Zoya

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Nueva York » Capítulo 36

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Zoya lamentó que su viaje finalizara. La última noche, cenaron en Cordon Bleu y regresaron a pie al hotel. Axelle le deseó que descansara y le dio las gracias por haberla ayudado a seleccionar la nueva línea de otoño. Aún no salía de su asombro al recordar la historia contada por Zoya durante el almuerzo en el George V.

No habían vuelto a ver a Simon y Zoya se preguntó si aún estaría en París. Le dejó una nota, dándole las gracias por el almuerzo y deseándole suerte para el resto del viaje. Al final, compraron más sombreros y algunas joyas de Chanel. El último día, Zoya lo dedicó a compras para sus hijos. Encontró el vestido rojo que quería Sasha y a Nicolás le compró una chaqueta, un abrigo, unos libros para que practicara el francés y un reloj de oro de Cartier, muy parecido al que tenía Clayton. A Sasha le compró también una muñeca preciosa y una fina pulsera de oro. Tenía las maletas llenas de cosas para ellos y ya había hecho el equipaje. A la mañana siguiente tenían que tomar el tren con destino a Le Havre, pero aquella noche quería hacer algo que no le había comentado a Axelle. Al día siguiente se celebraba la Pascua rusa y, tras pensarlo mucho, decidió asistir a la misa de medianoche en la catedral de San Alejandro Nevsky. Fue una decisión muy dolorosa porque había estado allí con Clayton, Eugenia y Vladimir, pero no podría abandonar París sin visitar aquel templo. Era como si una parte de sí misma estuviera todavía allí y ella no pudiera sentirse libre hasta enfrentarse con su pasado. Jamás podría volver a casa, San Petersburgo ya no existía, pero necesitaba tocar y sentir por última vez aquel retazo de su vida antes de regresar a Nueva York junto a sus hijos.

Dio las buenas noches a Axelle y, a las once y media, bajó, detuvo un taxi e indicó al taxista la dirección de la rue Daru. Al contemplar el majestuoso templo, contuvo la respiración. Estaba igual que siempre, nada había cambiado desde aquella Nochebuena tan lejana en el tiempo.

El oficio religioso fue tan bello y emocionante como lo recordaba y, en su transcurso, Zoya entonó los solemnes himnos y sostuvo la vela en sus manos, sintiendo más cerca que nunca a sus seres perdidos. Al concluir la ceremonia, experimentó una extraña sensación de paz mientras contemplaba a los rusos, charlando en voz baja en la acera. De pronto, vio un rostro conocido: Yelena, la hija de Vladimir. Bajó en silencio la escalinata sin decirle nada, levantó los ojos al cielo con una sonrisa y saludó a las almas de quienes antaño formaron parte de su vida. Regresó en taxi al hotel. Cuando se acostó, sintió deseos de llorar, pero fueron lágrimas de un dolor que el tiempo había mitigado y ahora solo recordaba de vez en cuando.

A la mañana siguiente, no le contó nada a Axelle. Tomaron el tren a Le Havre y embarcaron en el Queen Mary. Sus camarotes eran los mismos de la travesía de ida. Mientras el buque zarpaba, Zoya recordó la vez que zarpó con Clayton en el Paris, rumbo a Estados Unidos.

—La veo muy triste…

Zoya se sobresaltó. Se volvió y vio a Simon mirándola con dulzura. Mientras Axelle se quedaba en el camarote deshaciendo el equipaje, ella había decidido salir a cubierta para afrontar a solas sus pensamientos. Con el cabello alborotado por el viento, Simon parecía más apuesto que nunca.

—No estoy triste, simplemente recordaba.

—Habrá tenido usted una vida muy interesante, sospecho que mucho más de lo que contó en el almuerzo.

—El resto ya no importa —dijo Zoya con la mirada perdida en la inmensidad del mar. Simon hubiera querido acariciarle la mano, hacerla sonreír y devolverle la alegría—. El pasado solo interesa en la medida en que influye en nosotros, señor Hirsch. Me costó mucho regresar, pero ahora estoy contenta de haberlo hecho. París está lleno de recuerdos para mí.

—Lo debió de pasar usted muy mal aquí durante la guerra —dijo Simon—. Yo quise participar, pero mi padre no me dejó. Al final me enrolé, pero demasiado tarde. No salí de Estados Unidos. Me enviaron a una fábrica de Georgia, de tejidos, naturalmente. Al parecer estoy predestinado al negocio de los trapos. Lo debió de pasar muy mal cuando estaba aquí —repitió con expresión muy seria.

—Es cierto, pero nuestro destino fue mucho más fácil que el de quienes se quedaron en Rusia. —Zoya pensó en Mashka y en los demás. Simon no quiso hacerle más preguntas para no incomodarla—. Pero eso ya no importa —añadió Zoya, mirándolo con una sonrisa—. ¿Ha sido fructífero su viaje?

—Pues, sí. ¿Y el de ustedes?

—Estupendo. Creo que Axelle está muy contenta con los pedidos que hemos hecho.

Zoya hizo ademán de marcharse y Simon sintió el impulso de retenerla.

—¿Cenará usted conmigo esta noche?

—Tendré que preguntarle a Axelle qué desea hacer. Pero se lo agradezco mucho. Le transmitiré su invitación —contestó Zoya.

Quería darle a entender con toda claridad que no estaba disponible. Le gustaba mucho aquel hombre, pero, a su lado, se sentía vagamente incómoda. Su mirada era tan intensa y su apretón de manos tan fuerte, e incluso tan poderoso el brazo con que la sostuvo cuando el barco empezó a balancearse, que Zoya tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para resistir. Casi lamentaba viajar con él en el mismo barco. No le apetecía verlo muy a menudo. Cuando le comunicó su invitación a Axelle, esta se mostró entusiasmada.

—Acéptala, por lo que más quieras. Yo misma le dejaré una nota.

Axelle lo hizo, pero, en el último momento, anunció que estaba mareada y dejó a Zoya con Simon en el comedor, contrariando los deseos de su amiga. A los pocos minutos, Zoya olvidó sus recelos y empezaron a conversar animadamente. Simon describió el año que pasó en la fábrica de tejidos de Georgia, y aseguró que como no entendía ni una palabra del acento sureño, en venganza, les hablaba en yiddish. Después le habló de su familia. Su madre debía de ser casi tan autoritaria como la de Zoya, a pesar de que ambos pertenecían a ambientes muy distintos.

—Quizá es que todas las mujeres rusas son así —dijo Zoya y rio—. Mi abuela era muy distinta, gracias a Dios. La mujer más tolerante y cariñosa que he conocido en mi vida. Le debo la vida en muchos sentidos. Creo que a usted le hubiera gustado mucho —añadió.

—Sin duda —convino Simon—. Es usted una mujer sorprendente. Ojalá la hubiera conocido hace mucho tiempo.

—Puede que entonces no le hubiera agradado tanto —dijo Zoya riéndose—. La adversidad humilla a las personas y yo entonces estaba demasiado mimada. —Recordó las comodidades de las que disfrutaba en Sutton Place—. Estos últimos diez años me han enseñado muchas cosas. Siempre pensé, durante la guerra, que si mi vida volvía a mejorar, nunca daría nada por descontado, pero lo hice. Ahora lo valoro todo mucho más… El salón de modas, mi trabajo, mis hijos, todo lo que tengo.

—Quisiera saber cómo fue su vida en Rusia —dijo Simon medio enamorado.

Al terminar la cena, salieron a dar un paseo por la cubierta. El suave balanceo del barco no incomodaba a Zoya, que lucía un vestido de noche de raso gris, creado por la modista de Axelle a partir de un diseño de madame Grès, y un chaquetón de zorro plateado que la favorecía sobremanera.

—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó Zoya, intrigada.

¿Qué podía importarle? ¿Sería simple curiosidad o algo más profundo? No estaba muy convencido de lo que buscaba en ella y, sin embargo, a su lado se sentía muy seguro.

—Quiero saber todo sobre usted porque está llena de belleza, fuerza y misterio.

Zoya sonrió. Nadie le había dicho jamás algo semejante, ni siquiera Clayton, aunque entonces era apenas una niña. Ahora tenía bastante experiencia.

—Ya sabe usted muchas más cosas que otras personas —dijo—. Nunca había revelado a nadie que fui corista. La pobre Axelle casi se muere del susto, ¿verdad?

—Y yo también —reconoció Simon—. Jamás había conocido a una corista de un salón de variedades.

—¡Imagínese qué contenta se pondría su madre! —dijo Zoya y rio—. En cualquier caso, no creo que le hiciera mucha gracia. Si sus padres huyeron de Rusia escapando de los pogromos, dudo que tengan mucha simpatía hacia los rusos.

—¿Los conoció usted de pequeña?

Simon no quería turbarla, diciéndole que estaba en lo cierto. Su madre hablaba del zar como de una figura odiosa, responsable de todos sus males, y su padre era apenas un poco más comprensivo.

Zoya lo miró como si sopesara algo mentalmente y después asintió muy despacio con la cabeza.

—Sí —dijo con una leve vacilación—. El zar y mi padre eran primos. Yo me crie con sus hijos. —Después le habló de Mashka, de los veranos en Livadia y de los inviernos en el palacio de Alejandro—. Era casi una hermana para mí. Sufrí mucho cuando me enteré de la noticia. Después vino Clayton y nos casamos —añadió con lágrimas en los ojos.

Simon le tomó la mano, asombrado de que hubiera sido tan fuerte y valiente. Era como si acabara de conocer a alguien de otro mundo, un mundo que siempre lo fascinó y desconcertó. En su infancia leyó libros sobre el zar, para gran disgusto de su madre, pero siempre sintió curiosidad por conocer mejor a aquel hombre. Zoya le comentó ahora su simpatía y su encanto. Era una faceta del zar que él ignoraba por completo.

—¿Cree usted que habrá otra guerra?

Parecía increíble que pudieran producirse dos grandes guerras en su vida y, sin embargo, algo le decía que era posible.

—Creo que sí, aunque espero que no —contestó Simon, confirmando sus temores.

—Yo también. Fue terrible que murieran tantos jóvenes. Hace veinte años París estaba desierto. Todos habían marchado a la guerra. No quiero ni pensarlo.

Sobre todo, ahora que tenía un hijo, le dijo a Simon.

—Algún día me gustaría conocer a sus hijos.

—Son un encanto. Nicolás es muy serio y Sasha está bastante mimada. Era la preferida de su padre.

—¿Se parece a usted?

—Pues, no. Más bien a su padre —contestó Zoya, sacudiendo la cabeza.

Pero no invitó a Simon a visitarla en Nueva York. Quería mantener las distancias. Era muy amable y simpático, pero se sentía tan a gusto con él que temía llegar demasiado lejos.

Simon la acompañó al camarote y se despidió junto a la puerta. A la mañana siguiente, cuando Zoya y Axelle salieron a dar un paseo por la cubierta, Simon estaba esperándolas. Jugó al tejo con Zoya, las invitó a almorzar y la tarde pasó volando. Aquella noche Zoya y Simon cenaron juntos y después bailaron. Notó que estaba un poco tensa, y cuando más tarde salieron a pasear por la cubierta le preguntó el motivo.

Zoya contempló su hermoso rostro en la oscuridad y decidió sincerarse.

—Tal vez porque tengo miedo.

—¿De qué? —preguntó Simon, un poco ofendido. Él no pretendía causarle ningún daño. Muy al contrario.

—De usted. Y espero que no lo tome como una descortesía.

—No es una descortesía, pero estoy perplejo. ¿Yo la asusto?

Nadie lo había acusado jamás de semejante cosa.

—Un poco. Quizá tengo más miedo de mí misma que de usted. Hace mucho tiempo que no voy a ningún sitio con un hombre, y tanto menos a almorzar, cenar y bailar en un barco. —Zoya recordó su luna de miel con Clayton en el Paris—. No ha habido nadie desde que murió mi marido. Y no quiero que cambie la situación.

—¿Por qué no? —preguntó Simon, sorprendido.

—Pues… —Zoya se detuvo a pensarlo—. Porque soy demasiado mayor y debo pensar en mis hijos…, porque amaba mucho a mi marido…, por todas estas cosas, supongo.

—No puedo discutirle el amor por su marido, pero es ridículo que se considere demasiado mayor. ¿Qué soy yo entonces? ¡Le llevo tres años!

—Bueno, su caso es distinto… —Zoya rio—. Nunca estuvo casado y yo sí. Todo eso forma parte de mi vida.

—¡Qué tontería! ¿Cómo puede decir tal cosa a su edad? La gente se enamora y se casa todos los días, muchas personas son viudas o divorciadas, otras están casadas… ¡Y muchas le doblan la edad!

—Puede que yo no sea tan interesante como esas otras personas —dijo Zoya sonriendo.

—Se lo advierto, no pienso cruzarme de brazos. Usted me gusta mucho. —Simon la miró con sus cálidos ojos castaños y Zoya sintió que en su interior se agitaba algo latente desde hacía muchos años—. No me daré por vencido. ¿Sabe lo que hay por ahí para un hombre como yo? Chicas de veintidós años que cuando hablan ríen como estúpidas, chicas histéricas de veinticinco años, divorciadas de treinta años en busca de alguien que les pague el alquiler y otras de cuarenta que son auténticas zorras. No conozco a nadie como usted desde hace veinte años y no admitiré que me diga que es demasiado mayor, ¿está claro, condesa Nikolaevna Ossupov? —Zoya sonrió a su pesar—. Y le advierto que soy un hombre muy obstinado. La perseguiré aunque tenga que montar una tienda frente a la entrada del salón de Axelle. ¿Le parece razonable?

—En absoluto, señor Hirsch. Me parece absurdo.

—Muy bien, pues. Compraré la tienda en cuanto regrese a Nueva York. A no ser que acceda a cenar conmigo la noche de nuestra llegada.

—Llevo tres semanas sin ver a mis hijos.

Zoya no tuvo más remedio que reconocer en su fuero interno lo mucho que le gustaba aquel hombre. Tal vez más adelante aceptara su amistad.

—Bueno, pues —dijo Simon—, al día siguiente. Y puede llevar a sus hijos, si quiere. Quizá ellos sean más razonables que usted —añadió y contempló aquellos ojos verdes que le habían robado el corazón en cuanto los vio en el salón de Schiaparelli.

—No esté muy seguro —dijo Zoya, pensando en sus hijos—, son muy fieles al recuerdo de su padre.

—Eso está muy bien, pero usted tiene derecho a algo más en su vida, y ellos también. Por mucho que usted se esfuerce, no podrá dárselo todo. Su hijo necesita a un hombre en casa y probablemente su hijita también.

—Tal vez —dijo Zoya en tono evasivo. De pronto, Simon la pilló por sorpresa y la besó suavemente en los labios—. Por favor, no vuelva a hacer eso —susurró ella sin demasiada convicción.

—No lo haré —replicó, y volvió a besarla.

—Gracias —dijo Zoya, mirándolo con ojos soñadores.

Después cerró la puerta del camarote y él subió al suyo, sonriendo como un chiquillo.

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