Zoya

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Nueva York » Capítulo 43

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En abril de 1939 se inauguró la Exposición Universal en Flushing Meadows. Zoya deseaba ir, pero a Simon no le pareció oportuno. Habría mucha gente y ella estaba embarazada de cuatro meses. Seguía trabajando en la tienda con plena dedicación, aunque con ciertas precauciones. Simon fue a la Exposición con sus hijastros, que se divirtieron muchísimo. Hasta Sasha se comportó, tal como venía haciendo desde la recordada ira de su padrastro. En cambio, con Zoya se portaba mal siempre que podía.

En junio se inauguraron los primeros vuelos transatlánticos de la compañía Pan Am. Nicolás anhelaba viajar a Europa en el Dixie Clipper, pero Simon lo consideraba excesivamente peligroso. Además, estaba muy preocupado por los acontecimientos de Europa. Él y Zoya habían embarcado de nuevo en el Normandie, en primavera, con el fin de comprar artículos para la tienda y tejidos para la línea de abrigos. Advirtieron tensión en todas partes, y Simon observó que la oleada de antisemitismo era más fuerte que otras veces. No le cabía la menor duda de que la guerra estallaría de un momento a otro, por lo que prefirió ofrecerle a Nicolás un viaje de graduación a California. El chico aceptó encantado, voló a San Francisco en viaje de ida y vuelta, se enamoró de todo lo que vio y ya de regreso se asombró de la voluminosa silueta de su madre. En agosto, Zoya dejó de ir a la tienda, pero llamaba a sus colaboradores cada media hora. Se aburría mucho sin trabajar. Simon le llevaba golosinas, libros y revistas, pero a ella solo le interesaba el cuarto infantil instalado en la habitación de invitados contigua a la biblioteca, donde su marido la sorprendía a menudo doblando y arreglando la ropa del niño. Era una faceta suya que Simon ignoraba. Incluso reorganizó los armarios y cambió de sitio el mobiliario de su dormitorio.

—A ver si te calmas un poco, Zoya —le dijo Simon en tono burlón—. Temo volver a casa por las noches y sentarme en una silla que ya no esté en su sitio correspondiente.

—No sé qué me pasa —dijo Zoya, ruborizándose—. Siento la constante necesidad de arreglar la casa.

Había cambiado también la habitación de Sasha, que en aquellos momentos se encontraba en un campamento femenino en los montes Adirondacks. Simon se alegraba de no tener que preocuparse por ella. Al parecer, Sasha se comportaba bastante bien allí y solo una vez escapó de la vigilancia de las monitoras para ir a bailar al pueblo cercano con sus amigas. La localizaron bailando la conga y la hicieron volver al campamento, pero, por una vez, no amenazaron con enviarla a casa. Simon deseaba que Zoya estuviera tranquila antes de dar a luz a su hijo.

A finales de agosto, Alemania y Rusia sorprendieron al mundo firmando un pacto de no agresión, pero a Zoya no le interesaban las noticias internacionales. Estaba ocupada telefoneando a la tienda y cambiando de sitio los muebles del apartamento. El 1 de septiembre, Simon volvió a casa y la invitó al cine. Sasha regresaría al día siguiente y Nicolás se marcharía a Princeton la próxima semana con el flamante automóvil regalo de Simon. Era un Ford Coupé recién salido de la cadena de montaje de Detroit, con todos los accesorios adicionales imaginables.

—Eres demasiado generoso con él —le dijo Zoya a su marido, sonriendo con gratitud.

Antes de volver a casa, Simon había pasado por la tienda para transmitirle a Zoya las noticias de mayor interés.

—¿Te encuentras bien, cariño? —preguntó ahora, y observó que parecía más incómoda que por la mañana.

—Sí —contestó Zoya, e insinuó que estaba demasiado cansada para ir al cine.

Se acostaron sobre las diez. Una hora más tarde, Simon notó que Zoya se agitaba y emitía un leve gemido. Encendió la luz y la vio sosteniéndose el vientre con los ojos cerrados.

—¿Zoya? —Simon saltó de la cama sin saber qué hacer y corrió por la habitación, buscando su ropa sin recordar dónde la había dejado—. No te muevas. Ahora mismo llamo al médico.

Ni siquiera recordaba dónde estaba el teléfono.

—Debe de ser una indigestión —dijo Zoya, sonriendo desde la cama.

Pero en las dos horas siguientes la indigestión se agravó. A las tres de la madrugada, Simon llamó al portero para que pidiera un taxi. Después, ayudó a Zoya a vestirse y la metió en el taxi que aguardaba en la calle. Zoya apenas podía hablar y tanto menos moverse. De pronto, Simon se asustó. El niño no le importaba, solo deseaba que a ella no le ocurriera nada. El miedo le atenazó el corazón cuando al llegar al hospital se la llevaron en camilla. Al amanecer, Simon estaba todavía dando vueltas por los pasillos. Una hora más tarde, una enfermera le tocó el hombro.

—¿Cómo está mi mujer?

—Bien —contestó la enfermera, sonriendo—. Tiene usted un hijo precioso, señor Hirsch.

Simon rompió a llorar mientras la enfermera se alejaba en silencio. Al cabo de una hora, le permitieron ver a Zoya. Dormía tranquilamente con el niño en brazos. Simon entró de puntillas y contempló con asombro a su hijo. Tenía el cabello negro como el suyo y con su manita agarraba los dedos de su madre.

—¿Zoya? —murmuró Simon en la soleada y espaciosa habitación del Doctors Hospital—. Qué bonito es —añadió mientras Zoya abría los ojos y lo miraba sonriendo.

Fue un parto difícil porque el niño pesaba mucho, pero, aun así, Zoya pensó que había merecido la pena.

—Se parece a ti —dijo con la voz todavía ronca debido a la anestesia.

—Pobrecillo. —Simon se inclinó para besar a su mujer. Era el momento más feliz de su vida. Zoya acarició con la mano el sedoso cabello negro del niño—. ¿Cómo lo llamaremos?

—¿Qué tal Matthew? —preguntó Zoya en un susurro mientras Simon contemplaba con arrobo a su hijo.

—Matthew Hirsch.

—Matthew Simon Hirsch —dijo Zoya antes de caer nuevamente dormida con su hijo en brazos.

Simon la besó suavemente mientras sus lágrimas de alegría caían sobre la pelirroja cabellera de su mujer.

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