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Es 24 de diciembre, el esperado último día de su trabajo. Ana se ha levantado de mejor humor. No tuvo una buena noche, pero ahora, por algún motivo que no tiene muy claro, ve las cosas menos negras. Al menos está segura de que no pasará demasiado tiempo en la tienda: probablemente le pidan que ayude en el área de empaquetado las primeras horas, y luego podrá cobrar su sueldo. Después, a casa, con dinero en el bolsillo. Quizá en el camino pase por el cíber y se regale una hora entera en Garath. Eso es lo que tiene en mente cuando entra a la tienda. Pero Orlando es el encargado de pincharle el buen humor con dos noticias. La primera le parece muy mala: Toby programó para hoy un nuevo desfile en carreta. La segunda es aún peor: piensa acompañarlos.

—Quiere salir en las fotos —le explica más tarde Bety con una sonrisa mordaz—. Espera que hoy vengan todos los medios.

Ana suspira desanimada y va a ponerse el traje. Teme la conversación que, está convencida, tendrá que mantener con Toby sobre lo que pasó. Sin embargo, durante el desfile apenas si cruzan unas pocas palabras. Suben a la carreta y de inmediato empiezan con la rutina: saludan, lanzan caramelos y regalos, sonríen. Hay mucha gente que saca fotos, alguno que filma, otros que aplauden. Un par de veces, un micrófono intenta interceptar a Ana con alguna pregunta sobre los sucesos del día anterior, pero Toby siempre se las arregla para desviar el asunto y ser el que responde.

Una hora después terminan: el carro ingresa a la cochera y Ana, cansada y muerta de calor, se arranca la barba de un tirón.

—Al fin —suelta una exhalación—. No doy más.

Toby parece satisfecho.

—Salió todo bien —le dice—. ¿Podés venir a mi oficina?

Ana lo sigue con el gorro y la barba en mano. Ahora sí, piensa, vendrá el momento de la conversación que teme. Sin embargo, no sucede. Toby abre un cajón y le extiende un abultado sobre que ya tenía preparado.

—Contalo.

Aunque se siente un tanto incómoda, lo hace. Saca los billetes y los cuenta con la mayor rapidez posible. Está todo.

—Gracias —dice—. Me voy, entonces.

En el momento en que se da vuelta y empieza a caminar hacia la puerta, Ana se siente invadida por una ola de alivio que la recorre de la cabeza a los pies. Finalmente, esto está terminando. Pero entonces Toby la llama.

—Un momento, no te vayas.

Ella gira expectante.

—Habrás visto que no te pregunté nada sobre el extraño episodio de ayer. Cuando abandonaste tu lugar para correr como una loca, golpeaste gente y dejaste la tienda en ridículo.

Ana siente que su estómago se encoge y la boca se le seca. Asiente en silencio.

—No voy a preguntarte nada —sigue Toby—. Pero espero algo a cambio.

—¿Qué?

—Que nadie sepa que eras Papá Noel. Se supone que se trataba de un hombre, un adulto. Eso voy a seguir diciendo.

—Es perfecto para mí. Yo también prefiero que no se sepa.

—Muy bien, trato cerrado. Ahora sí te podés ir. Ah, quizá te llame el año próximo.

Ana sonríe y da media vuelta. Cuando está abriendo la puerta, él vuelve a hablar.

—Solo por curiosidad: ¿cuántos años tenés de verdad?

Ella duda. Pero al fin y al cabo, ya no tiene nada que perder.

—Quince. Si me llama el año que viene, ya voy a tener dieciséis.

Ahora camina a toda velocidad hacia el baño. Ya no hay nada que la detenga. Se saca el traje y lo guarda en la caja en la que, lo sabe, dormirá hasta el año próximo. Una vez vestida, se mira en el espejo y alisa su pelo, apelmazado por efecto del gorro. Cuando llegue a su casa se dará un buen baño, piensa. Con unas sales y la espuma que le regalaron años atrás y nunca usó. Luego, quizá duerma una siesta y piense en qué empleará esa maravillosa tarde. Sonríe frente al espejo. Estar libre es una gran cosa.

Minutos después, con la caja del traje bajo el brazo, golpea en la oficina de Bety y entra.

En el instante en que la ve, Bety salta de la silla y corre hacia ella.

—¡Ana! ¡Te estaba buscando!

Tiene una extraña expresión, los ojos desorbitados y la sonrisa enorme, una sonrisa que resulta excesiva y hasta artificial en un rostro siempre tan compuesto.

—¿Qué pasa? —pregunta Ana, pero su voz queda perdida en el abrazo con que Bety la está sofocando.

—¡Ganamos!

—¿Qué ganamos?

—¡La lotería! Acabo de mirar y me di cuenta de que ganamos el segundo premio. ¡Es mucha plata!

Ana da un paso atrás y la mira tratando de entender.

—¿La lotería?

—¡Sí! El billete que te di ayer. Son sesenta mil pesos, treinta mil para cada una.

—¿El qué?

—¿Entendés lo que te estoy diciendo, Ana? ¡Se resuelven tus problemas económicos!

Ana abre la boca y la cierra sin decir palabra. Luego se sienta.

—¿Me diste el billete?

—Claro, cuando te ibas a subir a la carreta. Lo guardaste, ¿no?

—No me acuerdo.

—Te lo puse en el bolsillo del traje. ¿No lo sacaste de ahí?

Las dos miran al mismo tiempo la caja. Ana salta y, con manos temblorosas, la abre y revisa los bolsillos de la chaqueta. No hay nada. Ya frenética, saca todo: el gorro, los pantalones, el cinturón. Corre hacia el baño en el que se cambió y lo inspecciona. Revisa el pasillo. Nada.

—Lo habrás guardado en otro lado —insiste Bety—. Fíjate en la mochila.

Pero, mientras lo hace, Ana sabe que no encontrará nada. Está segura de que nunca tocó ese billete.

—Debe haberse caído ayer —dice con un hilo de voz—. En la calle.

Ahora está sentada otra vez. Se refriega los ojos y trata de frenar lo que viene, pero no puede contenerse. Solloza convulsivamente, tapándose la cara con las manos. Bety le acaricia el pelo.

—Compartamos lo mío —dice—. Igual es mucho.

—No, no —Ana mueve la cabeza mientras trata de frenar las lágrimas—. No es justo. Ni siquiera te había pagado mi parte.

—Eso no importa. Igual yo no necesito tanto el dinero —insiste—. Esta tarde lo cobramos juntas.

—No, no lo puedo aceptar. Gracias, Bety, pero no.

La abraza brevemente y sale apurada, esquivando a la gente que aún se agolpa en la tienda. No quiere hablar con nadie más y se limita a sacudir la mano en dirección a Orlando y a Lara, que ahora están conversando en un rincón. De camino hacia su casa pasa por la puerta del cíber, pero ya no recuerda que quería entrar.

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