Zoya

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París » Capítulo 13

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13

Zoya bailó en el Ballet Russe durante todo el mes de junio, y estaba tan inmersa en su trabajo que apenas se daba cuenta de lo que ocurría en el mundo. La llegada del general Pershing y sus tropas el 13 de junio causó una enorme sensación. La ciudad enloqueció de alegría cuando los soldados desfilaron hacia la plaza de la Concordia delante del hotel Crillon. La gente saludaba con la mano, las mujeres arrojaban flores al paso de las tropas y los hombres gritaban «Vive l’Amérique!». Zoya estaba deseando regresar al barrio del Palais Royal para contarle a su abuela lo que había visto, pero apenas podía dar un paso. Cuando por fin llegó, exclamó:

—¡Abuela, hay miles de soldados!

—Pues entonces eso significa que la guerra terminará muy pronto.

Eugenia estaba cansada de las incursiones aéreas nocturnas y pensaba para sí que, cuando terminara la guerra, quizá las cosas cambiarían en Rusia y ellas podrían regresar a casa. Sin embargo, casi todo el mundo opinaba que no había posibilidad alguna de que eso ocurriera.

—¿Quieres salir a dar un paseo para verlo? —preguntó Zoya con los ojos brillantes de entusiasmo.

Era extraordinario contemplar el aire esperanzado de los franceses y los rostros juveniles de los soldados vestidos con uniformes de color caqui. En todas partes parecía renacer la esperanza.

—No me apetece ver soldados por las calles, pequeña —contestó la condesa y sacudió la cabeza. Le traía malos recuerdos y prefería quedarse en casa—. No te acerques demasiado a ellos —aconsejó a Zoya—. Las multitudes a veces son peligrosas.

Sin embargo, en ningún sitio se veía la menor señal de peligro. Fue un día feliz para todo el mundo y en el teatro decidieron interrumpir los ensayos durante una semana. Por primera vez en un mes, Zoya tuvo algo de tiempo libre para descansar, pasear y sentarse a leer un rato. Se sentía joven y despreocupada, y quería saborearlo. Aquella noche le escribió una extensa carta a María, describiendo el desfile de las tropas de Pershing y su trabajo en la compañía de ballet. Ahora ya tenía más cosas que contarle, aunque no mencionó el asunto del príncipe Vladimir. Su amiga se hubiera escandalizado ante la idea de que la condesa se mostrara favorable a aquel arreglo, pero ahora eso ya no importaba. El príncipe lo había comprendido y, aunque seguía llevándole a Eugenia pan recién hecho cuando Zoya no estaba en casa, hacía varias semanas que la joven no se tropezaba con él.

Mientras Zoya escribía, la pequeña Sava se acomodó tranquilamente sobre sus rodillas. «… Se parece tanto a Joy, que, cuando entra en la habitación, me acuerdo de ti. Aunque, en realidad, no necesito nada para acordarme de ti. Me parece increíble que nosotros todavía estemos en París y tú estés ahí…, y no podamos reunirnos en Livadia este verano. He puesto al lado de la cama aquella fotografía nuestra tan divertida…»

Zoya la contemplaba cada noche antes de dormirse. También tenía una fotografía de Olga con un Alexis de tres o cuatro años sentado sobre sus rodillas, y otra de Nicolás y Alejandra. Ahora no eran más que recuerdos, pero el hecho de escribir una carta a su amiga contribuía a mantenerlos vivos en su corazón. Precisamente la semana anterior, el doctor Botkin le había enviado una carta de María en la que esta manifestaba que todo iba bien. Pese a que todavía estaba bajo arresto domiciliario, les habían dicho que en septiembre podrían trasladarse a Livadia. Por su parte, ella estaba completamente restablecida y pedía perdón a Zoya por haberle contagiado el sarampión, aparte de que le hubiera gustado verla toda cubierta de manchas. Zoya leía las cartas sonriendo entre lágrimas.

Estaba releyendo por enésima vez la carta de su prima, cuando recibió el mensaje. Tendría que bailar Petrushka con el Ballet Russe en el Teatro de la Ópera en honor del general Pershing y sus tropas. Como era de esperar, la condesa se mostró muy contrariada. Bailar para unos soldados le pareció todavía peor que hacerlo en el Châtelet, pero esta vez no intentó siquiera disuadir a Zoya, sabía muy bien que hubiera sido inútil.

Para entonces, Pershing y su Estado Mayor ya habían instalado su cuartel general en la rue Constantine frente a los Inválidos, y el general vivía en la orilla izquierda del Sena cerca de la rue de Varenne en un precioso hôtel particulier cedido por Ogden Mill, un norteamericano que servía en el cuerpo de Infantería.

—Quiero que esta noche te acompañe Fiodor —le dijo su abuela cuando Zoya ya se disponía a salir hacia el Teatro de la Ópera.

—No seas tonta, abuela, no me pasará nada. No pueden ser distintos de los generales rusos. Estoy segura de que se comportarán correctamente. No tengas miedo de que irrumpan en el escenario y nos rapten a la fuerza. —Aquella noche el famoso bailarín Nijinski bailaría con ellos, y Zoya estaba deseando verlo. Se emocionaba de pensar que bailaría con él en el mismo escenario—. No me pasará nada, te lo prometo.

—No irás sola. O Fiodor, o el príncipe Vladimir. Elige lo que prefieras.

La condesa sabía muy bien a quién elegiría, aunque en su fuero interno lo lamentaba. No había vuelto a hablarle del príncipe porque comprendía que Zoya tenía razón. Vladimir era demasiado viejo para ella.

—De acuerdo —dijo Zoya, riéndose—. Iré con Fiodor. Pero se aburrirá mortalmente, esperando entre bambalinas.

—No se aburrirá si te espera a ti, cariño.

El anciano criado las servía con una devoción que rozaba el fanatismo, por lo que Eugenia estaba segura de que Zoya estaría a salvo con él. La joven accedió solo para tranquilizar a su abuela.

—Por lo menos, dile que no se entrometa.

—No hará tal cosa.

Juntos tomaron un taxi para dirigirse a la Ópera, y en un abrir y cerrar de ojos, Zoya se vio engullida por los preparativos de la función en honor de Pershing y sus hombres. Estaban previstos otros festejos y agasajos en la Opéra Comique, la Comédie Française y otros teatros de la ciudad. París los había acogido con los brazos abiertos.

Cuando aquella noche se levantó el telón, Zoya bailó mejor que nunca. El solo hecho de saber que Nijinsky estalla allí la estimulaba. El propio Diaghilev se acercó a hablar con ella al término del primer acto. Sus elogios la emocionaron tanto que, a partir de aquel momento, bailó con tal entusiasmo que cuando bajó el telón apenas se dio cuenta de que la representación había finalizado. Hubiera querido que no terminara jamás. Se inclinó en reverencia ante los espectadores con todos los componentes de la compañía y se retiró al camerino común. Las primeras bailarinas tenían camerinos individuales, y tendrían que pasar muchos años antes de que ella pudiera disfrutar de aquel privilegio, aunque en realidad no le importaba. Ella solo quería bailar. Mientras se quitaba lentamente las zapatillas, se sintió orgullosa de su actuación. Le dolían los dedos de los pies, pero le daba igual. Era un precio exiguo a cambio de aquella felicidad. Se había olvidado incluso del general y los miembros de su Estado Mayor. Aquella noche solo podía pensar en el baile. Al levantar los ojos vio con asombro que una de sus profesoras había entrado en la estancia.

—Estáis todas invitadas a la recepción que ofrece el general en su casa —anunció la profesora—. Dos camiones militares os llevarán allí. ¡Champán para todo el mundo! —añadió y las miró con orgullo mientras las chicas reían emocionadas.

La presencia de los norteamericanos había vitalizado París. Se celebraban fiestas y representaciones en todas partes. De repente, Zoya se acordó de Fiodor, que la estaba aguardando fuera. Le apetecía asistir a la fiesta con sus compañeros, a pesar de los temores de su abuela. Salió en busca de Fiodor y lo encontró tan aburrido como imaginaba. Se sentía ridículo rodeado de mujeres vestidas con mallas y tutús y hombres medio desnudos. La evidente inmoralidad de la situación lo horrorizaba.

—¿Sí, mademoiselle?

—Tengo que asistir a una recepción con el resto de la compañía —le explicó Zoya—, y no puedo llevarte conmigo, Fiodor. Vete a casa con la abuela. Yo volveré en cuanto pueda.

—No —dijo Fiodor, sacudiendo solemnemente la cabeza—. Le hice una promesa a Eugenia Petrovna. Le dije que la acompañaría a casa.

—Pero no puedes venir con nosotros. Te aseguro que no me ocurrirá nada.

—Se enfadará mucho conmigo.

—No, por eso no te preocupes. Yo misma se lo explicaré cuando vuelva a casa.

—La esperaré —dijo el anciano, impertérrito.

Zoya sintió el impulso de ponerse a gritar. No quería que nadie la acompañara. Quería ser como los demás componentes del ballet. Al fin y al cabo, ya no era una niña, sino una mujer adulta de dieciocho años. Quizá, con un poco de suerte, hasta podría hablar con Nijinsky… u otra vez con el señor Diaghilev. Le interesaban mucho más ellos que los hombres de Pershing. Pero, primero, tenía que convencer a Fiodor de que regresara a casa. Al final, tras una prolongada discusión, el anciano accedió a marcharse, aun sabiendo que la condesa se pondría furiosa con él.

—Te prometo que se lo explicaré todo.

—Muy bien, mademoiselle.

Fiodor se tocó la frente, hizo una reverencia y se retiró por la puerta de artistas mientras Zoya suspiraba de alivio.

—¿A qué viene todo esto? —le preguntó a Zoya una de sus compañeras.

—Es un amigo de la familia —contestó Zoya sonriendo.

Allí nadie conocía sus circunstancias y a nadie le importaban. Lo único que les interesaba era el ballet, no las lacrimógenas historias de cómo se había incorporado ella al ballet. Además, le daba vergüenza que el viejo criado la esperara montando guardia como un cosaco. Zoya regresó al vestuario y se cambió de ropa para la recepción del general Pershing. Todos estaban de buen humor y alguien incluso había descorchado una botella de champán.

Subieron alegremente a los camiones militares y cruzaron el puente de Alejandro III, entonando tradicionales canciones rusas. Varias veces les tuvieron que llamar la atención, diciéndoles que se comportaran mientras se dirigían a la residencia del general Pershing. Este los recibió con uniforme de gala en el lujoso vestíbulo de mármol. La casa, aunque más pequeña, le recordó a Zoya los palacios de San Petersburgo. Los suelos de mármol, las columnas y escalinatas le eran muy familiares, y evocaban en ella un mundo que había abandonado apenas unos meses atrás.

Los acompañaron a un vasto salón de baile con las paredes revestidas de espejos, columnas doradas y chimeneas de mármol, genuino estilo Luis XV. Zoya se sintió de repente muy joven mientras los bailarines de la compañía reían y bebían champán. Una banda militar inició los acordes de un lento vals. Al oír la música, Zoya experimentó un irreprimible impulso de llorar y salió al jardín.

—¿Me permite que le traiga algo de beber, mademoiselle? —La voz era inequívocamente norteamericana, pero se expresaba en perfecto francés. Al volverse, Zoya vio a un alto y apuesto hombre de cabello entrecano y ojos intensamente azules. Parecía amable y había intuido que le pasaba algo—. ¿Le ocurre algo?

Zoya negó en silencio con la cabeza y apartó el rostro para enjugarse las lágrimas que surcaban sus mejillas. Llevaba un sencillo vestido blanco, regalo de Alejandra el año pasado. Era uno de los pocos vestidos bonitos que consiguió llevar consigo, y le sentaba de maravilla.

—Lo siento…, yo… —¿Cómo hubiera podido explicarle a aquel desconocido lo que sentía? Deseó que la dejara en paz con sus recuerdos, pero el hombre no parecía dispuesto a retirarse—. Qué bonito es todo esto.

Recordó el mísero apartamento en las inmediaciones del Palais Royal y pensó en lo mucho que habían cambiado sus vidas, en contraste con el hermoso jardín donde se encontraba.

—¿Pertenece usted al Ballet Russe?

—Sí —contestó Zoya, y sonrió con la esperanza de que él olvidara sus lágrimas mientras escuchaba los lejanos compases de un nuevo vals. Pronunció la palabra con orgullo, pensando en su suerte—. ¿No le parece que Nijinsky ha estado maravilloso esta noche?

El hombre rio turbado y se acercó un poco más a ella. Zoya se fijó de nuevo en lo alto y apuesto que era.

—Me temo que no soy un gran aficionado al ballet. Lo de esta noche ha sido para algunos de nosotros como una orden.

—No me diga —replicó Zoya, riéndose—. ¿Y lo ha pasado muy mal?

—Bastante —contestó el desconocido, mirándola con ojos risueños—. Hasta este momento. ¿Le apetece una copa de champán?

—Dentro de un ratito tal vez. Se está tan bien aquí. —El jardín era un remanso de paz comparado con las risas y los bailes del salón—. ¿Usted vive aquí?

—Nos han instalado en una casa de la rue du Bac —contestó el hombre sonriendo—. No es tan lujoso como esto, pero es bonito y queda muy cerca.

El militar observó que Zoya se movía con discreta elegancia y poseía algo más que la gracia de una bailarina. Emanaba una majestuosa dignidad y un aire de inmensa tristeza a pesar de su sonrisa.

—¿Pertenece usted al Estado Mayor del general?

—Sí. —Era uno de sus ayudantes de campo, pero le ahorró a Zoya los detalles—. ¿Lleva usted mucho tiempo en el Ballet Russe?

No podía ser demasiado porque parecía muy joven.

Al final, pasaron del francés al inglés, que ella dominaba muy bien por sus estudios en el Instituto Smolny.

—Llevo solo un mes —repuso Zoya sonriendo—. Para desesperación de mi abuela.

—Sus padres deben de estar muy orgullosos de usted. —Al ver la tristeza de sus ojos, el hombre lamentó haber hecho el comentario.

—Mis padres fueron asesinados en San Petersburgo en el mes de marzo… —Zoya pronunció las palabras casi en un susurro—. Vivo con mi abuela.

—Lo siento…, me refiero a lo de sus padres… —El brillo de sus ojos casi provocó a Zoya un nuevo acceso de llanto. Era la primera vez que hablaba de todo aquello con alguien. Sus compañeros del cuerpo de baile no sabían apenas nada de ella, pero por una razón inexplicable le pareció que con aquel desconocido podía hablar de cualquier cosa. Su elegancia, sus modales, su cabello oscuro entremezclado con hebras plateadas y el brillo de sus ojos le recordaban en cierto modo a Konstantin—. ¿Vino aquí con su abuela?

No sabía por qué, pero ella lo fascinaba. Lo atraía su juventud y su belleza, y aquellos grandes ojos verdes tan tristes.

—Sí, llegamos hace dos meses… desde… después de…

Al ver que Zoya no podía continuar, se acercó y la tomó del brazo.

—Demos un paseo, ¿le parece bien, mademoiselle? Y quizá después tomaremos una copa de champán.

Fueron hasta la estatua de Rodin y pasaron el rato hablando de París, la guerra y los temas que resultaban menos dolorosos para ella.

—Y usted, ¿de dónde es? —preguntó Zoya con una sonrisa.

—Nueva York.

Zoya nunca había pensado demasiado en Estados Unidos. Se le antojaba terriblemente remoto.

—¿Cómo es aquello?

—Muy grande y bullicioso. Me temo que no tan bonito como esto, pero me gusta vivir allí —contestó riéndose. Hubiera querido preguntarle cosas sobre San Petersburgo, pero intuyó que no era el lugar ni el momento adecuado—. ¿Baila usted todos los días?

—Casi. Antes de la función de esta noche, me habían concedido una semana de descanso.

—¿Y qué hace en su tiempo libre?

—Salgo a pasear con mi abuela. Escribo a mis amigos, leo…, duermo…, juego con mi perra.

—Parece una vida muy agradable. ¿De qué raza es su perra?

Eran preguntas estúpidas, pero le servían para tenerla cerca. La chica debía de tener por lo menos la mitad de su edad, pero era tan bonita que sentía deseos de estar a su lado.

—Cocker spaniel —contestó Zoya—. Regalo de alguien a quien aprecio mucho.

—¿Un caballero? —preguntó él, intrigado.

—¡No, no! —Zoya rio—. ¡Una chica! Mi prima, para ser más precisos.

—¿Trajo a la perra consigo desde Rusia?

—Pues, sí. —Zoya inclinó la cabeza y la cascada pelirroja le ocultó los ojos—. Creo que el viaje le sentó mejor que a mí. Yo llegué a París con el sarampión. Qué estupidez por mi parte, ¿verdad? —añadió, riéndose como una chiquilla.

De repente, el hombre se dio cuenta de que ni siquiera sabía su nombre.

—En absoluto —dijo—. ¿No cree usted que deberíamos presentarnos?

—Zoya Nikolaevna Ossupov.

Ella levantó los ojos y se inclinó en graciosa reverencia.

—Clayton Andrews. Capitán Clayton Andrews, debiera haber dicho.

—Mi hermano también era capitán… de la Guardia Preobrajensky. Seguramente nunca habrá oído hablar de ella —dijo Zoya, mirándolo expectante.

Clayton vio en sus ojos una inmensa tristeza. Sus estados de ánimo cambiaban vertiginosamente y, por primera vez en su vida, él comprendió por qué la gente afirmaba que los ojos eran el espejo del alma. Los de aquella muchacha parecían conducir a un mágico mundo de brillantes, esmeraldas y lágrimas no derramadas. Sin saber por qué, experimentó el deseo de hacerla feliz y lograr que bailara, riera y sonriera de nuevo.

—Me temo que no sé muchas cosas de Rusia, señorita Nikolaevna Ossupov.

—En tal caso, estamos en paz. —Zoya esbozó una leve sonrisa—. Yo no sé nada sobre Nueva York.

Clayton la acompañó al salón de baile y le trajo una copa de champán mientras los demás bailaban un vals.

—¿Me concede este baile?

Zoya dudó, pero, al fin, aceptó. Clayton posó su copa en una mesita y la guio en un cadencioso vals que a Zoya le recordó las veces que bailaba con su padre. Si cerrara los ojos, estaría en San Petersburgo… La voz de Clayton interrumpió sus pensamientos.

—¿Baila usted siempre con los ojos cerrados, mademoiselle? —preguntó en tono burlón.

Zoya lo miró sonriendo. Se sentía a gusto en sus brazos y se alegraba de poder bailar con un hombre alto y apuesto en una mágica noche, y en una casa tan hermosa…

—Es tan bonito estar aquí, ¿no cree?

—Ahora, sí.

Sin embargo, Clayton lo había pasado mejor en el jardín. Era más fácil hablar con ella allí que en medio de la música y la gente. Al finalizar el baile, el general Pershing le hizo señas de que se acercara y tuvo que dejarla. Cuando volvió en su busca, Zoya ya se había marchado. La buscó por todas partes e incluso salió otra vez al jardín, pero sin éxito. Preguntó por ella y le dijeron que un primer grupo de bailarines ya se había marchado en un camión del ejército. Clayton regresó a su residencia con aire abatido y, mientras bajaba por la rue du Bac, recordó su nombre y sus grandes ojos verdes. Se preguntó quién sería en realidad. Algo en ella lo intrigaba profundamente.

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