Zoya

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París » Capítulo 25

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Tras la partida, Zoya pasó varias semanas llorando en la antigua habitación de Antoine. Estaba tan triste que creyó morir de dolor. Todo le daba igual y ni siquiera le importaba morir de hambre. Le preparaba la sopa a su abuela, y la sorprendía que todavía les quedara algún dinero. Eugenia envió al príncipe Markovsky al banco y a su regreso le entregó a Zoya unos cuantos billetes.

—Los tenía guardados. Utilízalos para lo que haga falta.

Pero ella ya no necesitaba ni quería nada. Aquello parecía el final de su vida. El dinero presuntamente ahorrado por su abuela le permitió permanecer en casa sin trabajar. Mintió que estaba enferma a los de la compañía, sin importarle que pudieran despedirla. El Ballet Russe había regresado a París y hubiera podido bailar con ellos. Pero no le apetecía. Ya no quería nada, ni comida, ni amigos, ni trabajo ni, por supuesto, ningún hombre. Clayton cometió una estupidez al decirle que necesitaba a un hombre más joven. No necesitaba a nadie. Solo un médico para Eugenia, que había contraído gripe en Nochebuena. A pesar de todo la condesa se empeñó en ir a la iglesia, pero estaba tan débil que ni siquiera podía incorporarse. Zoya le rogó que no se levantara de la cama y, cuando llegó el príncipe Vladimir, le pidió que fuera en busca de un médico, que tardó tres horas en llegar.

Era un anciano amable que en su infancia había estudiado el ruso. Habló con Eugenia en su propia lengua. La condesa parecía haber olvidado su impecable francés.

—Está muy enferma, mademoiselle —le informó a Zoya en la salita—. Puede que no supere esta noche.

—Pero eso es ridículo. Esta tarde estaba bien.

Aquel médico se equivocaba, pensó Zoya. Ella no podría resistir otra pérdida.

—Haré todo lo posible. En caso de que empeore, llámeme enseguida. Monsieur me encontrará en casa.

Acababa de regresar del frente y ejercía la medicina en su propio domicilio. Vladimir asintió en silencio y miró a Zoya con tristeza.

—Me quedaré contigo —le dijo.

Zoya sabía que no tenía nada que temer de él. El príncipe vivía con una mujer desde hacía casi un año y su hija se había puesto tan furiosa que se marchó a vivir a un convento en la orilla izquierda.

—Gracias, Vladimir —dijo Zoya y se levantó a preparar una taza de té para la condesa.

Cuando regresó, la encontró casi delirando. Tenía el rostro pálido como la cera y todo su cuerpo parecía haber encogido en cuestión de pocas horas. De repente Zoya se dio cuenta de lo mucho que había adelgazado. Vestida, no se notaba tanto, pero ahora se la veía extremadamente frágil. Cuando abrió los ojos, tuvo que hacer un esfuerzo para reconocer a su nieta.

—Soy yo, abuela…, chis…, no hables.

Zoya trató de ayudarla a beber el té, pero la condesa lo rechazó, musitó algo y volvió a quedarse dormida. Recién al romper el alba, se movió y empezó a hablar. Zoya, que había permanecido toda la noche en una silla, se acercó corriendo para oír sus palabras. Eugenia agitó la mano y Zoya le dio un sorbo de agua para humedecerle los labios resecos y administrarle la medicina recetada por el médico. Enseguida advirtió que estaba mucho peor.

—Debes…

—Abuela, no hables…, te fatigas…

La condesa sacudió la cabeza. Sabía lo que estaba ocurriendo y no le importaba.

—… Debes darle las gracias al americano en mi nombre…, dile que le estoy muy agradecida…, quería devolvérselo…

—¿A qué te refieres? —preguntó Zoya, perpleja.

¿Por qué Eugenia le estaba agradecida a Clayton? ¿Por haberlas dejado? ¿Por haberla abandonado a ella para regresar a Nueva York?

Eugenia señaló con la mano el pequeño escritorio en un rincón del dormitorio.

—Mira… en mi chal rojo…

Zoya abrió el cajón y encontró un pequeño paquete. Lo sacó, lo desató y se quedó boquiabierta. Aquello era una fortuna. Lo contó. Eran casi cinco mil dólares.

—Dios mío, abuela, ¿cuándo te lo dio?

Zoya no acertaba a comprender por qué Clayton había hecho semejante cosa.

—Me lo envió cuando se fue…, iba a devolvérselo…, pero tuve miedo…, si tú lo necesitaras…, sé que lo hizo con buena intención. Se lo devolveremos cuando podamos…

Mientras hablaba, la condesa movió la mano como si buscara algo detrás de la cama. Estaba muy alterada y Zoya temió que su estado se agravara.

—Tiéndete, abuela, por favor…

Aún estaba aturdida por la fortuna enviada por Clayton. Era un gesto muy noble, pero Zoya volvió a enfadarse. No necesitaban de su limosna. Era demasiado cómodo comprarlas…, pero a qué precio. De pronto, Zoya frunció el ceño y contempló el viejo chal de lana que su abuela sostenía en sus manos temblorosas. Era el que llevaba el día en que partieron de San Petersburgo, lo recordaba muy bien. Ahora la condesa se lo ofreció con una sonrisa temblorosa en los labios pálidos.

—Nicolás… —dijo la condesa con los ojos llenos de lágrimas, y apenas pudiendo hablar—, quiero que lo guardes, Zoya…, cuídalo bien…, cuando ya no te quede nada…, véndelo…, pero solo en caso de extrema necesidad, no antes…, ya no queda nada más.

—¿Y la pitillera de papá y las cajas de recuerdo de Nicolai? —preguntó Zoya.

—Las vendí hace un año…, no tuve más remedio —contestó Eugenia y sacudió la cabeza. Las palabras se clavaron como un cuchillo en el corazón de Zoya. Ahora ya no les quedaba nada, ninguna chuchería, ningún objeto, solo recuerdos y lo que su abuela sostenía en la mano. Zoya tomó cuidadosamente el chal y lo desató sobre la cama. Al ver lo que contenía, jadeó… Lo recordaba perfectamente: era el huevo de Pascua regalo de Nicolás a Alejandra cuando ella tenía siete años. Una increíble obra de arte creada por Fabergé. El huevo era color malva pálido con unas cintas de diamantes que rodeaban graciosamente el esmalte y un pequeño resorte que, al abrirse, dejaba al descubierto un pequeño reloj de oro en forma de cisne sobre un lago de aguamarinas. Llorando en silencio, la joven rozó la palanca que había debajo del ala y el cisne extendió sus minúsculas alas doradas y avanzó despacio sobre la palma de su mano—. Guárdalo bien, preciosa mía —musitó la condesa y cerró los ojos mientras Zoya cubría nuevamente el huevo con el chal y acariciaba suavemente la mano de la condesa.

—Abuela… —Eugenia abrió los ojos y esbozó una serena sonrisa—. Quédate conmigo, no te vayas, por favor…

Zoya observó que la anciana parecía tranquila y respiraba con más facilidad.

—Sé buena, pequeña, siempre estuve muy orgullosa de ti…

La anciana sonrió de nuevo mientras Zoya rompía a llorar.

—No, abuela… —Las palabras eran una despedida, pero ella no permitiría que muriera—. No me dejes sola, abuela, por favor…

Pero la condesa sonrió y cerró los ojos por última vez. Acababa de ofrecerle su último regalo a la muchacha a quien tanto amaba, la había conducido sana y salva a una nueva vida y siempre la protegió, pero ahora todo había terminado.

—Abuela… —musitó Zoya en la silenciosa habitación, pero Eugenia tenía los ojos cerrados. Descansaba en paz. Se había ido con los demás. Eugenia Petrovna Ossupov había vuelto a casa.

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