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No hay que retroceder demasiado, apenas un par de horas, para ver a Ana y a Orlando entrar a la tienda por la cochera y tomar distintos rumbos. Los dos miran al suelo y caminan ligero, tratando de pasar inadvertidos. Esperan —ya lo han conversado— ser llamados de un momento a otro a la oficina del jefe para escuchar sus gritos, o quizá ser despedidos sin más trámite, y quieren al menos tener un rato de descanso antes de que eso suceda. Las cosas, sin embargo, no resultan ser como pensaron.

La primera persona que intercepta a Ana es Lucía, una de las vendedoras.

—Te felicito —le dice mientras la abraza—. Lo que hiciste fue increíble.

Ana la mira y duda. ¿A qué se referirá? Está a punto de preguntarle, pero luego piensa que en verdad no tiene ganas de saberlo.

—Gracias.

Por suerte, no se cruza con nadie más camino al baño y puede cambiarse con tranquilidad. Luego se sirve un café y se sienta sola en la pequeña habitación para empleados. Cierra los ojos. Quiere pensar en algo diferente: Luc, destrozando la oficina de Toby a golpes de kárate o clavando su espada de fuego en medio de la frente de su jefe. Pero no hay caso: las imágenes conjuradas se niegan a aparecer. Ana no puede dejar de ver a su hermana, el cuerpo delgado corriendo entre los autos, pidiendo monedas.

Deja el café por la mitad, sintiéndose un poco revuelta. No debió haber tomado nada. Luego agarra el traje de Papá Noel y va hacia la oficina de Bety.

—Al fin —dice ella al verla entrar—. Llegó la heroína del día.

Ana intenta sonreír.

—Ya sé, no salió como esperábamos. Lo siento.

—Tenés que contarme cómo supiste.

—¿Qué cosa?

—Que iban a atropellar al chico.

—¿Qué chico? —Ana la mira sorprendida. Recién entonces empieza a darse cuenta de que Bety no ha entendido nada de lo que pasó—. Era mi hermana. Y no supe nada.

—¿Cómo?

Se lo explica todo largamente. Bety se ríe. Se ríe de una manera que a Ana le resulta un tanto exagerada para la situación. Y cuando termina de reírse agrega:

—Eso está muy bien. Pero no es lo que vas a decir.

—¿Qué voy a decir?

—Que fue un presentimiento. Una intuición. Lo que prefieras: algo mágico que te permitió salvar al chico.

Ana empieza a pensar que Bety no está en sus cabales.

—¿Y por qué diría eso? No tiene sentido…

—Ana, no estás entendiendo nada. En un rato pasaste de ser una loca que saltaba del carro y arruinaba nuestra promoción a una suerte de santa que logró salvar de la muerte a un chico gracias a una inspiración maravillosa. Están todos felices con esa historia, que nos da muy buena publicidad. No te conviene decir la verdad.

—Entiendo —Ana piensa unos segundos—. Un presentimiento, entonces.

¿Y cómo fue?

Lo discuten hasta acordar una versión aceptable de los hechos. Luego llaman a Orlando y le explican cómo serán las cosas de ahí en adelante.

—¿Presentimiento? —Orlando frunce la nariz—. Nadie se lo va a creer.

—Es así —insiste Ana—. No hay otra explicación. Salvé al chico malabarista gracias a ese presentimiento. Y vos salvás tu trabajo.

—¿Seguro?

—Bueno, al menos por un tiempo. Hoy no te va a despedir.

—Está bien —Orlando suspira—. Un presentimiento, entonces.

Cuando Ana entra a su casa, una hora más tarde, ve a Marta en la cocina. Está preparando la cena y tiene una expresión ausente. Pastillas, quizá.

—¿Cómo estás?

—Bien. Cansada —su madre sonríe forzadamente mientras se dan un beso.

Ana espera unos segundos, pero la pregunta no llega. Concentrada en esa papa que ahora corta en rebanadas, Marta parece haber olvidado que su hija acaba de protagonizar el desfile, aunque ayer le contó lo nerviosa que se sentía. Tampoco sabe lo mucho que le está costando sostener ese trabajo. Y ni siquiera imagina lo que hace Cecilia cuando está sola en la calle. Hay tantas cosas de las que no se entera, tanto sobre lo que jamás pregunta…

De pie en la puerta de la cocina, mientras el olor del guiso que hierve en la cacerola inunda el ambiente, Ana siente la bronca burbujear en su interior como una ola caliente que sube desde el estómago. Pero es una bronca mezclada con algo más, pena quizá, y también miedo a lo que podría pasar si estallara, y por eso no termina de soltarla. La mastica allí parada, mientras su madre corta la segunda papa con la mirada ida, y la va digiriendo a medida que se da vuelta y sale de la cocina.

En realidad, piensa, tampoco ella tiene ganas de hablar. Si pudiera, se iría ya mismo a la cama y no aparecería hasta el día siguiente. Pero está Cecilia.

Golpea suavemente y entra a su dormitorio. Su hermana está dibujando algo que parece un gigantesco pájaro prehistórico volando sobre una cadena de montañas. Levanta la cabeza al oírla, pero no dice nada. Tampoco Ana habla de inmediato. Se sienta a su lado y la observa dibujar durante un rato.

—Lo hacías desde hace mucho —dice finalmente.

No es una pregunta sino una afirmación, porque viene dándole vueltas al asunto en su cabeza y ya tiene bastante claras las cosas.

—Unos meses —Cecilia habla sin levantar los ojos del papel.

—¿Y todas esas monedas o billetes que encontrábamos en los bolsillos y cajones eran…?

—Sí.

—Y supongo que sabés que no lo vas a hacer más.

—Sí.

—Y que tengo que decírselo a mamá.

La mano de Cecilia se detiene unos segundos en el ala del pájaro.

—Mejor mañana —dice—. Hoy no anda bien.

—Bueno.

Ambas se quedan en silencio. Cecilia sigue dibujando, Ana la mira. Siente que tiene la cara mojada y se la seca con la manga de la camisa.

—¿Por qué llorás? —pregunta al fin Cecilia.

Ana piensa en contestarle que es porque tendría que haberla cuidado mejor. O porque es demasiado chica para haber trabajado en la calle. O porque su madre no se entera de nada. O porque hace dos años murió el padre y lo sigue extrañando. O porque le duele la cabeza una barbaridad. Pero no dice nada de eso. En cambio, contesta:

—No sé.

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