Zoya

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San Petersburgo » Capítulo 5

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Cuando la troika se puso en marcha, Zoya contempló las llamas que se elevaban por encima de los árboles, devorando lo que fuera su hogar y era ahora solo el caparazón de su antigua vida. En cuestión de momentos, Fiodor las guio hábilmente hacia calles secundarias. Ellas se abrazaban la una a la otra. Las bolsas que ocultaban las joyas estaban amontonadas a sus pies y la pequeña Sava temblaba de frío sobre el regazo de Zoya. En las calles había soldados, pero nadie los detuvo mientras se dirigían a las afueras de la ciudad. Era jueves, 15 de marzo, y allá lejos, en Pskov, Nicolás leía los telegramas de sus generales, aconsejándole la abdicación. Tenía el rostro mortalmente pálido a causa de la traición que lo rodeaba por todas partes, pero no tan pálido como el de Zoya cuando contempló cómo San Petersburgo desaparecía a su espalda. Tardaron más de dos horas en llegar a las carreteras secundarias que conducían a Tsarskoe Selo. Durante el recorrido, no tuvieron ninguna noticia ni una visión más clara de los acontecimientos. Zoya recordaba una y otra vez la imagen de su madre envuelta en llamas lanzándose a la muerte desde una ventana, y el cuerpo de su hermano rodeado por el fuego en la habitación donde ella tantas veces lo visitó de pequeña… Nicolai, «tonto» le llamó. Nunca se lo podría perdonar. Le pareció que justo ayer todo iba bien y la vida era normal.

Llevaba la cabeza cubierta con un viejo chal y le dolían los oídos a causa del frío. Pensó en Olga y Tatiana que sufrían dolor de oídos a causa del sarampión. Hacía pocos días, sus únicas tragedias eran la fiebre, el dolor de oído y el sarampión. Estaba tan trastornada que apenas podía pensar. Apretó con fuerza la mano de su abuela y se preguntó en silencio qué encontrarían en Tsarskoe Selo. La aldea apareció ante sus ojos por la tarde y Fiodor la rodeó con cuidado. Los soldados le ordenaron detenerse un par de veces y estuvo tentado de seguir adelante sin obedecer, pero el instinto le dijo que podrían dispararles y entonces se detuvo cautelosamente. Explicó que conducía a una anciana enferma y a la idiota de su nieta. Ambas mujeres miraron a los soldados con rostro inocente como si no tuvieran nada que ocultar, y la anciana se alegró de que Fiodor hubiera elegido la troika más vieja de las que poseían, con la pintura medio desprendida pero los patines todavía en buen estado. Llevaban años sin usarla y ya no era bonita. Solo los hermosos caballos sugerían que eran gente acomodada. El segundo grupo de soldados les arrebató entre risas dos de los mejores caballos negros de Konstantin. Llegaron a las puertas de Tsarskoe Selo con solo un caballo que piafaba nerviosamente mientras tiraba de la vieja troika. La Guardia Cosaca no se veía por ninguna parte. No había guardias en ningún sitio, solo unos cuantos soldados de aire intranquilo.

—Identificaos —gritó ásperamente un hombre.

Zoya se echó a temblar en tanto Fiodor daba explicaciones y Eugenia se levantaba del asiento. Iba vestida sencillamente y, como Zoya, solo llevaba un viejo chal de lana en la cabeza, pero, aun así, miró al hombre con aire autoritario mientras empujaba a Zoya a su espalda.

—Eugenia Petrovna Ossupov. Soy una anciana prima del zar. ¿Queréis disparar contra mí?

Habían matado a su nieto y a su hijo y no le importaba que también la mataran a ella. Sin embargo, estaba dispuesta a matarles si tocaban a Zoya. Esta no lo sabía, pero su abuela ocultaba en la manga una pequeña pistola con incrustaciones de perlas y estaba dispuesta y preparada para utilizarla.

—Ya no hay zar —dijo el hombre con fiereza.

El brazal rojo pareció de repente más siniestro que antes y el corazón de Eugenia empezó a latir con fuerza mientras Zoya se llenaba de espanto. ¿Qué había pretendido decir? ¿Qué lo habían matado? Eran las cuatro de la tarde y todo su mundo se había desmoronado. Pero a Nicolás, ¿lo habrían matado también? Como a Konstantin y a Nicolai…

—Debo ver a mi prima Alejandra —dijo Eugenia, mirando al soldado con aire desafiante—. Y a sus hijos.

¿O acaso los habían matado también a ellos? Con el corazón desbocado, Zoya permaneció sentada detrás de su abuela mientras Fiodor contemplaba la escena en tenso silencio. Hubo una interminable pausa, en cuyo transcurso el soldado las estudió detenidamente. Después dio un paso atrás y gritó por encima del hombro de sus compañeros:

—Que pasen. Pero recuérdalo, vieja —añadió, mirando a Eugenia—. Ya no hay zar. Abdicó hace una hora en Pskov. Estamos en una nueva Rusia. —Se apartó a un lado y Fiodor puso en marcha la troika. Pasó junto a él confiando en cortarle los dedos de los pies. Una nueva Rusia…, el final de la antigua vida…, todo lo viejo y lo nuevo mezclándose en aterradora confusión. Sentada al lado de su nieta, Eugenia estaba muy pálida. Zoya le habló en susurros mientras pasaban por delante de la iglesia Fedorovsky, incapaz de creer lo que acababa de escuchar. El tío Nicolás no hubiera hecho semejante cosa…

—Abuela, ¿tú crees que eso es verdad?

—Tal vez. Alix nos dirá lo que ha ocurrido.

Pero la entrada principal del palacio de Alejandro estaba extrañamente silenciosa. No había guardias ni protección alguna. Cuando Fiodor llamó fuertemente con los nudillos a la pesada puerta, dos nerviosas criadas la abrieron presurosas y franquearon la entrada. Las salas estaban aterradoramente vacías.

—¿Dónde están todos? —preguntó la condesa.

Una de las criadas les indicó la puerta, que Zoya conocía tan bien, que conducía a los apartamentos privados del piso de arriba. La mujer se secó las lágrimas de sus mejillas con el delantal y contestó:

—La zarina está arriba con sus hijos.

—¿Y el zar?

Los ojos de Eugenia arrojaron fuego verde contra la mujer que lloraba con desconsuelo.

—¿No me has oído?

No, Dios mío, rezó Zoya en silencio…

—Dicen que ha abdicado en favor de su hermano. Los soldados nos lo comunicaron hace una hora. Su Alteza no se lo cree.

—Pero, entonces, ¿está vivo?

Eugenia sintió que el alivio le vivificaba todo el cuerpo.

—Creemos que sí.

—Gracias a Dios. —Recogiéndose las faldas, la condesa miró a Zoya—. Dile a Fiodor que lo entre todo.

No quería que los soldados tocaran la ropa que ocultaba las joyas. Cuando Zoya regresó momentos más tarde acompañada de Fiodor, su abuela ordenó a la criada que las condujera ante la zarina.

—Conozco el camino, abuela. Yo te llevaré.

Zoya cruzó despacio las salas que conocía tan bien y que hacía apenas unos días había recorrido con su amiga.

El palacio de Alejandro estaba espectralmente silencioso. La muchacha acompañó a su abuela al piso de arriba y llamó suavemente a la puerta del dormitorio de María, pero no había nadie dentro. María se había trasladado a uno de los salones de su madre para que esta pudiera atenderla junto a Ana Vyrubova y sus hermanas. Avanzaron por el pasillo, llamando a las distintas puertas, hasta que por fin oyeron voces. Zoya aguardó hasta que alguien las invitó a entrar y entonces abrió lentamente la puerta. Allí estaba Alejandra, más alta y delgada que nunca, ofreciendo una taza de té a sus dos hijas menores. Anastasia rompió en lágrimas cuando miró hacia la puerta, y María se incorporó en la cama y se echó a llorar al ver a Zoya.

Sin poder hablar a causa de la emoción, Zoya cruzó corriendo la estancia y se arrojó en brazos de su amiga mientras Eugenia abrazaba a su agotada prima.

—Dios mío, prima Eugenia, ¿cómo pudiste llegar hasta aquí? ¿Cómo estás?

Hasta la anciana condesa se emocionó al abrazar a la alta y elegante mujer que tan cansada parecía. Sus pálidos ojos grises rebosaban tristeza.

—Hemos venido para ayudarte, Alix. Ya no podíamos quedarnos más tiempo en San Petersburgo. Incendiaron la casa esta mañana cuando nos fuimos. Hemos venido sin pérdida de tiempo.

—No puedo creerlo… —Alejandra se hundió lentamente en un sillón—. ¿Y Konstantin?

La anciana condesa palideció intensamente y el corazón le latió con fuerza bajo el grueso vestido. De repente, sintió todo el peso de lo que había perdido y temió desmayarse a los pies de su prima, pero enseguida se sobrepuso para no aumentar los sufrimientos de la zarina.

—Ha muerto, Alix… —La voz se le quebró, pero no lloró—. Y Nicolai también…, el domingo… Natalia murió en el incendio de la casa. —No explicó que su nuera había enloquecido antes de arrojarse envuelta en llamas por la ventana—. ¿Es cierto… lo de Nicolás? —No hubiera querido preguntarlo, pero tenía que hacerlo. Necesitaban saberlo. Todo era tan difícil de entender.

—¿Te refieres a la abdicación? No puede ser. Lo dicen para atemorizarnos…, pero hoy no he recibido noticias de Nicolás. —La zarina contempló a sus dos hijas que abrazaban a Zoya entre lágrimas. Zoya acababa de comunicarles la muerte de Nicolai y lloraba en brazos de María. A pesar de su enfermedad, esta trataba de consolarla—. Todos nuestros soldados han desertado…, incluso… —La zarina apenas podía pronunciar las palabras—. Incluso Deverenko ha abandonado al niño. —Era uno de los dos soldados que estaban con el zarévich desde su nacimiento. Había abandonado el palacio aquella mañana sin pronunciar palabra y sin volver la cabeza atrás. El otro, Nagorny, juró permanecer junto a Alexis hasta la muerte, y en aquellos momentos se encontraba con él y el doctor Fedorov en la habitación contigua. El doctor Botkin había ido a buscar más medicinas para las niñas junto con Gibbes, uno de los dos profesores—. No puedo comprenderlo…, nuestros marineros. No puedo creerlo. Si por lo menos Nicolás estuviera aquí…

—Ya vendrá, Alix. Conservemos la calma. ¿Cómo están tus hijos?

—Todos enfermos… No pude decírselo al principio, pero ahora ya lo saben…, no podía ocultarles por más tiempo la verdad. —La zarina suspiró y añadió—: El conde Benckendorff está aquí y ha prometido protegernos. Ayer por la mañana llegó la baronesa Buxhoeveden. ¿Te quedarás también, Eugenia Petrovna?

—Si me lo permites. No podemos regresar a San Petersburgo ahora…

No añadió «y tal vez nunca». Seguro que el mundo recuperaría la normalidad. Sin duda, Nicolás regresaría. La noticia de su abdicación debía de ser un embuste propalado por los revolucionarios y los traidores para asustarlos y mantenerlos bajo control.

—Si quieres, puedes dormir en la habitación de Mashka. Y Zoya…

—Dormiremos juntas. Y ahora, ¿qué puedo hacer para ayudarte, Alix? ¿Dónde están los demás?

La zarina sonrió agradecida mientras la anciana prima de su marido se quitaba la capa y se remangaba cuidadosamente los puños de su sencillo vestido.

—Ve a descansar. Zoya acompañará a las niñas mientras yo atiendo a los demás.

—Voy contigo.

La condesa acompañó a la zarina a lo largo de todo el día, preparando té, aplicando compresas a las sienes febriles e incluso ayudando a Alix a cambiar las sábanas del pequeño Alexis mientras Nagorny permanecía fiel a su lado. Como Alix, Eugenia consideraba increíble que Deverenko lo hubiera abandonado.

Era casi medianoche cuando Zoya y la condesa se acostaron en el dormitorio de María y Anastasia. Zoya permaneció despierta varias horas, oyendo roncar suavemente a su abuela. Le parecía imposible que tres semanas atrás hubiera visitado a María en aquella misma habitación y esta le hubiera regalado un frasco de su perfume preferido, ahora perdido junto con todo lo demás. Comprendió que las muchachas no acababan de entender lo que ocurría. Ella tampoco estaba muy segura de entenderlo, a pesar de haberlo presenciado con sus propios ojos en San Petersburgo. Sin embargo, las hijas del zar estaban enfermas y se encontraban muy lejos de los desórdenes callejeros, los disturbios, los asesinatos y los saqueos. La visión de su hogar en llamas permanecía viva en su mente, lo mismo que la imagen de su hermano, muriendo desangrado sobre el suelo de mármol del palacio de Fontanka hacía apenas cuatro días. Zoya se durmió de madrugada mientras fuera arreciaba una fuerte tormenta de nieve. Se preguntó cuándo regresaría el zar a casa y si la vida recuperaría alguna vez la normalidad.

A las cinco en punto de la tarde, aquella posibilidad se le antojó más lejana que nunca. El gran duque Pablo, el tío de Nicolás, se trasladó a Tsarskoe Selo para comunicarle la noticia a Alejandra. Nicolás había abdicado la víspera y cedido el poder a su hermano el gran duque Miguel, el cual no lo esperaba y no estaba preparado para acceder al trono. Solo Alix y el doctor Fedorov comprendieron la razón de que Nicolás no hubiera abdicado en favor de su hijo, sino de su hermano. El alcance de la enfermedad de Alexis era un secreto muy bien guardado. De inmediato se formó un gobierno provisional. Alejandra recibió la noticia en silencio, al tiempo que anhelaba poder hablar con su marido.

El propio Nicolás llegó al cuartel general de Mogilev a la mañana siguiente para despedirse de sus soldados y, desde allí, finalmente pudo llamar a su esposa. La llamada se produjo cuando Alejandra estaba ayudando al doctor Botkin a atender a Anastasia. La zarina fue corriendo hasta el teléfono, rezando para que su marido le dijera que nada de lo que le habían dicho era verdad, pero, al oír su voz, comprendió inmediatamente que sí lo era. Su vida, sus sueños y su dinastía se habían derrumbado. Nicolás prometió regresar cuanto antes y, como siempre, preguntó cariñosamente por sus hijos. El domingo por la noche, el general Kornilov llegó desde San Petersburgo para preguntar si Alejandra necesitaba algo, comida o medicamentos. Alejandra solo pensaba en los soldados heridos y le suplicó al general que procurara por todos los medios suministrar víveres y medicinas a los hospitales. Después de cuidarlos durante tanto tiempo, no podía olvidarlos ahora, aunque ya no fueran «sus» soldados. El general aseguró que así lo haría, pero algo en su visita sugirió a Alejandra que lo peor aún no había ocurrido. Aquella noche, la zarina rogó a Nagorny que no se apartara del niño en ningún momento y ella permaneció con sus hijas hasta bien entrada la noche. Ya pasaba la medianoche cuando regresó a su dormitorio. Al poco, la anciana condesa llamó con los nudillos a la puerta y le sirvió una taza de té. Eugenia vio lágrimas en los ojos de su joven prima y le dio unas cariñosas palmadas en el hombro.

—¿Hay algo que pueda hacer por ti, Alix?

Alejandra sacudió la cabeza, todavía orgullosa y serena, dándole las gracias con la mirada.

—Ojalá estuviera él en casa. De repente…, temo por mis hijos.

Eugenia también tenía miedo, pero no quiso confesarlo a su prima.

—Todos estamos contigo. —Pero los «todos» eran muy pocos, un simple puñado de ancianas y leales amigos que podían contarse con los dedos de una mano. Todo el mundo los había abandonado y el golpe resultaba casi insoportable. Sin embargo, en aquellos momentos la zarina no podía derrumbarse. Debía conservar la fuerza por su marido—. Ahora tienes que descansar un poco, Alix.

En su famoso dormitorio malva, Alejandra miró nerviosa a su alrededor y luego observó tristemente a la condesa.

—Tengo ciertas cosas que hacer… debo… —Casi no se atrevía a decirlo—. Esta noche quiero quemar mis diarios… y también mis cartas. Quién sabe si de alguna manera podrían utilizarlas contra él.

—No lo creo… —Sin embargo, pensándolo mejor, Eugenia estaba de acuerdo con Alejandra—. ¿Quieres que me quede contigo?

No quería ser indiscreta, pero le pareció que la zarina estaba destrozada por la pena.

—Preferiría estar sola, si no te importa.

—Lo comprendo.

Eugenia se retiró y dejó a Alejandra con su ingrata tarea. La zarina permaneció sentada junto al fuego hasta la madrugada, leyendo cartas y diarios y quemando incluso las cartas de su abuela, la reina Victoria. Lo quemó todo, menos su correspondencia con el amado Nicolás. Sufrió durante dos días por esta causa, hasta que el miércoles regresó el general Kornilov y pidió hablar a solas con ella. Alejandra lo recibió en uno de los salones que solía utilizar Nicolás. Allí permaneció de pie, arrogantemente inmóvil, tratando de ocultar su sobresalto mientras escuchaba las palabras del militar. Se encontraba bajo arresto domiciliario, junto con su familia y sus criados. No podía creerlo, pero era inevitable. Había llegado el final y todos tendrían que afrontarlo. El general le explicó cuidadosamente que quien deseara quedarse podría hacerlo, pero, en caso de marcharse, no sería autorizado a regresar a Tsarskoe Selo. Alejandra tuvo que hacer acopio de todo su valor para no desmayarse.

—¿Y mi marido, general?

—Creemos que llegará aquí mañana por la mañana.

—¿Piensan ustedes encarcelarlo?

La pregunta la ponía físicamente enferma, pero tenía que saberlo. Tenía que saberlo todo, qué podían esperar y con qué tendrían que enfrentarse. Después de lo ocurrido en los días pasados, pensó que debería de estar contenta de que no los hubieran matado, pero en las circunstancias en que se encontraba le fue imposible.

—Vuestro marido permanecerá bajo arresto domiciliario aquí en Tsarskoe Selo.

—¿Y después?

Al preguntarlo palideció mortalmente, pero la respuesta no fue tan aterradora como temía. Solo podía pensar en su marido y sus hijos, en su seguridad y sus vidas. Gustosamente se hubiera sacrificado por ellos. Hubiera hecho cualquier cosa, pensó mientras el general la admiraba en silencio.

—El gobierno provisional desea escoltaros a vos, a vuestro marido y a vuestros hijos hasta Murmansk. Desde allí, podréis abandonar el país. Os enviaremos por barco a Inglaterra, junto al rey Jorge.

—Comprendo. Y eso ¿cuándo será? —preguntó la zarina, con el rostro más frío que el mármol.

—En cuanto pueda arreglarse, señora.

—Muy bien. Esperaré el regreso de mi marido para decírselo a mis hijos.

—¿Y los demás?

—Hoy mismo les diré que son libres de marcharse si lo desean, pero que nunca podrán regresar. ¿Es así, general?

—Exactamente.

—¿No les causarán ustedes ningún daño cuando se marchen y tampoco a nuestra familia y nuestros leales amigos, aunque ahora sean tan pocos?

—Os doy mi palabra, señora.

La palabra de un traidor, hubiera querido escupirle Alejandra a la cara, pero se mantuvo altiva y serena mientras el militar se retiraba. Aquella tarde comunicó a todos que eran libres de marcharse y los instó a hacerlo si así lo deseaban.

—No podemos esperar que os quedéis aquí en contra de vuestra voluntad. Nosotros saldremos hacia Inglaterra dentro de unas semanas y podría ser más seguro para vosotros que os marcharais ahora…

Mejor incluso antes de que regresara Nicolás. Alejandra no acababa de creerse que los pusieran bajo arresto domiciliario para protegerlos.

Sin embargo, los demás se negaron a irse. Al día siguiente, en una gélida mañana nublada, Nicolás regresó finalmente a casa, pálido y muy fatigado. Entró en el vestíbulo principal del palacio y permaneció largo rato de pie sin decir nada. Los criados avisaron a la zarina y esta bajó a recibirlo. Lo miró desde el otro extremo del interminable vestíbulo con los ojos llenos de palabras que no podía pronunciar y el corazón rebosante de compasión por quien tanto amaba. Nicolás se acercó en silencio y la estrechó con fuerza entre sus brazos. No les quedaba nada por decirse cuando subieron lentamente al piso de arriba para reunirse con sus hijos.

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