Zoya

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Nueva York » Capítulo 39

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En cuestión de dos semanas, todo cambió entre ambos. Se pertenecían el uno al otro y lo sabían. El único obstáculo eran los padres de Simon, a quienes Zoya no conocía. Temía conocerlos, pero Simon la tranquilizó lo mejor que pudo. Un viernes por la noche le anunció por sorpresa que cenarían en casa de sus padres.

—¿Qué ha dicho tu madre? —preguntó Zoya, preocupada.

Simon no la advirtió de antemano para no asustarla.

Y ahora, a pesar de lo ocurrido entre ambos hacía dos semanas en casa de la señora Whitman, Zoya se sentía una chiquilla atemorizada.

—¿De veras quieres saberlo? —Simon se echó a reír—. Me ha preguntado si eras judía.

—Oh, no, ya verás cuando oiga mi acento. Cuando se entere de que soy rusa, será tremendo.

—No seas tonta.

Pero Zoya tenía razón. Tan pronto como Simon hizo las presentaciones, su madre miró a Zoya con los ojos entornados.

—¿Zoya Andrews? Pero ¿qué clase de nombre es ese? ¿Acaso es usted de ascendencia rusa?

Pensó que le habrían puesto el nombre de una abuela o de alguna parienta lejana.

—No, señora Hirsch. —Zoya la miró con sus grandes ojos verdes, rezando para que no se abatiera sobre ella una tormenta—. Soy rusa.

—¿Es usted rusa?

La señora Hirsch hizo la pregunta en su lengua materna y Zoya esbozó una leve sonrisa al oír su acento. Era el propio de los campesinos que había conocido en su infancia y, por un instante, le recordó a Fiodor y a su dulce esposa Ludmila.

—Soy rusa —volvió a reconocer Zoya, pero esta vez en su propia lengua; hablaba con la suave y elegante dicción de las clases altas.

Sabía que aquella mujer la identificaría inmediatamente.

—¿De dónde?

La inquisición prosiguió implacablemente mientras Simon miraba con gesto impotente a su padre. Este constató que Zoya era muy atractiva y tenía excelentes modales y educación. Simon había elegido bien, pensó su padre, sabiendo que no podría impedir que su mujer, Sofía, prosiguiera su interrogatorio.

—De San Petersburgo —contestó Zoya con una serena sonrisa.

—¿San Petersburgo? —preguntó Sofía, secretamente impresionada—. ¿Cuál es el apellido de su familia?

Por primera vez en su vida, Zoya se alegró de no llamarse Romanov, aunque su propio apellido no fuera mucho mejor. Estuvo a punto de soltar una risa nerviosa ante aquella gigantesca mujer de brazos quizá tan poderosos como los de un hombre. A su lado, se sentía casi una niña.

—Ossupov. Zoya Nikolaevna Ossupov.

—¿Por qué no nos sentamos y hablamos tranquilamente? —sugirió Simon al ver que su madre no hacía el menor gesto hacia las sillas del salón de su pequeño apartamento de Houston Street.

—¿Cuándo vino aquí? —preguntó bruscamente Sofía mientras Simon hacía una mueca de desagrado, adivinando lo que se avecinaba.

—Al finalizar la guerra, señora. Me fui a París en 1917, después de la revolución.

No tenía por qué ocultar lo que era. Zoya lo sintió por Simon, que estaba pasándolo muy mal debido a los ataques de su madre contra la mujer con quien iba a casarse. Sin embargo, sabía que nada ni nadie podría separarlo de ella.

—Conque la echaron después de la revolución.

—Más o menos —dijo Zoya sonriendo—. Me fui con mi abuela cuando mataron a todos los miembros de mi familia —añadió, poniéndose muy seria.

—También mataron a la mía —replicó Sofía Hirsch. Su verdadero apellido era Hirschov, pero el funcionario de inmigración de Ellis Island no se tomó la molestia de transcribirlo bien y, a partir de entonces, se llamaron Hirsch en lugar de Hirschov—. A mi familia la mataron los cosacos del zar en los pogromos.

En su infancia, Zoya había oído ciertos comentarios al respecto, pero nunca pensó que algún día se vería en la necesidad de defenderlos.

—Lo lamento.

—Mmm…

La madre de Simon la miró enfurecida y se fue a la cocina a terminar de preparar la cena. Cuando la tuvo lista, su marido encendió las velas y entonó la plegaria del sabbat. Sofía solo preparaba platos kosher, es decir, con alimentos autorizados por la religión judía, y aquel día había guisado la tradicional challah, que se servía con un vino especial. Toda aquella experiencia era novedosa para Zoya.

—¿Sabe usted qué es el kosher? —preguntó Sofía cuando ya se había sentado a cenar.

—No…, bueno, sí. En realidad, no mucho —contestó Zoya en ruso, avergonzada de su ignorancia—. Creo que no se puede beber leche cuando se come carne —añadió insegura.

Sofía miró a su hijo con mal disimulada rabia, llamándolo constantemente «Shimon» y hablando con él en yiddish en lugar de ruso.

—Todo hay que mantenerlo separado. Los derivados de la leche nunca deben entrar en contacto con la carne. —Todo tenía que estar separado. Gracias a su nueva prosperidad, Sofía disponía de dos cocinas. Mientras esta le explicaba orgullosamente su fidelidad a las leyes talmúdicas, Zoya pensó que todo aquello era muy complicado—. Es tan listo —añadió Sofía, mirando a su hijo— que hubiera podido ser rabino. En su lugar, ¿qué es lo que ha hecho? Irse a la Séptima Avenida y echar a su familia del negocio.

—Mamá, eso no es cierto —dijo Simon sonriendo—. Papá se retiró, y lo mismo hicieron tío Joe y tío Isaac.

Mientras lo escuchaba, Zoya se percató de que aquel era un aspecto de su vida que aún no conocía por entero. Una cosa era que él se lo contara, y otra muy distinta verlo directamente. De repente, temió no estar a la altura de lo que se esperaba de ella. No sabía nada de su religión ni de la importancia que tenía para él. Ni siquiera sabía si Simon era religioso, aunque sospechaba que no. La religión no era para ella demasiado importante, aunque creía en Dios. Solo en Pascua y Navidad visitaba el templo ortodoxo.

—¿A qué se dedicaba su padre?

Sofía Hirsch disparó la pregunta a bocajarro mientras Zoya la ayudaba a quitar la mesa. Ya sabía que Zoya trabajaba en una tienda y que Simon la conoció en París.

—Mi padre pertenecía al ejército —contestó Zoya.

—¿No sería un cosaco? —preguntó Sofía casi a gritos.

—No, mamá, por supuesto que no —terció Simon. De pronto, a Zoya le pareció todo muy gracioso. Las vidas de ambos, de comienzos tan distintos, se cruzaron en determinado momento y, tras pasar varios años beneficiándose de su título, ahora tenía que asegurarle a aquella mujer que su padre no era un cosaco. Con el rabillo del ojo vio que a Simon también le parecía divertido. Era como si hubiera adivinado sus pensamientos y quisiera tomarle un poco el pelo a su madre. Sabía que el detalle le causaría una favorable impresión aunque fingiera horrorizarse. Ya había adivinado que su padre aprobaba la elección y su madre también, aunque no quisiera reconocerlo—. Zoya es condesa, mamá. Lo que pasa es que su sencillez le impide utilizar el título.

—¿Condesa de qué? —preguntó Sofía.

—Absolutamente de nada. En eso tiene usted razón —contestó Zoya, soltando una carcajada—. Todo terminó.

La revolución ocurrió hacía diecinueve años y, aunque ella no la había olvidado, era como si formara parte de otra vida.

Tras un largo silencio, Simon decidió marcharse con Zoya, pero justo en aquel momento, su madre dijo en tono quejumbroso:

—Lástima que no sea judía. —Simon sonrió. Era la manera que tenía Sofía de decirle que la chica le gustaba—. ¿Crees que querrá convertirse? —le preguntó su madre como si Zoya no estuviera presente.

—Pues claro que no, mamá. ¿Por qué iba a hacerlo?

El padre le ofreció otro vaso de vino y su madre la miró con renovado interés.

—Simon dice que tiene usted hijos.

Era una acusación más que una pregunta.

—Sí, tengo dos —contestó Zoya con orgullo.

—Es usted divorciada.

Simon hizo una mueca de desagrado.

—No, soy viuda —dijo Zoya sonriendo—. Mi marido murió hace siete años de un ataque al corazón.

Prefirió explicárselo para que no supusiera que lo había matado ella.

—Lástima. ¿Cuántos años tienen?

—Nicolás casi quince y Alejandra once.

Sofía asintió, aparentemente satisfecha por una vez. Simon aprovechó la ocasión para levantarse y Zoya lo imitó, agradeciéndole a Sofía la cena.

—He tenido mucho gusto en conocerla —dijo Sofía a regañadientes mientras su marido sonreía. El hombre apenas había abierto la boca en toda la noche. Era muy tímido y había pasado medio siglo a la sombra de su dominante esposa—. Venga a vernos otra vez —añadió la madre de Simon mientras Zoya estrechaba de nuevo su mano y le reiteraba su gratitud, hablando en su aristocrático ruso.

Simon sabía que su madre lo llamaría al día siguiente y le soltaría un sermón.

Acompañó a Zoya hasta el Cadillac aparcado en la calle. Cuando se sentó al volante suspiró de alivio y miró cariñosamente a su amada.

—Lo siento. No hubiera debido traerte aquí.

Zoya rio al ver la expresión de su rostro.

—No seas tonto —dijo besándolo—. Mi madre hubiera sido mucho peor. Agradece que no tengas que enfrentarte con ella.

—Hace preguntas increíbles y después se sorprende de que nunca lleve a nadie a casa. ¡Ni que estuviera loco! Meshurgge! —«Estúpido», añadió en yiddish, dándose unas palmadas en la frente para explicárselo a Zoya mientras ella reía.

—Ya verás cuando Sasha empiece a darte la lata —dijo Zoya mientras regresaban lentamente a casa—. Hasta ahora, ha sido un ángel.

—En tal caso, estamos empatados. Juro que nunca te volveré a hacer una cosa semejante.

—La harás, pero no me importa. Tenía miedo de que preguntara algo sobre el zar. No hubiera querido mentirle, pero tampoco me hubiera gustado decirle la verdad —dijo Zoya—. Me alegro de no llamarme Romanov. Se hubiera desmayado del susto.

Simon rio al pensarlo y la llevó un rato a la sala de fiestas Copacabana para tranquilizarse un poco y beber unas copas de champán. A su juicio, la noche había sido bastante movida. En cambio, a Zoya la sorprendió que todo hubiera transcurrido como la seda. Temía cosas mucho peores.

—¿Qué otra cosa hubiera podido ser peor? —preguntó Simon, horrorizado.

—Hubiera podido decirme que me marchara. En determinado momento, pensé que lo haría.

—No se hubiera atrevido. No es tan mala como parece. Y hace una sopa de pollo exquisita —añadió Simon, esbozando una tímida sonrisa.

—Le pediré la receta —dijo Zoya. Súbitamente recordó algo que la intrigaba—. ¿Tendremos que preparar comida kosher? —Simon soltó una carcajada—. Pero, bueno, ¿sí o no?

—Mi madre estaría encantada de que lo hiciéramos, pero permíteme decirte, amor mío, que en tal caso, me negaría a comer en casa. No te preocupes por esas cosas, ¿de acuerdo? ¿Me lo prometes? —Simon se inclinó para darle un beso mientras la orquesta iniciaba los acordes de su melodía preferida, I’ve got you under my skin, de Cole Porter—. ¿Me concede este baile, señora Andrews, o acaso debo llamarla condesa Ossupov?

—¿Qué tal simplemente Zoya? —dijo ella riéndose mientras lo acompañaba a la pista.

—¿Qué tal Zoya Hirsch? ¿Te suena bien?

Zoya lo miró sonriendo mientras bailaba con él. Era ciertamente un nombre algo raro para una prima del zar.

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