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Ana llega a su casa decidida a no contarle a nadie lo del billete. Lo ha pensado en el camino y le parece absurdo que su familia sufra por la pérdida de algo que desconocían completamente. De modo que resuelve fingir, y cuando abre la puerta lleva una expresión de alegría que cualquiera que la conociera bien consideraría claramente falsa. Pero solo está Cecilia y mira televisión, por lo que no repara en ella.

Ana la saluda sin detenerse y camina hacia su dormitorio. Quiere acostarse, dormir si es posible y olvidarse de todo por un rato. Acaba de sacarse las zapatillas cuando su hermana golpea a la puerta.

—¿Qué pasa?

—Quiero que veas algo en la televisión.

—Ahora no, Ceci. Estoy cansada.

Le extraña el pedido. Su hermana pocas veces ve televisión y jamás reclama que la acompañen. Por eso agrega:

—¿Te pasa algo?

—No. Pero quiero que lo veas. Es corto.

Hay una urgencia en su tono que hace que Ana se levante y vaya con ella a la sala. Lo que Cecilia grabó, entiende enseguida, está relacionado con lo sucedido el día anterior. Alguien filmó la escena con un celular y entregó el material al canal de televisión. Ahora Ana se está viendo a sí misma bajar de un salto de la carreta. El relleno que llevaba en el estómago, observa, le baila ridiculamente mientras corre. Es obvio que el dueño del celular no logró seguir su carrera porque, luego de agitarse unos segundos, la imagen se frena. Hay ruido de fondo, gritos, una alarma que suena. La voz en off del periodista habla del choque múltiple y la salvación del malabarista. Entonces se retoma la filmación: ahora Ana y Cecilia vienen de la mano y se detienen junto al carro. Bety aparece en cámara y, mientras habla con ella, Ana saca el pañuelo de su bolsillo.

—¿Te parece que alguien me puede reconocer? —pregunta Cecilia.

Es ese, evidentemente, el motivo de su preocupación. Pero Ana no la está escuchando. Con el control remoto en mano, rebobina la imagen y vuelve a pasarla.

—¡Ahí! —grita.

—¿Ahí, qué? —pregunta extrañada Cecilia—. ¿Ahí pueden reconocerme?

—No. Ahí se me cayó. ¿Ves que algo sale con el pañuelo?

—¿Un papel?

—Sí, era un papel. ¿Lo viste caer?

—Sí. ¿Pero te parece que alguien del colegio puede reconocerme?

Ana la está mirando con una fuerza que la confunde.

—¿Viste dónde cayó, Ceci?

—Sí, a la calle.

Ana abre la boca y le sale una especie de gruñido. Otra vez tiene ganas de llorar.

—¿Por qué no me avisaste?

Su hermana se encoge de hombros.

—Estabas hablando. Pero lo levanté.

—¿Qué?

Este es el instante que en el futuro la memoria de Ana rebobinará una y otra vez en cámara lenta: cuando Cecilia revisa su bolsillo, saca un papel maltrecho y se lo extiende. Está lleno de arrugas, pero entero. El billete.

Después de examinarlo con las manos temblorosas, Ana abraza a su hermana. No puede frenar los sollozos y le moja la remera.

—¿Otra vez estás llorando?

—Sí, pero ahora estoy bien.

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