Zoya

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Nueva York » Capítulo 33

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Tras agradecerles a sus vecinos su hospitalidad, Zoya alquiló una pequeña habitación con parte del dinero de Jimmy. Compró unas pocas prendas de vestir para los niños y un sencillo vestido para ella, y le quedó menos de la mitad. Para colmo tenían que cenar todas las noches en un restaurante. Hablaban incesantemente de lo que harían y una noche, mientras examinaba las ofertas de empleo del periódico, se le ocurrió una idea. No hubiera querido hacerlo, pero no tenía más remedio. Debía echar mano de lo que pudiera, aunque la avergonzara. Al día siguiente, se puso su vestido nuevo, se peinó cuidadosamente y deseó poder lucir alguna joya, pero solo le quedaba la alianza de matrimonio y cierta elegancia innata.

—¿Adónde vas, mamá? —preguntó Nicky mientras ella se acicalaba ante el espejo.

—A buscar trabajo.

Esta vez, mientras sus hijos la miraban, no se avergonzó.

—¿Puedes hacer algo? —preguntó inocentemente Sasha mientras ella reía.

—No mucho.

Era una experta en vestidos, durante diez años había utilizado los mejores e, incluso en su infancia, ella y María estudiaban con interés todo lo que llevaban sus madres y las mujeres de la familia. Sabía arreglarse con estilo y tal vez podría enseñar a otras a hacer lo mismo. Muchas mujeres podrían permitirse aquel lujo. Tomó el autobús hasta la parte alta de la ciudad, tras encomendar a Sasha a los cuidados de su hermano, y se apeó cerca de la dirección que figuraba en el anuncio. Estaba en la calle Cincuenta y uno, a dos pasos de la Quinta Avenida. Al llegar, comprobó que era un sitio tan elegante como imaginaba. Un conserje con librea permanecía de pie junto a la puerta para ayudar a las damas a descender de sus vehículos. Una vez dentro, vio a varias mujeres y algunos hombres examinando los costosos artículos del establecimiento. Había toda clase de vestidos y sombreros, bolsos, abrigos y preciosos zapatos hechos a mano. Las dependientas iban todas muy bien vestidas y muchas tenían un aire decididamente aristocrático. Era lo que hubiera debido hacer desde un principio, pensó Zoya, procurando olvidarse del incendio y rezando para que no les ocurriera nada a sus hijos. No los había dejado solos ni un momento desde aquella noche y nunca más estaría tranquila si alguna vez volviera a dejarlos, pero tenía que hacer algo.

—¿En qué puedo servirla, señorita? —preguntó una mujer de cabello gris, vestida de negro—. ¿Desea ver algo en especial?

Hablaba con marcado acento francés, pensó Zoya, mirándola con una sonrisa. Temblaba por dentro, pero rezó para que no se le notara mientras contestaba en el impecable francés aprendido en su infancia.

—¿Podría ver al gerente, por favor?

—Ah…, cuánto me alegra oír a alguien hablar el francés —dijo la mujer. Parecía la refinada directora de una elegante escuela de señoritas—. Soy yo misma. ¿Desea usted algo en particular?

—Sí —contestó Zoya en voz baja para que nadie más pudiera oírla—. Soy la condesa Nikolaevna Ossupov y busco trabajo.

Ambas mujeres se miraron largamente a los ojos y, al final, la francesa asintió con la cabeza.

—Comprendo. —Se preguntó si la chica sería una impostora, aunque por su aire de serena dignidad no lo parecía. Señalándole discretamente una puerta cerrada, añadió—: ¿Le importa pasar a mi despacho, mademoiselle?

El título no tenía para ella la menor importancia, pero sería útil para clientas como Barbara Hutton, Eleanor Carson, Doris Duke y sus amigas. Tenía una clientela muy selecta que valoraba bastante los títulos. Muchas de ellas se casaban con príncipes y condes para entrar en la aristocracia.

Zoya la siguió a una salita muy bien amueblada en tonos blancos y negros. Era el lugar donde la modista solía mostrar sus trajes más caros. Su única competidora era Chanel, quien recientemente había introducido sus modelos en Estados Unidos, pero en Nueva York había espacio para las dos. La francesa se llamaba Axelle Dupuis y llegó a la ciudad desde París hacía varios años para montar un elegante salón conocido simplemente como Axelle. Zoya había sido clienta de la casa algunas veces, pero entonces no utilizaba su nombre ruso y, por suerte, madame Dupuis parecía no recordarla.

—¿Tiene usted alguna experiencia en el campo de la moda? —preguntó la modista, estudiándola con detenimiento. Llevaba un vestido barato y unos zapatos gastados, pero la belleza de sus manos y su manera de moverse y peinarse revelaban su pertenencia a un medio muy distinguido. Se expresaba muy bien y hablaba el francés, aunque eso allí no importaba demasiado. A pesar de la sencillez de su atuendo, poseía un sentido innato del estilo. Axelle la miró, intrigada—. ¿Trabajó alguna vez en este ramo?

—No —contestó Zoya con toda sinceridad—. Me trasladé a París desde San Petersburgo después de la revolución.

Ahora ya podía pronunciar aquellas palabras: desde entonces le habían ocurrido cosas mucho peores y, además, tenía que pensar en Nicky y Sasha. Por ellos hubiera sido capaz de arrastrarse por el suelo con tal de conseguir trabajo. El rostro de la mujer no dejó traslucir la menor emoción mientras le ofrecía a Zoya una taza de té. Los cubiertos de plata eran muy finos, y la porcelana, francesa. Tomó un sorbo de té y miró a Zoya en silencio. Todos aquellos detalles revestían una enorme importancia, pues sus clientas eran las mujeres más elegantes y exigentes del mundo, y en modo alguno hubieran aceptado ser atendidas por personas de escasa educación. Sus perspicaces ojos grises miraron complacidos a Zoya.

—Cuando estaba en París, ¿hizo algo relacionado con la moda?

Axelle sentía curiosidad por aquella joven de aire inequívocamente aristocrático.

—Trabajé en el Ballet Russe —contestó Zoya, mirándola directamente a los ojos—. Fue lo único que pude hacer, lo habíamos perdido todo.

Quería sincerarse con ella, por lo menos, hasta cierto punto.

—¿Y después?

—Me casé con un norteamericano y vine aquí en 1919 —explicó Zoya, sonriendo con tristeza. Le parecía increíble que hubieran transcurrido doce años—. Mi marido murió hace dos años. Era bastante mayor que yo. —No reveló todo lo que perdieron porque quería proteger la dignidad de Clayton, incluso en la muerte—. Tengo dos hijos que mantener y lo hemos perdido todo en un incendio, aunque en realidad ya no teníamos gran cosa… —dejó la frase inconclusa mientras recordaba el pequeño apartamento donde murió Sava, y miró de nuevo a Axelle—. Necesito un trabajo. No puedo bailar porque he perdido la práctica —apartó de su mente las imágenes del salón de variedades—, pero conozco algo sobre vestidos y telas. Antes de la guerra… —Dudó, pero decidió seguir adelante. Si quería aprovechar su título, tendría que dar algún detalle—. En San Petersburgo, las mujeres eran elegantes y hermosas… —añadió, sonriendo.

—¿Está usted emparentada con los Romanov?

Muchos rusos sin título alguno lo afirmaban, pero algo en aquella chica le decía que podía ser verdad. Estaba dispuesta a creer cualquier cosa que le dijera, pensó Axelle mientras los verdes ojos de Zoya se fijaban en los suyos.

—Soy prima del difunto zar, madame —contestó Zoya, sosteniendo delicadamente la taza de té en la mano.

No dijo más y Axelle permaneció un buen rato en silencio. Valdría la pena probarlo. ¡Con lo que gustaban las condesas a sus clientas! Axelle estaba segura de que las halagaría enormemente que las atendiera una condesa.

—Podríamos hacer una prueba, mademoiselle… condesa, quiero decir. Aquí deberá usted utilizar su título.

—Naturalmente. —Zoya trató de aparentar indiferencia, pero sentía deseos de saltar y gritar como una chiquilla. ¡Había conseguido un empleo! ¡Y nada menos que en Axelle! Sería estupendo. Los niños irían a la escuela en otoño y ella ya estaría en casa a las seis de la tarde. El trabajo era respetable, pensó sin poder reprimir una sonrisa de alivio mientras Axelle la miraba con simpatía.

—Veremos qué tal lo hace —dijo la modista, levantándose para indicar que la audiencia había finalizado.

Zoya siguió su ejemplo y dejó cuidadosamente la taza de té en la bandeja.

—¿Cuándo quiere empezar? —preguntó Axelle.

—¿Le parece bien la semana que viene?

—Perfecto. A las nueve en punto. Por cierto, condesa —dijo Axelle, estudiando con toda naturalidad su sencillo vestido—, seguramente le gustará elegir algo que ponerse antes de marcharse…, algo de color negro o azul marino.

Zoya recordó su querido modelo negro de Chanel del que no había forma de eliminar el olor a humo.

—Muchas gracias, madame.

—No hay de qué.

Axelle inclinó majestuosamente la cabeza y cruzó la puerta para dirigirse al salón principal de la casa donde una mujer con una enorme pamela blanca estaba admirando unos zapatos. Zoya pensó que tendría que comprarse zapatos con el poco dinero que le quedaba y, de repente, se percató de que no había preguntado sobre el sueldo, pero no importaba. Tenía un trabajo y sería mucho mejor que vender manzanas por las calles.

Comunicó la noticia a los niños nada más volver a casa y salieron a dar un paseo por el parque. Pero regresaron pronto al hotel huyendo del sofocante calor. Nicolás estaba tan emocionado como ella. Sasha la miró con sus grandes ojos azules y le preguntó si allí vendían también vestidos para niñas.

—No, cariño, pero en cuanto pueda te compraré uno.

Les había comprado apenas lo imprescindible, tras perderlo todo en el incendio, pero ahora amanecía un nuevo día. Tenía un empleo respetable en el que esperaba ganar un sueldo decente. Jamás tendría que volver a bailar. Su vida empezaba a resurgir. De pronto, esbozó una sonrisa y se preguntó si vería en Axelle a alguna de sus antiguas amigas de la alta sociedad, aquellas que primero la esquivaron cuando llegó a Francia y que más tarde se prendaron de ella. La olvidaron por completo a la muerte de Clayton y se apartaron de su lado ante su desgracia. Qué mezquina era la gente, pensó Zoya sin preocuparse demasiado. Tenía a sus hijos y eso era lo único que le importaba. Lo demás iba y venía, pero a ella le daba igual. Con tal de que consiguieran sobrevivir… De repente, la vida volvió a parecerle infinitamente valiosa.

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