Zoya

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París » Capítulo 23

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Contrariamente a lo prometido por él, Zoya no volvió a tener noticias suyas. Las estrategias y maniobras eran alto secreto y los miembros del Estado Mayor se encontraban prácticamente aislados del mundo, junto al Marne, tratando de proteger París.

En marzo se inició la última gran ofensiva alemana, que llegó hasta las afueras de la ciudad. Las granadas estallaban en las calles y Eugenia temía salir.

Los bombardeos decapitaron la estatua de San Lucas en la iglesia de la Madeleine. Por todas partes, la gente tenía hambre, frío y miedo. Diaghilev le ofreció a Zoya la oportunidad de escapar. El 3 de marzo iniciaría una gira por España, pero la muchacha no podía abandonar a Eugenia en París. Decidió quedarse pese al reducido número de funciones previstas. Recorrer las calles de París era demasiado peligroso. Solo por un milagro consiguió sobrevivir a la destrucción de la iglesia de los Santos Gervasio y Protasio, cerca del ayuntamiento, el Viernes Santo. Decidió ir allí en lugar de como siempre a San Alejandro Nevsky, y abandonó el templo momentos antes de que las bombas derrumbaran su tejado matando a setenta y cinco personas e hiriendo a casi cien.

La gente abandonaba París, abarrotando los trenes hacia Lyon y el sur de Francia. Cuando Zoya sugirió a su abuela la posibilidad de marcharse, la condesa se enfureció.

—¿Cuántas veces crees que podré hacerlo? ¡No, no y no, Zoya! ¡Que me maten aquí! ¡Que se atrevan! ¡Vine huyendo desde Rusia y ya no quiero huir más!

Fue la primera vez que Zoya la vio llorar de rabia. Había transcurrido casi un año desde que abandonaran todo a sus espaldas, huyendo de Rusia. Esta vez no tenían a Fiodor, no les quedaba nada por vender y no sabían adónde ir. Su situación era completamente desesperada.

El gobierno francés se preparaba para huir, en caso necesario. Algunos querían trasladarlo a Burdeos, pero Foch se comprometió a defender París hasta el final, luchando en las calles y desde los tejados. En mayo, la compañía de Zoya canceló todos los ensayos y las funciones. Por aquellas fechas, los aliados estaban perdiendo posiciones en el Marne. Zoya no pensaba más que en Clayton, sabiendo que Pershing estaba allí. No recibía noticias suyas desde su partida de París y temía que lo hubieran matado.

Solo recibió una carta de María que el doctor Botkin consiguió enviarle… La sorprendió saber que el mes anterior los habían trasladado desde Tobolsk a Ekaterinenburg, en los Urales. Adivinó a través de lo que María contaba que la situación era mucho más grave. Ya no les permitían cerrar las puertas de las habitaciones y los soldados los acompañaban incluso al cuarto de baño. Zoya se estremeció al pensar en su amiga de la infancia y lo lamentó por Tatiana, tan tímida y remilgada. No podía soportar que se encontraran en circunstancias tan terribles.

«… No tenemos más remedio que aguantar. Mamá nos hace entonar himnos cuando abajo los soldados cantan sus obscenas canciones. Ahora nos tratan muy mal. Papá dice que debemos procurar no darles ningún motivo de enojo. Por la tarde, nos permiten salir un rato al jardín y el resto del tiempo lo pasamos leyendo o bordando…»

Zoya derramó lágrimas de amargura cuando leyó el siguiente párrafo.

«… ya sabes lo poco que me gusta coser, queridísima Zoya. Me he dedicado a escribir poesía para pasar el rato. Ya te lo enseñaré cuando volvamos a reunirnos. Casi me parece increíble que ambas ya tengamos diecinueve años. Antes me parecía que diecinueve años eran muchos, pero ahora me parecen muy pocos para morir. Solo a ti puedo contarte estas cosas, mi queridísima prima y amiga. Rezo para que estés a salvo y seas feliz en París. Ahora voy a hacer un poco de ejercicio. Todos os enviamos nuestro cariño tanto a ti como a tía Eugenia.»

Esta vez firmaba no con el nombre en clave Otma, sino simplemente «tu Mashka que te quiere». Zoya permaneció largo rato en su habitación, llorando a lágrima viva mientras leía una y otra vez las palabras y se acercaba la carta a la mejilla como si el contacto del papel pudiera devolverle la presencia de su amiga. Temía por ellos.

La situación había empeorado en todas partes, pero, por lo menos, la compañía de ballet donde trabajaba reanudó sus actuaciones en junio. Necesitaban mucho el dinero pues no habían encontrado un nuevo huésped. En lugar de acudir a París, la gente se marchaba. Incluso algunos refugiados rusos se habían ido al sur, pero Eugenia se negaba a abandonar la ciudad. Ya no quería seguir huyendo.

A mediados de julio hacía mucho calor, pero la gente estaba hambrienta. A través de Vladimir, Zoya se enteró horrorizada de que Yelena cazaba palomas en el parque y se las comía. El príncipe dijo que eran muy sabrosas y se ofreció a traerle una, pero Zoya declinó el ofrecimiento y sintió que se le revolvía el estómago de solo pensarlo. Dos días más tarde, cuando ya desesperaba de que la guerra pudiera terminar algún día, Clayton se presentó como una visión en un sueño. Zoya estuvo a punto de desmayarse cuando lo vio. Fue la víspera del día de la Bastilla y ambos presenciaron juntos los desfiles desde el Arco de Triunfo hasta la plaza de la Concordia. Los brillantes uniformes de los Chasseurs Alpins con sus boinas y sus blusones negros, los regimientos de caballería británicos, los bersaglieri italianos con sus gorros adornados con plumas de colas de gallo e incluso la unidad antibolchevique de cosacos con sus gorros de piel resplandecían bajo el sol, pero Zoya solo tenía ojos para Clayton. Cuando ambos amantes se encontraban en la casa de la rue de Varenne, más enamorados que nunca, alrededor de la medianoche llamaron fuertemente a la puerta. Era la policía militar, reuniendo a los hombres tras haberse anulado todos los permisos. Se había iniciado la ofensiva alemana, las tropas enemigas se encontraban a solo ochenta kilómetros y los aliados tenían que detener su avance.

—Pero no puedes irte ahora… —gimoteó Zoya con lágrimas en los ojos, a pesar de sus esfuerzos por ser valiente—. ¡Acabas de llegar!

Ambos se habían reunido justo aquella mañana, tras seis meses de ausencia. La joven no quería separarse de él. Sin embargo, no hubo más remedio. Clayton disponía de media hora para presentarse en el cuartel general de la policía militar en la rue Saint Anne. Apenas tuvo tiempo de acompañar a Zoya a casa. A Zoya le pareció una crueldad no poder pasar un poco más de tiempo con él antes de su regreso al frente. Como una chiquilla abandonada, se quedó llorando en la salita hasta altas horas de la noche. Su abuela le servía té e intentaba consolarla.

Sin embargo, las lágrimas que derramó por Clayton no fueron nada en comparación con las derramadas pocos días después. El 20 de julio, Vladimir se presentó muy serio en el apartamento con un ejemplar del periódico Izvestia. En cuanto abrió la puerta, Zoya intuyó que algo horrible había ocurrido. Sintiéndose casi enferma, acompañó al príncipe a la salita y fue al dormitorio para avisar a su abuela.

Vladimir rompió a llorar y le tendió el periódico a la condesa. Parecía un niño desvalido con el rostro casi tan blanco como el cabello. Repetía incesantemente las mismas palabras, una y otra vez.

—Los han matado…, Dios mío, los han matado…

El príncipe acudió directamente a ellas porque, al fin y al cabo, eran primas de los Romanov y tenían derecho a saberlo enseguida.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Eugenia y se levantó horrorizada de la silla mientras él le mostraba la noticia del periódico. El 1 de julio, el zar Nicolás había sido ejecutado, decía, y luego añadía que su familia había sido trasladada a un lugar seguro. ¿Trasladada adónde?, hubiera querido gritar Zoya. ¿Dónde está mi querida Mashka? ¿Dónde están todos? Casi como si lo adivinara, la pequeña Sava emitió unos suaves quejidos mientras los tres rusos lloraban por el hombre que fuera su padre, su zar y el amado primo de ambas mujeres.

El llanto se prolongó bastante. Al final, Vladimir se levantó y se acercó a la ventana con la cabeza inclinada y el corazón destrozado por la pena. En todo el mundo, los rusos que lo habían amado estarían llorándolo, incluso los campesinos, en cuyo nombre había estallado la temida revolución.

—Qué día tan aciago —dijo en un susurro—. Dios lo tenga en Su gloria —musitó y se volvió hacia las mujeres.

Eugenia parecía una anciana de cien años y Zoya estaba mortalmente pálida. La única mancha de color en su rostro eran los verdes ojos inundados de lágrimas que todavía resbalaban por sus mejillas. Zoya recordó su última mañana en Tsarskoe Selo, cuando el zar se despidió de ella con un beso y le dijo que se portara bien… Las palabras que pronunció en aquellos momentos ahora resonaron en su cabeza una y otra vez. «Te quiero, tío Nicolás.» Él contestó que también la quería. Y ahora había muerto. Había desaparecido para siempre. ¿Y los demás? Leyó de nuevo las palabras en el Izvestia: «La familia ha sido trasladada a un lugar seguro».

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