Zoya

Zoya


París » Capítulo 18

Página 24 de 60

18

A medida que avanzaba el invierno y el tiempo empeoraba, la gente parecía cada vez más pobre y más hambrienta. La gran afluencia de refugiados en París hizo que los joyeros pagaran precios cada vez más bajos. Eugenia vendió sus últimos pendientes el 1 de diciembre y le pagaron una miseria. Ahora solo tenían el sueldo de Zoya, que apenas les alcanzaba para comer y pagar el alquiler del apartamento. El príncipe Markovsky también tenía sus problemas. El coche se le averiaba a cada momento y él estaba cada vez más delgado y famélico. A pesar de todo, esperaba tiempos mejores y mantenía informadas a sus amigas sobre los refugiados que iban llegando.

En medio de aquella pobreza, del frío glacial y la falta de alimentos, Eugenia agradecía la presencia de su huésped, cuyo mísero salario apenas le permitía pagar la habitación. Sin embargo, el joven siempre trataba de llevar algo a casa, como, por ejemplo, media barra de pan, un tronco para la estufa o algunos libros para que Eugenia se entretuviera. Encontró incluso algunos en ruso, vendidos probablemente por unos pobres refugiados para comprar una barra de pan duro. Era muy atento y considerado, y siempre procuraba obsequiar algo a Zoya. Una vez la oyó comentar que le encantaba el chocolate y consiguió comprarle una pequeña tableta.

Con el paso de las semanas, la muchacha se ablandó y agradeció sus regalos, pero, sobre todo, le agradeció su amabilidad para con la condesa, que padecía reumatismo en las rodillas y tenía dificultades para subir y bajar la escalera. Una tarde, Zoya regresó de los ensayos a casa y sorprendió a Antoine llevando a su abuela en brazos por la escalera, lo cual debía de ser un tremendo esfuerzo dada la lesión de su pierna. Siempre estaba dispuesto a ayudar y Eugenia le tenía mucho aprecio. La condesa había observado, además, que se había enamorado de Zoya. Se lo comentó más de una vez a la muchacha, pero ella insistió en que no había reparado en ello.

—No sé cómo no percibes que le gustas, pequeña.

Sin embargo, lo que más preocupaba a Zoya era la persistente tos de su abuela. La condesa llevaba varias semanas resfriada y Zoya temía que hubiera contraído la gripe española que mató a Fiodor o la temida tuberculosis que tantas víctimas se cobraba en París. Su propia salud tampoco era tan buena como antes. La escasez de comida y el duro esfuerzo de su trabajo la habían dejado en los puros huesos y su rostro infantil parecía de repente mucho más viejo.

—¿Cómo está su abuela? —preguntó Antoine una noche en que ambos estaban preparando la cena en la cocina, tal como solían hacer habitualmente. Ya no se turnaban cuando ella tenía noches libres, sino que cocinaban juntos y, cuando Zoya trabajaba, el joven preparaba la cena para Eugenia y muchas veces incluso compraba la comida antes de volver a casa, pagándola de su propio bolsillo con el poco dinero que obtenía de las clases—. Esta tarde la he visto muy pálida.

Antoine miró a Zoya preocupado mientras ella cortaba dos zanahorias a repartir entre los tres. Estaba harta de los estofados que comían casi todas las noches porque eran el mejor medio de disimular la baja calidad de la carne y la casi total ausencia de verduras.

—Me preocupa su tos, Antoine. La veo peor, ¿usted no? —El joven asintió en silencio y añadió dos trocitos de carne a la cazuela en la que Zoya hervía las zanahorias en un aguado caldo. Aquella noche ni siquiera había pan. Por fortuna ninguno de ellos tenía demasiado apetito—. Creo que mañana la llevaré al médico.

Era un lujo que a duras penas podían permitirse porque ya no les quedaba nada por vender, solo la última pitillera de su padre y tres estuches de plata de su hermano que Eugenia había prometido conservar.

—Conozco a uno en la rue Godot de Mauroy; si quiere, le doy el nombre. Es barato.

Se dedicaba a practicar abortos a las prostitutas, pero era mejor que la mayoría de los que ejercían en la zona. Antoine había acudido varias veces a su consultorio por la lesión de la pierna y lo consideraba experto y amable. El frío y la humedad del invierno lo afectaban muchísimo y Zoya había observado que su cojera era más pronunciada. Sin embargo, se lo veía más feliz que al principio. Le gustaba convivir con personas honradas y preocuparse por la condesa. A la muchacha nunca se le ocurrió pensar que ella fuera la causa de su optimismo y que por las noches permaneciera despierto en la cama, soñando con su amor.

—¿Qué tal la abuela hoy? —preguntó Zoya mientras esperaba que el caldo hirviera.

Ahora lo miraba con más simpatía y él se atrevía incluso a tomarle el pelo de vez en cuando, tal como solía hacer su hermano en otros tiempos. No era guapo, pero tenía mucho sentido del humor y una gran inteligencia y cultura. Durante las incursiones aéreas y las frías noches invernales, eso las compensaba de la falta de alimento, calor y los mínimos placeres de la vida.

—Bien. Pero estoy deseando que lleguen las vacaciones para ponerme al día en mis lecturas. ¿Quiere que alguna noche vayamos al teatro? Conozco a alguien que nos permitiría entrar gratis en la Opéra Comique, si le gusta.

Aquel comentario le recordó a Zoya los días de verano que pasó con Clayton. Llevaba mucho tiempo sin saber nada de él y suponía que debía de estar muy ocupado con el general Pershing, el cual planificaba en secreto toda la campaña de Francia. Solo Dios sabía cuándo volvería a verlo. Sin embargo, ahora ya se había acostumbrado a la situación y no era la primera vez que perdía a las personas que amaba. Apartó a Clayton de su mente y volvió a Antoine y a su ofrecimiento de acompañarla al teatro.

—Me encantaría visitar un museo alguna vez.

La compañía de Antoine era muy agradable, aunque no se pareciera en nada a sus refinados amigos rusos de antaño.

—En cuanto termine las clases, iremos. ¿Cómo está el estofado? —preguntó el joven, riendo.

—Tan fatal como siempre.

—Me gustaría añadirle especias.

—Pues a mí me gustaría añadirle verdura y fruta como Dios manda. Estoy harta de zanahorias pasadas. Cuando pienso en la comida que teníamos en San Petersburgo, me entran ganas de llorar. Entonces no le daba ninguna importancia. ¿Sabe?, anoche soñé con comida.

En cambio, Antoine había soñado con su mujer, pero no lo dijo. Se limitó a ayudar a Zoya a poner la mesa.

—Por cierto, ¿cómo va la pierna?

Zoya sabía que no le gustaba hablar del tema, pero más de una vez le había preparado una botella de agua caliente y él decía que lo aliviaba.

—El frío no le sienta muy bien. Alégrese de ser joven. Su abuela y yo no tenemos esa suerte.

Antoine miró sonriendo a Zoya mientras esta distribuía el magro estofado en tres cuencos desportillados. La muchacha sentía deseos de llorar cuando pensaba en las preciosas vajillas de porcelana que utilizaban todas las noches en el palacio de Fontanka. Eran cosas que daba por descontadas y que ya nunca volvería a ver. Lo recordó todo con tristeza mientras Antoine se dirigía al dormitorio de Eugenia para avisarla de que la cena estaba lista. El joven regresó preocupado y miró a Zoya con inquietud.

—Dice que no tiene apetito. ¿Quiere que avise al médico?

Zoya dudó un instante, sin saber qué hacer. Una visita nocturna a domicilio sería más cara que una visita al consultorio.

—Vamos a ver cómo se encuentra después de cenar. Quizá solo está cansada. Le llevaré un té dentro de un ratito. ¿Está acostada?

—Está adormilada en la silla, con la labor de punto.

La condesa llevaba varios meses trabajando con la lana y había prometido a Zoya hacerle un jersey.

Ambos jóvenes se sentaron a cenar y, por acuerdo tácito, no tocaron el tercer cuenco, a pesar de lo hambrientos que estaban. Pensaron que a la condesa tal vez le apetecería cenar más tarde.

—¿Qué tal fue el ensayo?

Antoine se interesaba siempre por su trabajo y, pese a no ser guapo, la juvenil expresión de sus ojos resultaba muy atrayente. Llevaba el ralo cabello rubio peinado con raya en medio y tenía unas hermosas manos. Hacía tiempo que ya no le temblaban y no parecía tan nervioso, aunque la pierna le dolía constantemente.

—Bien. Ojalá volviera el Ballet Russe. Echo de menos bailar con ellos. Esta gente no sabe lo que se lleva entre manos.

Pero, por lo menos, el sueldo le servía para comprar comida. No se podía dejar un empleo así como así en el invierno de 1917 en París.

—Hoy me he tropezado en un café con unos desconocidos que hablaban del golpe de Estado en Rusia el mes pasado. Hablaban de Trotsky, Lenin y los bolcheviques con dos pacifistas que estuvieron a punto de liarse con ellos a puñetazos. Menudo pacifismo —añadió con una pícara sonrisa—. No sabe lo bien que lo he pasado.

Los bolcheviques inspiraban por aquel entonces muchos sentimientos hostiles y Antoine, como otros muchos, compartía las opiniones de los pacifistas.

—No sé cómo repercutirá eso en los Romanov —dijo Zoya en voz baja—. Llevo mucho tiempo sin recibir carta de Siberia.

Estaba preocupada, pero se consolaba pensando que tal vez el doctor Botkin no había podido hacer llegar sus cartas a Mashka. Era una posibilidad y no debía impacientarse. En aquellos momentos, la paciencia era muy necesaria y todo el mundo aguardaba tiempos mejores. Zoya esperaba poder vivir para verlo. Se temía incluso un ataque contra París, cosa harto improbable, con tantas tropas inglesas y norteamericanas en Francia. Sin embargo, después de lo que había visto en Rusia nueve meses antes, todo le parecía posible.

Más tarde, Zoya tomó el tercer cuenco de estofado y se lo llevó a su abuela, pero a los pocos minutos regresó con él. En voz baja le dijo a Antoine:

—Está durmiendo. Es mejor no despertarla. Le pondré una manta encima para que no coja frío. —Era una de las mantas regalo de Clayton el verano anterior—. No se olvide de darme el nombre del médico mañana antes de irse a la escuela.

—¿Quiere que la acompañe? —preguntó Antoine, mirándola inquisitivamente.

Zoya sacudió la cabeza en un involuntario gesto de independencia. No había llegado tan lejos, prácticamente por su cuenta, para acabar dependiendo de alguien. Aunque fuera alguien tan modesto como su huésped.

La muchacha lavó los platos y se sentó en la salita a calentarse las manos con el fuego de la chimenea mientras él la miraba en silencio. El resplandor del fuego arrancaba destellos dorados a su cabello y sus ojos verdes parecían danzar. Antoine se acercó, en parte para calentarse y en parte para estar a su lado.

—Tiene un cabello muy bonito… —dijo impulsivamente.

Al ver que ella lo miraba asombrada, se ruborizó.

—Usted también —contestó en tono de chanza, recordando los duelos verbales con Nicolai—. Perdone, no quería ofenderlo… Pensaba en mi hermano —añadió y contempló el fuego con aire pensativo.

—¿Cómo era? —preguntó Antoine apenas logrando reprimir el deseo de tocarla.

—Maravilloso, considerado, simpático, valiente y guapísimo. Tenía el cabello oscuro como mi padre y los ojos verdes. Le gustaban mucho las bailarinas —añadió riendo—. Su afición la compartía toda la familia imperial y, especialmente, Nicolás. Sin embargo, ahora se hubiera enfadado mucho conmigo —miró a Antoine con una triste sonrisa—. Se hubiera puesto furioso de haber sabido que bailaba…

—Estoy seguro de que lo comprendería. Tenemos que hacer lo que sea para sobrevivir. No hay muchas opciones. Debían de estar ustedes muy unidos.

—En efecto. —Y Zoya añadió casi sin querer—: Mi madre enloqueció cuando lo mataron.

Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordarlo agonizando y desangrándose mientras su abuela le cubría inútilmente las heridas con tiras de sus enaguas. La pequeña Sava se acercó a la silla y le lamió la mano, obligándola así a regresar al presente.

Ambos permanecieron sentados largo rato junto al fuego, sumidos en sus propios pensamientos hasta que Antoine se atrevió a ser algo más osado.

—¿Qué quiere hacer en la vida? ¿Lo ha pensado alguna vez?

—Bailar, supongo —contestó ella, sorprendida por la pregunta.

—¿Y después?

Antoine sentía curiosidad y raras veces tenía oportunidad de hablar a solas con Zoya.

—Antes quería casarme y tener hijos.

—¿Y ahora? ¿Ya no lo piensa?

—Casi nunca. Las bailarinas no suelen casarse. Siguen bailando hasta que se lesionan o se dedican a la enseñanza.

Las grandes bailarinas que conocía jamás se habían casado, y Zoya ya no estaba muy segura de que eso le importara. No podía imaginarse casada con nadie. Clayton era solo un amigo, el príncipe Markovsky era demasiado viejo, los bailarines de la compañía estaban totalmente excluidos y no se imaginaba casada con Antoine. No conocía a nadie y, además, tenía que cuidar de Eugenia.

—Sería una esposa estupenda.

Antoine lo dijo tan serio que Zoya se echó a reír.

—Mi hermano le hubiera dicho que estaba loco. Soy una pésima cocinera, no me gusta coser, no sé pintar acuarelas ni hacer calceta. No estoy muy segura de que sepa llevar una casa, aunque eso ahora no importa…

Zoya sonrió mientras él la miraba en silencio.

—El matrimonio es algo más que cocinar y coser.

—Pues, desde luego, no sé si sabría hacer bien este «algo más» que usted dice —replicó Zoya y rio mientras él se ruborizaba.

—¡Zoya! —exclamó Antoine, escandalizado.

—Perdón.

Sin embargo, la joven no parecía demasiado arrepentida cuando empezó a acariciar a Sava. Hasta la perrita estaba en los puros huesos por falta de comida.

—Puede que algún día alguien le haga dejar el baile.

Sin embargo, Zoya no bailaba por afición sino por necesidad. Tenía que trabajar para mantenerse y mantener a la condesa, y el baile era lo único que se le daba bien. Por lo menos, era algo.

—Será mejor que acueste a la abuela, de lo contrario, mañana le dolerán mucho las rodillas.

Zoya se levantó y se desperezó. Se dirigió al dormitorio, seguida de Sava. Eugenia ya se había despertado y estaba poniéndose el camisón.

—¿Quieres el estofado, abuela?

Aún la estaba esperando en la cocina.

—No, cariño —contestó la condesa y negó con la cabeza—. Me siento demasiado cansada para comer. ¿Por qué no lo guardas para mañana? —Con la cantidad de gente que se moría de hambre en París, tirarlo hubiera sido un crimen—. ¿Qué hacías en la otra habitación?

—Hablar con Antoine.

—Es un buen muchacho —dijo Eugenia, y miró con intención a Zoya, quien no pareció darse cuenta.

—Me ha dado el nombre de un médico de la rue Godot de Mauroy. Quiero llevarte allí mañana antes del ensayo.

—No necesito ningún médico.

La condesa se trenzó el cabello y, momentos después, se acostó con bastante esfuerzo en la cama. La habitación estaba fría y las rodillas le dolían muchísimo.

—No me gusta la tos que tienes.

—A mi edad, hasta la tos es una bendición. Significa que, por lo menos, aún estoy viva.

—No hables así.

Desde la muerte de Fiodor, Eugenia decía constantemente cosas por el estilo. Su desaparición la había afectado profundamente y, por si fuera poco, el dinero se les estaba acabando.

Zoya se puso el camisón, apagó la luz y abrazó a su abuela para darle calor en la fría noche de diciembre.

Ir a la siguiente página

Report Page