dice que regresó del frente, pero creo que pronto volverá a marcharse.

—Lo sé. Lo vi la semana pasada. Pero, como sea, está bien, ¿verdad?

Konstantin parecía preocupado, pensó su apuesto hijo, y dedujo que su padre habría oído los rumores que circulaban por el cuartel, según los cuales Nicolás estaba tremendamente agotado y la tensión de la guerra podría acabar con él. Sin embargo, dada la amable disposición del zar y su constante preocupación por todos, eso era casi inimaginable. Hubiera sido muy difícil que el zar se derrumbase o se diera por vencido. Era un hombre profundamente amado por sus semejantes y, sobre todo, por el padre de Zoya. Como Zoya y María, ambos eran amigos de la infancia y el zar era padrino de Nicolai, el cual había sido bautizado con su nombre, aparte que el padre de Nicolás era íntimo amigo del de Konstantin. El cariño que se profesaban el uno al otro rebasaba los límites familiares y su amistad era tan estrecha que incluso se habían casado con dos alemanas, aunque Alix parecía un poco más valerosa que Natalia. Por lo menos, era capaz de estar a la altura de las circunstancias en caso necesario, tal como lo demostraba su labor en la Cruz Roja y el cuidado de sus hijos enfermos. Natalia hubiera sido intrínsecamente incapaz de hacer nada de eso. La anciana condesa sufrió una amarga decepción cuando su hijo no se casó con una rusa. El hecho de que el zar también se hubiera conformado con una alemana no fue consuelo.

—Por cierto, ¿qué te ha traído aquí esta noche? —preguntó Konstantin, mirando con una cariñosa sonrisa a Nicolai.

Estaba orgulloso de él y se alegraba de que estuviera en la Preobrajensky y no en el frente, cosa que no ocultaba pues no tenía el menor deseo de perder a su único hijo. Las bajas rusas, desde la batalla de Tannenberg en verano de 1914 hasta la terrible derrota en los helados campos de Galizia, eran ya muy elevadas, y él quería que Nicolai permaneciera a salvo en San Petersburgo. Eso, por lo menos, era un gran alivio tanto para él como para Natalia.

—Quería hablar contigo después de la cena, papá —dijo con firmeza el muchacho mientras Natalia lo miraba con inquietud. Esperaba que no quisiera contarle a su padre ningún disparate. Una amiga le había revelado recientemente que su hijo tenía una aventura con una bailarina y, como Nicolai le dijera a su padre que quería casarse con ella, la iban a oír—. Nada importante. —La abuela lo miró con sus astutos y perspicaces ojos, sabiendo que el muchacho había mentido con respecto a la importancia del asunto. Estaba muy preocupado por algo, hasta el punto de haber decidido regresar a casa y pasar la noche con la familia, lo cual era impropio en él—. En realidad —añadió Nicolai, mirando con una sonrisa a sus familiares—, he venido para cerciorarme de que este pequeño monstruo se comporta como es debido.

El joven miró a Zoya, que le correspondió con un gesto de hastío.

—Ya soy mayorcita, Nicolai, y nunca me comporto indebidamente —dijo la muchacha, y terminó el postre con aire relamido mientras él soltaba una carcajada burlona.

—No me digas. Pues hace apenas un momento subías corriendo la escalera, como de costumbre retrasada para la cena, con las botas mojadas y el cabello desgreñado como si te lo hubieras peinado con una horca…

Antes de que pudiera proseguir, Zoya le arrojó una servilleta a la cara. Su madre miró con expresión implorante al marido.

—¡Por favor, Konstantin, diles que se callen! Me atacan los nervios.

—Eso no es más que una canción de amor, querida —terció juiciosamente la condesa Eugenia—. Es la única manera que tienen de conversar en esta fase de sus vidas. Mis hijos a cada momento se tiraban de los pelos y se arrojaban zapatos. ¿No es cierto, Konstantin?

Konstantin soltó una sonora carcajada y miró tímidamente a su madre.

—Me temo que de pequeño yo tampoco me comportaba muy bien, querida —dijo, y miró cariñosamente a su mujer antes de levantarse de la mesa tras saludar a todos con una leve inclinación.

Después precedió a su hijo hacia un saloncito contiguo donde ambos podrían conversar en privado. Al igual que su mujer, esperaba que Nicolai no hubiera vuelto a casa para comunicarles su deseo de casarse.

Cuando se sentaron frente al fuego de la chimenea, a Konstantin no le pasó inadvertida la elegante pitillera de oro que Nicolai sacó del bolsillo. Era uno de los diseños más típicos de Carl Fabergé, en oro rosa y amarillo y con un precioso cierre de zafiros. Konstantin estaba casi seguro de que el artífice debía de ser Hollming o Wigstrom.

—¿Otra chuchería, Nicolai?

Al igual que su mujer, él también estaba enterado de la supuesta aventura de Nicolai con una hermosa bailarina.

—El regalo de una amiga, papá.

Konstantin sonrió con indulgencia.

—Más o menos lo que yo me temía.

Nicolai frunció el ceño y ambos rieron. Era muy maduro para su edad y, aparte de su apostura, poseía una inteligencia muy despierta. En suma, la clase de hijo del que un padre podía sentirse orgulloso.

—No te preocupes, papá. Pese a lo que te hayan dicho, eso no es más que una diversión; nada serio, te lo aseguro.

—Bien. Entonces, ¿qué te ha traído aquí esta noche?

Nicolai contempló el fuego con expresión preocupada y después se volvió y miró a su padre.

—Se trata de algo mucho más importante. He oído cosas muy desagradables sobre el zar. Que está cansado, que está enfermo, que no debería estar al mando de las tropas. Tú también las habrás oído, padre.

—En efecto. —Konstantin asintió lentamente con la cabeza—. Pero yo sigo creyendo que no nos defraudará.

—Anoche estuve en una fiesta en casa del embajador Paleólogo. Él pinta un cuadro muy sombrío. Piensa que la escasez de víveres y combustible es mucho más grave de lo que nosotros reconocemos, y que la tensión de la guerra ya se está cobrando su tributo. Estamos facilitando suministros a seis millones de hombres en el frente y apenas podemos mantener a los de casa. Teme que nos derrumbemos, que Rusia se derrumbe y el zar con ella…, y entonces, ¿qué, padre? ¿Tú crees que tiene razón?

Konstantin reflexionó largo rato y luego sacudió la cabeza.

—No, no lo creo. Es cierto que todos sufrimos esta tensión, al igual que Nicolás. Pero esto es Rusia, Nicolai, no un débil y diminuto país en medio de quién sabe dónde. Somos un pueblo fuerte y valeroso, y por difícil que sea la situación dentro o fuera de él, no nos derrumbaremos. Jamás.

Estaba firmemente convencido de ello y Nicolai se tranquilizó al oír sus palabras.

—La Duma, nuestro parlamento, se reúne mañana. Será interesante ver lo que ocurre.

—No ocurrirá nada, hijo mío. Rusia perdurará para siempre. De eso no te quepa la menor duda —dijo, y miró cariñosamente a Nicolai.

—No me cabe ninguna duda —contestó el joven—. Quizá solo necesitaba que me lo dijeras.

—Eso lo necesitamos todos alguna vez. Debes ser fuerte por Nicolás, por todos nosotros y por tu patria. Todos debemos ser fuertes ahora. Ya volverán los buenos tiempos. La guerra no se prolongará indefinidamente.

—Es terrible. —Ambos eran conscientes de la gravedad de las bajas. Sin embargo, nada de todo aquello tenía por qué significar el final de lo que más querían. Pensándolo mejor, Nicolai se sintió un estúpido por haberse preocupado tanto. El embajador francés había sido demasiado convincente con sus agoreras predicciones. Ahora se alegraba de haber hablado con su padre—. ¿Mamá está bien?

Le había parecido más nerviosa que de costumbre, aunque tal vez la conducta de su madre le había llamado la atención porque ahora la veía con menos frecuencia.

—Está muy preocupada también por la guerra… —Konstantin esbozó una leve sonrisa—, y por ti, por mí y por Zoya… Buena pieza está hecha.

—Pero es encantadora, ¿a que sí? —Nicolai hablaba de su hermana con un calor y una admiración que hubiera negado enérgicamente si alguien se lo hubiera comentado a la muchacha—. La mitad de mi regimiento está enamorado de ella. Me paso el rato amenazando con asesinar a mis compañeros.

Su padre sonrió, sacudiendo tristemente la cabeza.

—Es una lástima que la presentemos en sociedad en tiempo de guerra. Quizá en junio todo habrá terminado.

Era una esperanza compartida, aunque Nicolai no la consideraba muy probable.

—¿Has pensado en alguien para ella? —preguntó a su padre con curiosidad.

Tenía varios amigos que podrían ser pretendientes muy adecuados.

—No puedo soportar la idea de perderla. Es una tontería, supongo. Es demasiado fogosa como para quedarse con nosotros mucho tiempo. A tu abuela le gusta mucho el príncipe Orlov.

—Es demasiado mayor para ella.

El príncipe tenía treinta y cinco años, y al pensarlo Nicolai frunció protectoramente el ceño. En realidad, no estaba seguro de que hubiera alguien digno de su turbulenta hermanita.

Konstantin se levantó sonriendo y le dio unas cariñosas palmadas en la espalda.

—Será mejor que volvamos, de lo contrario tu madre se preocupará.

Al salir del salón, Konstantin le rodeó los hombros con su brazo. Cuando se reunieron con las damas en otro saloncito, Zoya estaba discutiendo con su madre a propósito de algo.

—Vamos a ver qué has hecho ahora, pequeño monstruo —dijo Nicolai, y rio al ver la expresión de su cara, mientras observaba con el rabillo del ojo que su abuela se había vuelto de espaldas para disimular una sonrisa.

Natalia estaba pálida como la cera; en cambio, Zoya se había ruborizado.

—¡Tú no te metas en esto! —dijo la joven, mirando enfurecida a su hermano.

—¿Qué ocurre ahora, pequeña? —preguntó Konstantin en tono burlón hasta que advirtió la mirada de reproche de su mujer.

Natalia le reprochaba que fuera demasiado blando con su hija.

—Al parecer —dijo esta en tono indignado—, Alix le ha hecho un regalo completamente ridículo y yo no pienso permitir que se lo quede.

—Vaya por Dios, ¿de qué se trata? ¿Son sus famosas perlas? Acéptalas por lo que más quieras, cariño, ya tendrás ocasión de lucirlas más adelante.

Konstantin se encontraba de buen humor tras su conversación con Nicolai, por lo que ambos hombres intercambiaron una mirada de complicidad por encima de las cabezas de las mujeres.

—Eso no tiene ninguna gracia, Konstantin, y espero que le digas exactamente lo mismo que yo. Tiene que librarse de eso enseguida.

—Pero ¿qué es? ¿Una serpiente amaestrada? —preguntó Nicolai en broma.

—No, es uno de los cachorros de Joy. —Zoya miró con ojos suplicantes a su padre—. Papá, por favor…, si prometo cuidarla yo misma y tenerla siempre en mi habitación para que mamá no la vea…, por favor…

Las lágrimas temblaron en sus ojos y el padre se enterneció al verla cruzar el salón con los ojos encendidos de rabia.

—¡No! ¡Los perros transmiten enfermedades y todos sabéis muy bien lo delicada que estoy de salud!

En aquellos momentos, Natalia no parecía precisamente una persona delicada, de pie en el centro de la estancia y con el rostro contraído en una mueca de furia. Konstantin recordó la atracción que sintió por ella la primera vez que la vio. Sin embargo, Natalia era una mujer muy difícil.

—A lo mejor, si la dejáramos en la cocina… —dijo, y miró esperanzado a su mujer.

—Siempre cedes ante ella, ¿verdad, Konstantin? —replicó Natalia, dirigiéndose hacia la puerta.

—Cariño, no debe de ser una perra grande. La madre es muy pequeña.

—Y, además, tiene otros dos perros y un gato, y el hijo está constantemente al borde de la muerte.

Natalia se refería a la enfermedad crónica del zarévich Alexis.

—Eso no tiene nada que ver con los perros. Tal vez la abuela podría tenerla en su casa…

Konstantin miró esperanzado a su madre y esta sonrió, disfrutando en su fuero interno de la escena. Era muy propio de Alix regalarle un perro a Zoya, a sabiendas de lo mucho que enfurecería a su madre. Siempre había existido una rivalidad secreta entre ambas, aunque Alejandra era al fin y al cabo la zarina.

—La acogeré con gusto en casa —dijo la anciana condesa.

—Muy bien.

Konstantin se alegró de haber encontrado la mejor solución, pero, en aquel momento, oyó un portazo y comprendió que no volvería a ver a su mujer hasta la mañana siguiente.

—Desde este ambiente tan festivo —dijo Nicolai, mirando a su alrededor con una sonrisa al tiempo que se inclinaba ceremoniosamente ante su abuela—, regresaré a la tranquilidad del cuartel.

—Más te vale —le replicó su abuela con ironía, disimulando apenas una sonrisa mientras el joven le daba un cariñoso beso—. Tengo entendido que estás hecho un calavera, querido.

—No creas nada de lo que te cuenten.

Buenas noches, abuela. —Nicolai la besó en ambas mejillas y tocó suavemente el hombro de su padre—. En cuanto a ti, bestezuela… —añadió, dándole a Zoya un leve tirón de la melena pelirroja mientras ella lo miraba sin ocultar el amor que le profesaba—, pórtate bien y no vuelvas a casa con más animalitos. Volverás loca a tu madre.

—¡A ti nadie te ha pedido la opinión! —dijo ella, besándole por segunda vez—. Adiós, muchacho perverso.

—No soy un muchacho sino un hombre, aunque dudo que tú pudieras comprender la diferencia.

—La comprendería si viera a alguno.

Desde la puerta Nicolai se despidió de todos con una expresión burlona en el rostro y marchó a visitar, probablemente, a su pequeña bailarina.

—Es un chico encantador, Konstantin. Me recuerda mucho a ti cuando eras joven —dijo la anciana condesa con orgullo mientras su hijo la miraba sonriente y Zoya se sentaba en un sillón con cara de hastío.

—Pues a mí me parece un antipático.

—Él habla de ti en términos más halagüeños, Zoya Nikolaevna —dijo cariñosamente su padre. Estaba orgulloso de ellos y los amaba con todo su corazón. Se inclinó para besar a su hija en la mejilla y después sonrió a su madre—. ¿De veras vas a quedarte con la perrita, mamá? —preguntó a la condesa Eugenia—. Temo que Natalia nos eche a todos de casa si intento convencerla.

Konstantin reprimió un suspiro. A veces deseaba que su mujer tuviera un carácter menos difícil, sobre todo cuando su madre la miraba con silencioso reproche. Sin embargo, Eugenia Ossupov ya tenía una opinión formada sobre su nuera desde hacía bastante tiempo, y nada de lo que esta hiciera la modificaría en ningún sentido.

—Pues, claro. Me encantará tener una pequeña amiga. —La abuela se volvió y miró a Zoya con expresión divertida—. ¿Cuál de los perros la engendró? ¿Charles, el del zarévich, o el pequeño bulldog francés de Tatiana?

—Ninguno de ellos, abuela. Es hija de Joy, la cocker spaniel de María. Es un encanto, abuela, y se llama Sava —contestó Zoya, sentándose como una chiquilla sobre las rodillas de su abuela mientras la condesa apoyaba amorosamente una mano sobre su hombro.

—Pídele que no bautice mi alfombra Aubusson preferida y nos haremos buenas amigas, te lo prometo.

Eugenia Petrovna acarició la melena pelirroja que cubría los hombros de Zoya. Le encantaban las suaves caricias de su abuela desde que era pequeña. Ahora levantó el rostro y besó cariñosamente la mejilla de la anciana.

—Gracias, abuela. Me apetece tanto tenerla.

—La tendrás, pequeña, la tendrás… —La condesa se levantó y se acercó despacio a la chimenea, sintiéndose un poco fatigada pero contenta. Zoya fue en busca de la perrilla. La condesa miró a Konstantin y le pareció que había transcurrido solo un instante desde que este era tan joven como Nicolai. Los años pasaban volando, pero siempre fueron amables con ella. Su marido había tenido una vida muy satisfactoria. Muerto hacía tres años, a los ochenta y nueve, ella siempre se consideró afortunada por haberlo amado. Ahora Konstantin se lo recordaba, sobre todo cuando lo veía con Zoya—. Es una chiquilla encantadora, Konstantin Nicolaevich, una muchacha preciosa.

—Se parece mucho a ti, mamá.

Eugenia sacudió la cabeza, pero Konstantin pudo ver conformidad en sus ojos. A veces, la condesa veía en su nieta muchas características suyas y se alegraba de que Zoya no se pareciera a su madre. Incluso cuando la joven desobedecía a su madre, la condesa lo aprobada por considerarlo una prueba de que por las venas de Zoya corría su propia sangre, lo cual molestaba sobremanera a Natalia.

—Es original y distinta de todos. No debemos imponerle nuestros criterios y defectos.

—¿Cuándo tuviste tú algún defecto? Siempre has sido buena conmigo, mamá…, con todos nosotros…

La condesa era una mujer unánimemente querida y respetada por sus sólidos principios y convicciones. Konstantin conocía su prudencia y procuraba seguir sus acertados consejos.

—¡Aquí la tienes, abuela! —exclamó Zoya, entrando de nuevo con la minúscula perrita en brazos. La condesa la tomó con sumo cuidado—. ¿No te parece bonita?

—Es preciosa… y lo seguirá siendo hasta que se coma mi mejor sombrero o mis zapatos preferidos…, pero no quiera Dios que estropee mi alfombra Aubusson favorita. Como lo hagas —añadió, acariciando la cabecita del animalito tal como antes hiciera con el cabello de Zoya—, prepararé una sopa contigo. ¡No lo olvides! —La pequeña Sava emitió un ladrido a modo de respuesta—. Alix ha sido muy amable haciéndote este regalo. Espero que le hayas dado las debidas gracias.

Zoya rio y se cubrió graciosamente la boca con una mano.

—Temía que mamá se disgustara.

La abuela rio mientras Konstantin disimulaba una sonrisa por respeto a su mujer.

—Veo que conoce muy bien a tu madre, ¿verdad, Konstantin? —dijo la condesa, mirando a su hijo directamente a los ojos para que la entendiera.

—La salud de la pobre Natalia no es muy buena últimamente. Puede que más adelante…

—Dejémoslo, Konstantin. —La condesa viuda hizo un impaciente gesto con la mano y, sin soltar la perrita, le dio a su nieta un beso de buenas noches—. Ven a vernos mañana, Zoya, ¿o acaso piensas volver a Tsarskoe Selo? Debería ir contigo cualquier día de estos para visitar a Alix y a los niños.

—Mientras estén enfermos no lo hagas, mamá, te lo suplico… Además, con este tiempo el viaje sería demasiado duro para ti.

—No seas necio, Konstantin —dijo la condesa riendo—. Tuve el sarampión hace casi cien años, y el mal tiempo nunca me asustó. Estoy muy bien, gracias a Dios, y pienso seguir estándolo por lo menos otros doce años, o tal vez más. Lo digo completamente en serio.

—Excelente noticia —repuso Konstantin sonriendo—. Te acompañaré al pabellón.

—No digas tonterías. —La condesa se despidió con la mano mientras Zoya iba por su capa y al regresar se la echaba sobre los hombros—. Soy perfectamente capaz de cruzar sola el jardín, ¿sabes?, lo hago varias veces al día.

—En tal caso, no me niegue el placer de hacerlo con usted, madame.

—De acuerdo, pues, Konstantin. Buenas noches, Zoya.

—Buenas noches, abuela. Y gracias por guardarme a Sava.

La anciana le dio a su nieta un cariñoso beso y Zoya subió a su dormitorio malva mientras ellos salían al frío jardín. Zoya bostezó perezosamente y sonrió al pensar en la perrita que María y su madre le habían regalado. Fue un día delicioso. Cerró con cuidado la puerta del dormitorio y se hizo la firme promesa de regresar a Tsarskoe Selo en cuestión de uno o dos días. Pero entretanto tendría que pensar en algo bonito para llevarle a Mashka.

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