Zoya

Zoya


París » Capítulo 11

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11

Su primer ensayo con el Ballet Russe el 11 de mayo fue auténticamente devastador. Terminó a las diez de la noche y Zoya volvió al apartamento rebosante de entusiasmo, pero tan cansada que apenas podía moverse. Le sangraban los pies de tanto repetir los pas à deux y los tours jetés. Comparados con aquello, los años con madame Nastova le parecían un juego de niños.

Su abuela estaba esperándola en el saloncito. Se habían mudado al apartamento dos días antes, tras haber comprado un pequeño sofá y varias mesitas. Había unas lámparas con feas pantallas y una alfombra verde con flores púrpura. Atrás quedaban las alfombras Aubusson, las antigüedades y los bellos objetos amados. Sin embargo, la casa era cómoda. Fiodor se encargaba de la limpieza. La víspera había ido al campo con el príncipe Markovsky y había vuelto con el taxi lleno de leña. La chimenea estaba encendida y su abuela tenía preparada una tetera humeante.

—Y bien, pequeña, ¿qué tal fue?

Todavía esperaba que Zoya recuperara el juicio y abandonase la idea de trabajar en el Ballet Russe, pero en sus ojos descubrió que no iba a ser así. No la había visto tan feliz desde que se inició la revolución hacía exactamente dos meses, cuando empezaron los disturbios callejeros y murió Nicolai. Nada de todo aquello había sido olvidado, pero el recuerdo parecía menos agudo. Zoya se sentó en una incómoda silla y sonrió de oreja a oreja.

—Abuela, fue maravilloso, pero estoy tan cansada que apenas puedo moverme.

Las largas horas de ensayo fueron un verdadero suplicio, pero, en cierto modo, todo aquello era para Zoya un sueño convertido en realidad. La muchacha solo podía pensar en el estreno previsto para dentro de dos semanas. La condesa había prometido ir, al igual que el príncipe Markovsky y su hija.

—¿No has cambiado de idea, pequeña?

Zoya sacudió la cabeza y esbozó una cansada sonrisa mientras tomaba la tetera para llenarse la taza. Aquella noche le habían dicho que bailaría en las dos partes de la representación y estaba contentísima con el dinero que le habían dado. Ahora lo depositó en silencio en la mano de Eugenia con una tímida mirada de orgullo. A la condesa se le llenaron los ojos de lágrimas. A eso había llegado. Zoya tendría que mantenerla con lo que ganara bailando. La idea resultaba casi insoportable.

—¿Para qué es?

—Para ti, abuela.

—Todavía no lo necesitamos. —Sin embargo, las paredes desnudas y la raída alfombra púrpura la desmentían. Todo era viejo y gastado y ambas sabían que el dinero obtenido con la venta del collar de rubíes se terminaría muy pronto—. ¿Es eso lo que de verdad quieres hacer? —preguntó Eugenia mientras Zoya le acariciaba y besaba la mejilla.

—Sí, abuela… Ha sido un día maravilloso.

Era algo así como su sueño de bailar con los alumnos del Marynsky.

Aquella noche Zoya escribió una larga y valiente carta para María, contándoselo todo, menos el detalle del pequeño y feo apartamento donde vivía. Permaneció un buen rato en el saloncito cuando su abuela se retiró a dormir, y en la carta describió lo experimentado al bailar con el Ballet Russe. Dirigió la carta al doctor Botkin en Tsarskoe Selo, confiando en que María no tardaría mucho en recibirla. El solo hecho de escribirle la hacía sentirse más cerca de ella.

Al día siguiente, volvió a los ensayos y aquella noche hubo una incursión aérea. Los tres bajaron al sótano del edificio. Cuando todo terminó subieron lentamente. Fue un recordatorio de la existencia de la guerra, pero Zoya no se asustó. En aquellos momentos, solo lograba pensar en el baile.

El príncipe Markovsky a menudo estaba en la casa cuando Zoya regresaba del teatro. Siempre tenía cosas que contar y muchas veces traía pastelillos y fruta fresca, cuando podía encontrarla. Hasta les regaló uno de los pocos tesoros que todavía conservaba, un valioso icono que insistió en que aceptaran, pese a las protestas de la condesa. Bien sabía Eugenia lo mucho que necesitaban los refugiados cualquier objeto negociable. Sin embargo, Markovsky agitó una elegante mano de largos dedos y dijo que de momento tenía más que suficiente. Su hija ya había encontrado un trabajo como profesora de inglés.

La noche del estreno todos estaban allí, en la tercera fila. Zoya compró las entradas con su sueldo. El único que no estuvo en el teatro fue Fiodor. Estaba orgulloso de Zoya, pero el ballet no era lo suyo. La joven le trajo un programa con su nombre escrito en letra menuda al pie. Hasta la condesa se enorgulleció de ella, aunque al verla aparecer por primera vez en el escenario derramó amargas lágrimas. Hubiera preferido cualquier cosa antes que ver a su nieta en un escenario, convertida en una vulgar bailarina.

—¡Has estado maravillosa, Zoya Nikolaevna! —dijo el príncipe, ya de vuelta en el apartamento, y brindó por ella con el champán que había traído consigo—. ¡Todos estamos muy orgullosos de ti! —añadió y miró con una sonrisa a la joven pelirroja, pese a la expresión despectiva de su hija, la cual consideraba incorrecto que Zoya actuara como bailarina.

Era una muchacha alta y delgada, y la vida en París le producía un dolor insoportable. Aborrecía a los niños a quienes daba clase de inglés y se avergonzaba de ver a su padre convertido en taxista. Zoya, en cambio, no compartía sus remilgos. Tenía los ojos brillantes de entusiasmo y las mejillas arreboladas de alegría. Era una joven muy hermosa, cuya belleza parecía haberse acrecentado con la emoción de la noche.

—Debes de estar muy cansada, pequeña —dijo el príncipe, escanciando el resto del champán.

—En absoluto. —Radiante de dicha, Zoya evolucionó por la habitación como si sus pies todavía quisieran bailar. La representación había sido mucho más fácil que los ensayos. Todo le resultaba más que un sueño—. No estoy ni un poquito cansada —añadió y rio mientras tomaba otro sorbo de champán. Yelena, la hija del príncipe, la miraba con expresión de reproche.

Zoya hubiera querido permanecer levantada toda la noche, contando las anécdotas de entre bambalinas. Necesitaba contárselo todo a quienes la apreciaban.

—¡Has estado fabulosa! —repitió el príncipe. Zoya lo miró sonriendo. Era un hombre muy serio, pero parecía sinceramente preocupado por ella. En cierto modo, le hubiera gustado que su padre estuviera presente la noche del debut, aunque se hubiera llevado un disgusto al verla en un escenario. Pero quizá, en su fuero interno, se hubiera sentido orgulloso de ella. Y Nicolai…, se le llenaron los ojos de lágrimas al evocar su recuerdo. Entonces posó el vaso, se apartó y se acercó a la ventana para mirar hacia el jardín—. Estás preciosa esta noche —le susurró Vladimir a su lado.

Cuando ella se volvió a mirarlo, el aristócrata vio el brillo de las lágrimas en sus ojos. Tenía un cuerpo firme y menudo que encendía el deseo del príncipe y se le notaba en los ojos. Zoya retrocedió al advertir de pronto algo que antes no había observado. El príncipe era más viejo que su padre y la joven se asustó ante lo que creyó adivinar en su mirada.

—Gracias, príncipe Vladimir —dijo serenamente.

De repente, se dio cuenta de lo hambrientos de amor que estaban todos ellos y de lo mucho que se aferraban a un pasado que todavía podían compartir. En San Petersburgo, el príncipe jamás la hubiera mirado dos veces, y ella no hubiera sido para él más que una joven agraciada. En cambio, allí todos se aferraban a un mundo perdido y a las personas dejadas a sus espaldas. Zoya no era más que un medio de continuar el pasado. Hubiera querido explicárselo a Yelena cuando esta se despidió de ellos con gesto envarado.

Mientras se desnudaba y esperaba que su abuela regresara del retrete del rellano, Zoya pensó de nuevo en el príncipe Vladimir.

—Fue muy amable de su parte traer champán —dijo la condesa, cepillándose el cabello, vestida con un camisón de encaje que la hacía más joven.

Siempre había sido una mujer bella y Zoya tenía casi sus mismos ojos. La muchacha se preguntó si su abuela se habría dado cuenta de que Vladimir se sentía atraído por ella. Le había rozado la mano al marcharse y después la había estrechado demasiado en sus brazos cuando le dio un beso en la mejilla.

Zoya tardó un buen rato en contestar.

—Yelena parece muy triste, ¿no lo crees?

Eugenia asintió con la cabeza y posó solemnemente el cepillo.

—Recuerdo que nunca fue una niña feliz. Sus hermanos eran mucho más interesantes, más parecidos a Vladimir. —La condesa evocó al más guapo, el que había pedido la mano de Tatiana—. El príncipe es un hombre muy apuesto, ¿verdad?

Zoya apartó el rostro un instante y después miró directamente a la condesa.

—Creo que le gusto, abuela…, demasiado…

Se le trabó la lengua al pronunciar las palabras y Eugenia la miró, frunciendo el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que… —Zoya se ruborizó intensamente, como si fuera una chiquilla vergonzosa—. Que… esta noche me tocó la mano…

La explicación le pareció ahora una estupidez. Tal vez no significaba nada.

—Eres muy bonita y quizá le recuerdas algo. Creo que admiraba mucho a tu madre y sé que de jóvenes eran muy amigos. Participaron en las cacerías de Nicolás muchas veces… No seas tan sensible, Zoya. Tiene buenas intenciones. Y fue muy amable viniendo a verte esta noche. Pretende ser simpático y nada más, pequeña.

—Tal vez —dijo Zoya con indiferencia.

Después apagó la luz y se acostó en la pequeña cama compartida con su abuela. En la oscuridad, oyó roncar a Fiodor en la habitación contigua y se durmió pensando en lo maravillosa que había resultado la función.

A la mañana siguiente, no tuvo dudas de que Vladimir pretendía algo más que ser simpático. El príncipe la esperaba en la calle cuando bajó para acudir al ensayo.

—¿Te apetece dar un paseo?

Zoya se sorprendió de encontrarlo allí con un ramo de flores para ella.

—No se moleste. —Zoya prefería ir a pie al Châtelet. La manera de mirarla del príncipe la ponía nerviosa—. Me gusta ir andando.

Era un día precioso y Zoya quería llegar cuanto antes al ensayo. El Ballet Russe era lo mejor que le había ocurrido últimamente y no quería compartir su dicha con nadie, ni siquiera con aquel apuesto príncipe de cabello plateado que tan galante le ofrecía un ramo de rosas blancas… Al verlas, la joven se entristeció porque María siempre le regalaba rosas blancas en primavera, pero eso el príncipe lo ignoraba. No sabía nada de ella porque era amigo de sus padres, no suyo. De pronto, Zoya se deprimió viendo su chaqueta raída y el cuello arrugado de su camisa. Como ellas, lo había dejado todo a su espalda y salvado la vida por los pelos, llevándose solo algunas joyas y el icono que les había regalado unos días atrás.

—Podría subir y ver a la abuela —dijo Zoya y sonrió cortésmente.

—¿Eso me consideras? —preguntó el príncipe con expresión ofendida—. ¿Un amigo de tu abuela? —Zoya no quiso contestarle que sí, pero era la verdad. Parecía que tuviera mil años—. ¿Tan viejo te parezco?

—No, por Dios. Disculpe, tengo que irme. Llegaré con retraso y se enfadarán conmigo.

—Deja que te lleve en el taxi. Charlaremos por el camino.

Zoya dudó, pero después pensó que iba a llegar tarde. El príncipe abrió la portezuela del vehículo y ella subió; depositó las rosas entre ambos en el asiento. Era bonito que les hiciera regalos, pero Zoya sabía que el príncipe no podía permitirse semejantes lujos. No era extraño que Yelena estuviera molesta con ellas.

—¿Cómo está Yelena? —preguntó por decir algo mientras contemplaba los demás automóviles a través de la ventanilla—. Anoche la vi muy callada.

—No es feliz aquí —contestó el príncipe y suspiró—. No creo que ninguno de nosotros lo sea. Es un cambio tan repentino que nadie estaba preparado… —De repente, Vladimir interrumpió la frase y tomó la mano de Zoya. Lo que dijo a continuación la sorprendió—: Zoya, ¿crees que soy demasiado viejo para ti, querida mía?

Zoya retiró delicadamente la mano y, mirándolo con tristeza, contestó:

—Usted es un amigo de mi padre. Hemos pasado momentos muy difíciles y por eso nos aferramos a lo que ya no tenemos. Quizá yo formo parte de ello.

—¿Eso es lo que crees? —preguntó el príncipe sonriendo—. ¿Sabes que eres muy guapa?

Zoya se ruborizó y maldijo en silencio la blancura de su piel y su llamativa melena pelirroja.

—Muchas gracias. Pero yo soy más joven que Yelena… Estoy segura de que ella se lo tomaría muy mal…

Fue lo único que se le ocurrió mientras anhelaba llegar al Châtelet cuanto antes y así zafarse de aquella situación.

—Ella tiene su propia vida, Zoya, y yo la mía. Me gustaría llevarte alguna vez a cenar. Al Maxim’s tal vez.

Todo aquello era una locura. El champán, las rosas, la idea de ir al Maxim’s. Todos estaban en muy mala situación; él conducía un taxi, ella trabajaba en el Ballet Russe, y era absurdo que el príncipe gastara lo poco que tenía en obsequiarla. Por otra parte, Vladimir era demasiado viejo para ella, aunque no quería ofenderlo diciéndoselo.

—No creo que la abuela…

—Estarías mejor con uno de nosotros, Zoya Nikolaevna, con alguien que conozca tu mundo, antes que con cualquier estúpido mozalbete de los que andan por ahí.

—No tengo tiempo para nada de eso, Vladimir. Si me quedo en el ballet, deberé trabajar día y noche para ganarme la vida.

—Ya buscaremos el tiempo. Puedo recogerte por las noches…

El príncipe la miró esperanzado y ella sacudió tristemente la cabeza.

—No puedo, de veras que no… —Zoya vio con alivio que ya llegaban y lo miró por última vez—. Le ruego que no me espere. Lo único que quiero es olvidar lo ocurrido…, no podemos recuperar lo perdido. No sería bueno para nosotros, por favor…

El príncipe no dijo nada. Zoya descendió del vehículo y se alejó a toda prisa, dejando las rosas blancas en el asiento.

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