Zoya

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San Petersburgo » Capítulo 3

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Dos días más tarde, cuando Zoya tenía previsto regresar a Tsarskoe Selo para ver a María, se recibió una carta por la mañana antes del desayuno. La entregó el propio doctor Fedorov, el médico de Alexis, que se había desplazado a la ciudad para recoger unos medicamentos y trajo la desagradable noticia de que María también había sucumbido a la enfermedad. Zoya leyó la nota consternada. No solo no podría visitar a su prima de momento, sino que, a lo mejor, ambas tardarían varias semanas en reencontrarse, pues, según dijo el doctor Fedorov, María no podría recibir visitas durante algún tiempo. Todo dependería del curso de la enfermedad. Anastasia ya sentía algunas molestias en el oído a causa de la dolencia, y mucho se temía el médico que el zarévich hubiera contraído una pulmonía.

—Oh, Dios mío… —exclamó Natalia en tono quejumbroso—. Y tú estuviste expuesta al contagio, Zoya. Te prohibí terminantemente que fueras y ahora corres peligro de enfermar… ¿Cómo has podido hacerme eso? ¡Cómo te has atrevido!

Se puso casi histérica al pensar en la dolencia que Zoya pudiera haber traído involuntariamente a la casa. Konstantin apareció justo a tiempo para presenciar el desmayo de su mujer y ordenó a la doncella que fuera al piso de arriba en busca del frasco de sales. Lo había encargado a Fabergé especialmente en forma de fresa para Natalia y ella lo tenía siempre al alcance de la mano sobre su mesilla de noche.

El doctor Fedorov tuvo la amabilidad de quedarse hasta que Natalia se retiró a su dormitorio mientras Zoya garabateaba una breve nota para su amiga. Le deseaba una pronta recuperación para que ambas pudieran volver a reunirse cuanto antes, y firmaba en su nombre y en el de Sava, la cual había regado generosamente la célebre alfombra Aubusson justo la víspera, aunque de todos modos la abuela se quedó con ella, amenazando sin embargo con convertirla en sopa si su comportamiento no mejoraba de inmediato.

«… Te quiero muchísimo, mi dulce amiga. Ahora ponte bien enseguida para que yo pueda ir a verte.» Le enviaba a su prima dos libros, uno de ellos Los hijos de Elena, que había leído hacía apenas unas semanas y en todo caso tenía intención de regalárselo. Añadía después una posdata, advirtiéndole que no utilizara su enfermedad como excusa para hacer trampa en el tenis, tal como ambas habían hecho el verano anterior en Livadia, jugando con dos hermanas de María. Era su juego preferido y María destacaba por encima de todas, aunque Zoya siempre amenazaba con ganarla. «… Iré a verte en cuanto tu madre y el médico me lo permitan. Con todo mi corazón, tu Zoya que te quiere.»

Aquella tarde, Zoya vio de nuevo a su hermano y se distrajo con él. Mientras esperaban el regreso del padre a casa, Nicolai la llevó a dar un paseo en la troika de la madre, que no había salido de su habitación en todo el día, disgustada por la noticia de la enfermedad de María y porque Zoya se hubiera expuesto al contagio. Zoya sabía que su madre era capaz de pasarse varios días sin salir y por eso le alegró doblemente la presencia de su hermano.

—¿Por qué has venido a ver otra vez a papá? ¿Ocurre algo, Nicolai?

—No seas tonta. ¿Por qué piensas que ocurre algo? Qué boba eres.

Pero qué lista también. Nicolai se asombró de que su hermana hubiera intuido la razón de su regreso para ver a Konstantin. La víspera, durante la reunión de la Duma, Alexander Kerensky había pronunciado un discurso muy agresivo que incluía una incitación para asesinar al zar, y Nicolai temía que parte de lo que el embajador Paleólogo le había dicho se hiciera realidad. Quizá la situación era más grave de lo que pensaban y el pueblo estaba más alterado por la falta de víveres de lo que sospechaban. El embajador británico, sir George Buchanan, le comentó lo mismo antes de marcharse a pasar diez días de vacaciones a Finlandia. Por eso deseaba conocer una vez más la opinión de su padre.

—Tú nunca vienes a visitarnos a no ser que ocurra algo, Nicolai —dijo Zoya mientras la troika recorría velozmente la hermosa avenida Nevsky.

Había nieve recién caída en el suelo y la calle estaba más bonita que nunca. Nicolai insistió en que no pasaba nada y, aunque sintió una extraña punzada de temor, su hermana decidió creerle.

—Es un comentario encantador, Zoya. Pero no es verdad. Dime más bien si es cierto que has vuelto a disgustar a mamá. Me han dicho que está en cama por tu culpa y que el médico la visita dos veces al día.

Zoya encogió los hombros y esbozó una sonrisa pícara.

—Todo se debe a que el doctor Fedorov le dijo que Mashka tiene sarampión.

—¿Y tú serás la próxima? —preguntó Nicolai mientras ella soltaba una carcajada.

—No seas tonto. Yo nunca me pongo enferma.

—No estés tan segura. Pero no se te ocurra volver allí, ¿de acuerdo?

Por un instante, Nicolai pareció inquietarse, pero su hermana sacudió la cabeza con infantil decepción.

—No me lo permitirán. Nadie puede visitarlas ahora. Y la pobre Anastasia tiene un terrible dolor de oído.

—Pronto se curarán y podrás ir a verlas.

Zoya asintió sonriendo.

—Por cierto, Nicolai, ¿cómo está tu bailarina?

Nicolai se sobresaltó por un momento y después tiró de un mechón del cabello de su hermana que asomaba bajo su gorro de piel.

—¿Qué te induce a pensar que tengo una «bailarina»?

—Eso lo sabe todo el mundo, tonto… Tal como se sabía lo de tío Nicolás antes de la boda con tía Alix.

Zoya hablaba abiertamente con Nicolai porque era su hermano, pero, aun así, él se escandalizó. Aunque la joven no tenía pelos en la lengua, Nicolai esperaba por lo menos un poco de recato.

—¡Zoya! ¡Cómo te atreves a hablar de esas cosas!

—Contigo puedo decir lo que me apetezca. ¿Cómo es ella? ¿Es guapa?

—¡No es nada porque no existe! ¿Es eso lo que te enseñan en el Smolny?

—No me enseñan nada —contestó la joven, pasando por alto la sólida educación que había recibido allí, semejante a la que tiempo atrás recibiera su hermano en el Corps des Pages imperial, la academia militar destinada a hijos de nobles y militares de alta graduación—. Además, estoy a punto de terminar.

—Supongo que estarán encantados de perderte de vista, querida.

Zoya se encogió de hombros y ambos se echaron a reír. Nicolai pensó por un instante que había logrado desviar su atención, pero su hermana volvió a la carga y lo miró con una sonrisa perversa.

—Aún no me has dicho nada de tu amiga, Nicolai.

—Eres una chica imposible, Zoya Nikolaevna.

La muchacha rio mientras regresaban lentamente a su palacio de la calle Fontanka. Para entonces, su padre ya había vuelto a casa y ambos hombres se encerraron en la biblioteca de Konstantin, cuyos ventanales daban al jardín. La estancia estaba llena de preciosos libros encuadernados en cuero y de objetos reunidos por Konstantin a lo largo de los años, particularmente piezas de malaquita y la colección de huevos de Pascua de Fabergé que Natalia le regalaba cada año, similares a los que el zar y la zarina se intercambiaban en las ocasiones señaladas. Mientras permanecía de pie junto a la ventana escuchando a su hijo, Konstantin vio que Zoya atravesaba el jardín nevado para visitar a su abuela y a Sava.

—Bien, padre, ¿qué piensas?

Cuando se volvió de nuevo hacia su hijo, Konstantin advirtió una seria preocupación en Nicolai.

—No creo que eso tenga ningún significado especial. Y, aunque haya un poco de agitación en las calles, el general Jabalov es capaz de hacer frente a cualquier cosa. No hay por qué preocuparse. —Konstantin se alegró de que su hijo se interesara tanto por el bienestar de su ciudad y su país—. Todo va bien. Pero nunca está de más permanecer alerta. Es la marca que distingue al buen soldado.

Su hijo era tan buen soldado como él en su juventud y también como su abuelo. De haber podido, Konstantin hubiera marchado a luchar al frente, pero ya era demasiado viejo, por mucho que amara a su primo el zar y a su patria.

—Padre, ¿cómo no te preocupa el discurso de Kerensky en la Duma? ¡Pero si ese hombre ha insinuado una traición!

—En efecto, pero nadie puede tomarlo en serio, Nicolai. Nadie va a asesinar al zar. Nadie se atrevería. Por otra parte, ya cuidará él de estar bien protegido. Creo que ahora corre mucho más peligro en casa con tantos hijos y criados enfermos de sarampión que en medio de su pueblo —dijo Konstantin, mirando cariñosamente a su hijo—. De todos modos, visitaré al embajador Buchanan en cuanto regrese y le hablaré, si tan preocupado está. Será interesante escuchar sus puntos de vista sobre la cuestión, y también los de Paleólogo. Cuando Buchanan regrese de sus vacaciones, organizaré un almuerzo con ellos al que por supuesto estás invitado.

—Me tranquiliza hablar contigo, padre.

Pero esta vez los temores de Nicolai no se acallaron tan fácilmente y, cuando el joven abandonó su casa, aún experimentaba una desagradable sensación de desastre inminente. Estuvo tentado de ir a Tsarskoe Selo para reunirse en privado con su primo, pero sabía que no era el momento oportuno, pues el zar estaba muy cansado y preocupado por la salud de su hijo.

Una semana más tarde, el 8 de marzo, Nicolás abandonó San Petersburgo para regresar al frente de Mogilev, a ochocientos kilómetros de distancia. Aquel mismo día se produjeron los primeros disturbios en las calles, cuando en las colas del pan la gente se alborotó e irrumpió en las panaderías al grito de «¡Queremos pan!». Al anochecer llegó un escuadrón de cosacos para controlar a la multitud. Pese a todo, nadie parecía excesivamente inquieto. El embajador Paleólogo incluso ofreció una fastuosa fiesta a la que asistieron entre otros el príncipe y la princesa Gorchakov, el conde Tolstoi, Alexander Benois y el embajador español marqués de Villasinda. Natalia estaba todavía indispuesta e insistió en que no podría ir, y Konstantin no quiso dejarla. Al día siguiente se alegró de no haber ido al enterarse de que los alborotadores habían volcado un tranvía en las afueras de la ciudad. Sin embargo, nadie se alarmó demasiado. Como para tranquilizar a todo el mundo, el día después amaneció claro y soleado, y la avenida Nevsky se llenó de una alegre multitud y, por si fuera poco, todas las tiendas permanecieron abiertas. Había cosacos vigilando las calles, pero la gente parecía entenderse con ellos. El sábado 10 de marzo se produjo un inesperado saqueo y, al día siguiente, varias personas resultaron heridas en los disturbios.

Aquella noche, los Radziwill darían una fastuosa fiesta. Era como si todo el mundo intentara ignorar la situación. Sin embargo, no era fácil obviar las noticias sobre los disturbios y alborotos.

Ese mismo día, Gibbes, el profesor de inglés de María, le trajo a Zoya una carta de su prima. La joven lo recibió alborozada, pero se llevó un gran disgusto al leer que María se encontraba «terriblemente mal» y que a Tatiana también le dolía el oído. En contrapartida, el niño estaba un poco mejor.

—La pobre tía Alix debe de estar muy cansada —le dijo Zoya a su abuela aquella tarde, sentada en el salón con la pequeña Sava sobre las rodillas—. Estoy deseando ver a María, abuelita.

Se pasaba los días sin hacer nada. Su madre no le permitió ir a clase de ballet debido a la agitación callejera, y esta vez su padre había confirmado la prohibición.

—Un poco de paciencia, querida —le recomendó la abuela—. No querrás salir a la calle con tantas personas hambrientas y desgraciadas rondando por ahí.

—¿Tan mala es su situación, abuela? —No acertaba a imaginarlo entre los lujos de los que ella disfrutaba. Se le partía el corazón de pensar que pudiera haber personas tan desesperadas y hambrientas—. Ojalá pudiéramos darles algo de lo que tenemos.

Su vida era cómoda y tranquila, y le pareció cruel que a su alrededor hubiera gente que sufría hambre y frío.

—Todos lo pensamos alguna vez, pequeña. —Los brillantes ojos de la condesa se clavaron en los de Zoya—. La vida no siempre es justa. Hay muchas, muchísimas personas que nunca tendrán lo que nosotros damos por sentado a diario… Ropa abrigada, camas mullidas, comida en abundancia…, por no hablar de frivolidades como vacaciones, fiestas y vestidos bonitos.

—¿Todo eso está mal? —preguntó Zoya.

La sola idea le parecía increíble.

—Ciertamente que no. Pero es un privilegio y nunca debemos olvidarlo.

—Mamá dice que son personas vulgares y nunca podrían disfrutar de lo que tenemos. ¿Lo crees así?

Eugenia miró a Zoya con irritada ironía, sorprendida de que su nuera todavía fuera tan ciega e insensata.

—No seas ridícula, Zoya. ¿Crees que alguien podría hacerle ascos a una cama caliente, un estómago lleno, un vestido bonito o una troika maravillosa? Tendrían que ser completamente estúpidos.

Zoya no añadió que su madre los calificaba así porque sabía muy bien que eso no era cierto.

—Es una pena, abuelita, que no conozcan a tío Nicolás, a tía Alix, al niño y sus hermanas. Son tan buenos que nadie podría enfadarse con ellos si los conociera.

Era un comentario muy acertado y, sin embargo, en extremo simplista.

—No se trata de ellos, cariño…, sino de las cosas que ellos representan. A la gente del otro lado de las ventanas de palacio le cuesta mucho recordar que los de dentro también tienen penas y dificultades. Nadie sabrá lo mucho que se preocupa Nicolás por todos ellos, lo que sufre por sus enfermedades y cómo sangra su corazón por el mal de Alexis. Nadie lo sabrá ni lo verá jamás…, y eso a mí también me entristece. El pobrecillo soporta unas cargas terribles. Ahora ha regresado al frente y Alix debe de estar pasando momentos muy difíciles. Ojalá los niños se pusieran bien para poder ir a visitarlos.

—Yo también quiero ir, pero papá no me deja dar un paso fuera de casa. Tardaré muchos meses en ponerme al día con las clases de madame Nastova.

—No lo creo.

Eugenia la miró y pensó que cada día estaba más guapa a medida que se acercaba su decimoctavo cumpleaños. Era graciosa y delicada, con una llameante melena pelirroja, grandes ojos verdes y una cinturita que hubiera podido rodearse con dos manos. Se le quitaba a uno la respiración con solo mirarla.

—Abuelita, eso es muy aburrido —dijo Zoya, girando sobre un pie mientras Eugenia se reía.

—No es muy halagador lo que me dices, querida. Muchas personas me encuentran aburrida desde hace mucho tiempo, pero nunca me lo habían dicho a la cara.

—Perdona —dijo Zoya, y se unió a las risas de su abuela—, no me refería a ti. Hablo de mi encierro en casa. También me parece una estupidez que hoy no haya venido Nicolai a visitarnos.

Aquella tarde averiguaron el porqué. El general Jabalov había mandado colocar enormes letreros en todas las calles, prohibiendo las reuniones públicas y ordenando a todos los huelguistas volver al trabajo al día siguiente. Quienes no obedecieran serían reclutados y enviados de inmediato al frente. Sin embargo, nadie obedeció. Grandes multitudes de manifestantes llegados del barrio de Vyborg cruzaron los puentes del Neva y se concentraron en el centro de la ciudad. A las cuatro y media de la tarde aparecieron los soldados y hubo varios tiroteos en la avenida Nevsky, a la altura del palacio de Anitchkov. Esa tarde murieron cincuenta personas y otras doscientas en las horas sucesivas. De pronto se produjeron divisiones entre los soldados. Una compañía del Regimiento Real de Caballería Pavlovsky se negó a disparar contra la multitud y en su lugar lo hizo contra su comandante. Fue necesario enviar a la Guardia Preobrajensky para desarmar a los rebeldes.

Konstantin se enteró aquella noche y estuvo ausente de su casa varias horas, tratando de averiguar lo que ocurría para cerciorarse de que Nicolai estaba bien. De repente se llenó de espanto al comprender que su hijo corría peligro. Sin embargo, solo pudo averiguar que los guardias del Pavlovsky habían sido desarmados con muy pocas bajas. Las «muy pocas» le parecieron demasiadas y enseguida regresó a casa para esperar noticias. Por el camino, vio las luces del palacio de los Radziwill y se preguntó qué locura se habría apoderado de aquella ciudad que seguía con sus bailes mientras la gente era asesinada en las calles, y pensó que acaso Nicolai tenía razón al preocuparse tanto por lo que pudiera ocurrir. Quería hablar con Paleólogo y decidió visitarlo al día siguiente. Cuando regresó al palacio de la calle Fontanka y vio los caballos junto a la entrada, sintió que el corazón se le helaba de miedo. Quiso detenerse y echar a correr. Había por lo menos media docena de guardias de la Preobrajensky, corriendo y dando voces. Al ver que llevaban algo, gritó y saltó de la troika casi antes de que Fiodor la detuviera.

—Oh, Dios mío, oh, Dios mío… —gritó. Fue entonces cuando lo vio. Lo cargaban dos hombres y había sangre sobre la nieve. Era Nicolai—. Oh, Dios mío… —exclamó, adelantándose hacia ellos con lágrimas en los ojos—. ¿Está vivo?

Uno de los hombres asintió y le dijo en voz baja:

—Apenas.

—Uno de los guardias del Pavlovsky, uno de los suyos, uno de los hombres del zar, disparó siete veces contra él, pero Nicolai tuvo fuerzas para repeler el ataque y abatirlo de un disparo.

—Llevadlo dentro, rápido… —dijo Konstantin. Después llamó a Fiodor y le ordenó—: ¡Avisa ahora mismo al médico de mi mujer!

Los jóvenes guardias lo miraron impotentes. Sabían que no se podía hacer nada, por eso lo habían llevado a casa. Nicolai miró a su padre con los ojos empañados, pero aun así lo reconoció y le sonrió como un chiquillo mientras Konstantin lo tomaba en sus poderosos brazos y entraba en la casa, tendiéndole en un sofá del salón principal. Todos los criados acudieron corriendo.

—Traed vendas, sábanas, agua caliente… ¡Rápido! —les dijo Konstantin sin saber qué haría con todo aquello, pero algo se tenía que hacer.

Algo…, cualquier cosa… Tenían que salvarlo. Era su chiquillo y lo habían llevado a casa para que muriera allí, pero él no lo permitiría. Lo impediría antes de que fuera demasiado tarde. De repente, sintió que una mano firme lo apartaba y vio a su propia madre que acunaba la cabeza del joven en sus manos mientras le besaba suavemente la frente y le decía en voz baja:

—Tranquilízate, Nicolai, la abuela está aquí…, y también papá y mamá…

Las tres mujeres habían cenado sin aguardar el regreso de Konstantin, pero al oír entrar a los hombres Eugenia adivinó inmediatamente lo que ocurría. Estos permanecían ahora de pie en el vestíbulo sin saber qué hacer. Cuando vio a su hijo, Natalia emitió un grito desgarrador y se desmayó.

—¡Zoya! —gritó Eugenia, y la muchacha corrió hacia ella. Konstantin contemplaba impotente cómo la sangre de su hijo se extendía por el suelo de mármol y empapaba lentamente la alfombra. Zoya se acercó a su abuela y se arrodilló temblando junto a su hermano, más pálida que la cera.

—Nicolai —le dijo en un susurro al tiempo que tomaba su mano—. Te quiero… Soy Zoya…

—¿Qué haces aquí? —preguntó el joven con un hilillo de voz.

Por su gesto, Eugenia comprendió que ya no podía verlos.

—Zoya —ordenó la condesa como un general al mando de la tropa—, desgárrame la enagua en tiras…, rápido…, date prisa…

Zoya empezó a tirar delicadamente de la enagua, pero al oír la apremiante voz tiró con fuerza y la desgarró en unas tiras que su abuela aplicó a las heridas en un intento de detener la hemorragia, pero ya era casi demasiado tarde.

Konstantin se arrodilló y llorando besó a su hijo.

—¿Papá?… ¿Estás aquí, papá?… —dijo Nicolai con voz de chiquillo desvalido—. Papá…, te quiero… Zoya…, sé buena chica…

Poco después, en brazos de su padre, murió con una sonrisa en los labios. Konstantin le besó los ojos y se los cerró suavemente, sollozando con amargura mientras estrechaba contra el pecho al hijo que tanto amaba. El chaleco se le empapaba de sangre. Zoya lloraba a su lado y Eugenia acariciaba la mano inerte del joven, temblando de pies a cabeza. Después, la anciana condesa se volvió despacio y con señas indicó a los hombres que se retiraran y los dejaran solos con su dolor. El médico había llegado e intentaba reanimar a Natalia, todavía desmayada en la puerta. Los criados la llevaron a sus aposentos del piso de arriba y Fiodor lloró desconsolado mientras la casa se llenaba de gemidos. Todos los criados acudieron presurosos, pero demasiado tarde…, demasiado tarde para que alguien pudiera salvar al joven.

—Ven, Konstantin —dijo la abuela—, deja que lo suban arriba.

Con gesto suave, Eugenia apartó a su hijo, lo guio hacia la biblioteca, lo hizo sentar en un sillón y le ofreció una copa de coñac. No podía decir nada que aliviara su dolor. Por eso ni siquiera lo intentó. Le hizo señas a Zoya de que se acercara y, al ver su extrema palidez, la obligó a tomar un sorbo de la copa que había llenado para sí misma.

—No, abuela…, no…, por favor.

Zoya se atragantó con los vapores, pero Eugenia la obligó a beber y después se volvió a mirar de nuevo a Konstantin.

—Era tan joven… Dios mío, Dios mío…, me lo han matado…

La condesa lo abrazó con fuerza mientras él se balanceaba hacia delante y hacia atrás en el sillón, llorando por su único hijo varón. De repente Zoya se arrojó en brazos de su padre, como si fuera la única roca que quedaba en el mundo, y recordó la tarde en que llamó «tonto» a Nicolai… Nicolai tonto, y ahora había muerto. Su hermano había muerto, pensó, y miró horrorizada a su padre.

—Papá, ¿qué ocurre?

—No lo sé, pequeña…, han matado a mi niño…

Konstantin la estrechó y ella sollozó en sus brazos. Poco después, se levantó y la dejó al cuidado de la abuela.

—Llévatela a casa contigo, mamá. Yo debo ir junto a Natalia.

—Ya está más calmada —dijo la condesa.

Eugenia estaba mucho más preocupada por su hijo que por su insensata nuera. Temía que la pérdida de Nicolai lo destrozara. Extendió la mano para acariciar la de Konstantin y, cuando este la miró a los ojos, vio en ellos un dolor inconmensurable y una tristeza infinita.

—Oh, mamá —exclamó Konstantin entre sollozos, y la abrazó largo rato. Eugenia extendió una mano para que Zoya se acercara también.

Después Konstantin se apartó muy despacio de ellas y se dirigió a la escalinata para subir a los aposentos de su mujer. Zoya lo miraba desde el pasillo. Los criados habían limpiado la sangre de Nicolai del suelo de mármol y retirado la alfombra.

El joven ya descansaba en silencio en la habitación que ocupó desde su infancia. Allí nació y allí murió en veintitrés cortos años, llevándose consigo el conocido mundo que todos ellos amaban. Era como si, a partir de aquel momento, ya nadie pudiera estar a salvo. Eugenia lo comprendió mientras conducía a Zoya a su pabellón, temblando de pies a cabeza bajo su capa, con los ojos llenos de espanto y horror.

—Tienes que ser fuerte, pequeña —dijo la condesa mientras Sava corría a su encuentro en el salón y Zoya rompía de nuevo a llorar—. Tu padre te necesitará ahora más que nunca. Y puede que ya nada vuelva a ser igual para ninguno de nosotros. Sin embargo, suceda lo que suceda… —se le quebró la voz al pensar en su nieto muriendo en sus brazos. Zoya tembló con violencia. La estrechó con fuerza y besó su suave mejilla—, recuerda, pequeña, lo mucho que él te quiso…

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