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Este no es el principio ni el final de la historia de Ana. Es simplemente un jueves cálido y húmedo de fines de diciembre, apenas pasadas las nueve de la mañana. Cuando entra en la cocina a prepararse el desayuno, Ana no está pensando en el hecho que acaba de trastocar su vida. A esta hora solo le importa el escaso tiempo que tiene antes de la cita con el dentista y por eso se apura a servir el café, untar una tostada y llevar todo a la mesa.

Recién entonces nota que hay un diario abierto en sus páginas centrales. Lo está por apartar para acomodar la taza cuando algo llama su atención. Un color. Unas líneas. Alguien ha dibujado dos gruesas flechas rojas que apuntan a un artículo, como ordenando silenciosamente su lectura. Tiene que haber sido Cecilia, ¿quién si no? Ana toma un trago de café y, aún adormecida, intenta concentrarse. «¿Magia en Buenos Aires?», dice el título de esa breve nota que habla de un episodio supuestamente inexplicable sucedido el veintitrés de diciembre. El periodista, que se anuncia como un testigo de los hechos, parece haber quedado muy confundido por lo que vio. Ana sonríe, ya completamente despierta, y sigue leyendo.

¿Magia en Buenos Aires?

El extraño suceso tuvo lugar a las tres de la tarde, cuando la calle estaba abarrotada de gente. Un carro pintado de rojo, que llevaba a ambos costados el logo de Toby’s, avanzaba lentamente por la avenida, tirado por dos caballos viejos. Lo conducía con evidente inexperiencia un muchacho de veintidós o veintitrés años y su pasajero era un hombre disfrazado de Papá Noel. Sentado en el centro del carro, iba tirando al público diversos objetos que sacaba de una bolsa verde: caramelos, papeles con las promociones navideñas de Toby’s y, cada tanto, algún pequeño paquete envuelto para regalo. No eran más que juguetes baratos: animalitos de plástico y diminutos lápices de colores, pero los chicos que corrían tras el carro se desesperaban por agarrarlos.

La multitud crecía rápidamente. Había gente con bolsas navideñas que intentaba abrirse paso, vendedores ambulantes, dos o tres personas que filmaban con sus celulares, otros que sacaban fotos y muchos que simplemente se paraban a mirar. También el ruido había crecido a un extremo difícil de soportar, porque el lento paso del carro había congestionado el tránsito y los bocinazos se sumaban a los gritos de los chicos.

Entonces, el semáforo cambió y la fila de autos se detuvo. Frente a ellos, un chico de ocho o nueve años empezó a hacer malabares con tres pelotas y de uno de los primeros vehículos se asomó una mano para ofrecerle una moneda. Alguien en la multitud gritó y Papá Noel, que hasta ese momento se veía cansado y somnoliento, se incorporó y alzó la vista con interés. Su mirada cayó sobre el chico malabarista. Y fue como si súbitamente se despertara. Sin decir una palabra, saltó del carro y corrió con desesperación, empujando a varias personas a su paso. Al llegar a la esquina, agarró al chico de un brazo y, antes de que nada sucediera, lo obligó a salir de la calle. Un instante después, un conductor alcoholizado, que venía manejando a toda velocidad, impacto contra un auto detenido en la fila, que a su vez chocó contra otro y este contra otro más, hasta que la embestida llegó al primer auto, que atravesó la calle y se estrelló contra un kiosco de diarios. Nadie pudo dejar de pensar en lo evidente: si hubiera sucedido unos segundos antes, el malabarista habría muerto.

Por un momento todo fue caos, gritos y asombro. Finalmente, los ocupantes de los autos lograron salir y pudo verse que no había ningún herido de gravedad, aunque los daños eran importantes. Papá Noel agarró al niño de la mano y corrió otra vez hacia el carro. Antes de subir, aún tuvo tiempo para detenerse frente a una mujer que lloraba: sacó un pañuelo de su bolsillo y se lo ofreció. Luego trepó con el chico y el carro se fue.

La gente miraba todo con la boca abierta. ¿Cómo pudo saberlo?, se preguntaron. ¿Era acaso un adivino? ¿Tuvo un presentimiento? De entre los testigos surgieron nuevos detalles asombrosos. Por ejemplo, una mujer que paseaba a su perro aseguró que, momentos antes de que todo sucediera, un muchacho que llegó corriendo intentó arrebatarle la cartera. Ella estaba luchando por retenerla cuando Papá Noel saltó del carro y, mientras corría a salvar al chico, empujó al joven delincuente, lo hizo trastabillar y ella logró zafarse. Es decir, que también impidió un robo.

Nadie pudo, hasta ahora, encontrar explicaciones racionales para este suceso. Hubo quienes hablaron de magia, de presentimiento o de adivinación del futuro. Otros, como este cronista, prefieren pensar en un milagro navideño.

Ana termina el artículo y se ríe. Echa una ojeada al reloj y, aunque sabe que debería apurarse, no puede resistir la tentación y vuelve a empezar.

Lo lee de principio a fin, concentrándose en cada detalle, y se ríe más todavía, con carcajadas que le humedecen los ojos.

Le parece fascinante que alguien pueda equivocarse tanto: no le alcanzaría la mañana para contar los errores que contiene el breve texto. Es como si ese periodista y toda la gente a su alrededor se hubieran sentado juntos a ver una película en otro idioma y no hubieran entendido absolutamente nada.

En un punto, sin embargo, tiene que darle la razón: Papá Noel estaba cansado y somnoliento. Y en ese instante fue «como si se despertara».

Ella lo sabe mejor que nadie porque es Papá Noel. Es decir, fue Papá Noel por unos días. Y, efectivamente, venía semidormida desde hacía mucho tiempo. Años, quizá. Ese fue el momento en que se despertó.

Pero para que esa película se entendiera habría que retroceder. Apretar la tecla rewind y buscarle un principio a la historia.

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