Zoya

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París » Capítulo 16

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La presentación de Clayton fue mucho más fácil de lo que ellos esperaban. Zoya le explicó a su abuela que le había conocido en la recepción del general Pershing y Eugenia lo invitó a tomar el té. En un principio la condesa se mostró un poco reacia porque una cosa era invitar al príncipe Vladimir, cuyas circunstancias personales eran semejantes, y otra muy distinta invitar a alguien apenas conocido. Zoya compró media docena de pastelillos y una barra de pan de las que tanto escaseaban, y Eugenia preparó una humeante tetera. No podrían ofrecerle ninguna fineza, ni bandeja de plata, ni servilletas de encaje ni samovar, pero lo que más preocupaba a Eugenia era el motivo de la visita del capitán. Cuando Fiodor le abrió la puerta a las cuatro en punto, el propio Clayton Andrews disipó casi todos los temores de la condesa. Traía sendos ramos de flores y una tarta de manzana, y se comportó como todo un caballero, saludando a Zoya y a su abuela con respetuosa cordialidad. Apenas miró a Zoya mientras hablaba sobre sus viajes, sus conocimientos de la historia rusa y su adolescencia en Nueva York. Al igual que le ocurriera a Zoya, su cordialidad, su ingenio y su encanto a Eugenia le recordaron a Konstantin. Cuando, al final, envió a Zoya a la cocina a preparar otra tetera, la condesa miró a su invitado en silencio y comprendió la razón de su visita. Era demasiado mayor para la muchacha y, sin embargo, no le desagradaba. Parecía un hombre en extremo cortés y refinado.

—¿Qué quiere de ella? —preguntó inesperadamente Eugenia mientras Zoya se encontraba todavía en la cocina.

—No estoy seguro —contestó Clayton, mirándola con sinceridad a los ojos—. Jamás había hablado con una chica de su edad. Podría intentar tal vez ser su amigo…, de ustedes dos.

—No juegue con ella, capitán Andrews. Tiene toda la vida por delante y lo que usted haga ahora podría suponer un cambio muy desagradable. Parece que ella le aprecia mucho. Quizá eso ya es suficiente. —Sin embargo, ninguno de ellos lo creía. La condesa sabía mucho mejor que él que, cuando ambos se encariñaran, la vida de Zoya nunca volvería a ser la misma—. Todavía es muy joven.

Clayton asintió en silencio, aprobando la sabiduría de aquellas palabras. Durante la semana anterior había pensado más de una vez que era un insensato al pretender a una muchacha tan joven. ¿Qué ocurriría cuando tuviera que marcharse de París? No sería justo aprovecharse de ella y después plantarla sin más.

—En otras circunstancias y en otra clase de vida, esto no hubiera sido posible.

—Lo sé muy bien, condesa. Pero, por otra parte —dijo Clayton defendiendo su causa—, los tiempos han cambiado, ¿no le parece?

—En efecto.

Justo en aquel momento Zoya entró de nuevo en la estancia y les sirvió otra taza de té. Después mostró a Clayton las fotografías del verano anterior en Livadia con la perra Joy brincando a sus pies, el zarévich sentado a su lado en el yate, Olga, María, Tatiana y Anastasia, la tía Alejandra y el zar. Era casi una lección de historia moderna. Zoya lo miró más de una vez con una alegre sonrisa, recordando detalles y ofreciendo explicaciones mientras él la escuchaba, sabiendo ya la respuesta a las preguntas de Eugenia. Sentía por aquella muchacha algo más que amistad. Aunque fuera poco más que una chiquilla, había en ella algo que le llegaba al alma y le hacía experimentar sentimientos jamás experimentados por nadie. Y sin embargo, ¿qué podía ofrecerle? Tenía cuarenta y cinco años, estaba divorciado y se encontraba en Francia para combatir en una guerra. En aquellos momentos, no podía ofrecerle absolutamente nada, y dudaba que en el futuro pudiera ofrecerle algo. Ella se merecía un hombre más joven, alguien con quien crecer y reírse y compartir recuerdos. Pese a todo, ansiaba estrecharla en sus brazos y prometerle solemnemente que ya nada volvería a hacerla sufrir.

Cuando Zoya guardó las fotografías, Clayton llevó a las dos a dar un paseo en automóvil. Se detuvieron en el parque y Zoya jugó con Sava sobre la hierba. En cierto momento, la perrita se puso a brincar y a ladrar. Zoya corrió riendo y casi chocó con Clayton. Sin pensarlo ni un momento, este la rodeó con sus brazos y la estrechó contra sí mientras ella lo miraba, riendo como la chiquilla de las fotografías. Eugenia parecía preocupada por lo que pudiera ocurrir.

Cuando Clayton las acompañó nuevamente a casa, Eugenia le dio las gracias y aprovechó un momento en que Zoya se apartó para confiarle la perrita a Fiodor.

—Piénselo bien, capitán —dijo la condesa—. Lo que para usted puede ser simplemente un intermedio podría cambiar toda la vida de mi nieta. Sea prudente, se lo ruego… y, por encima de todo, sea bueno.

—¿Qué le has dicho, abuela? —preguntó Zoya cuando él se marchó.

—Le he dado las gracias por la tarta de manzana y lo he invitado a que nos visite cuando quiera —contestó tranquilamente mientras retiraba las tazas.

—¿Nada más? Parecía muy serio, como si le hubieras dicho algo muy importante. Y no sonrió cuando me dijo adiós.

—Tal vez piensa en todo eso, pequeña. La verdad es que me parece muy mayor para ti —dijo cautelosamente la condesa.

—Pero a mí no me importa. Es muy amable y simpático.

—Claro.

Eugenia asintió en silencio y ansió que fuera lo bastante simpático como para no volver a visitarlas. Zoya corría mucho peligro a su lado y, si se enamoraba de él, ¿qué ocurriría? Podría ser un desastre.

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