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Un principio posible sería veinte días atrás, el día en que Ana se para frente a la casa de Olga, su vecina del cuarto piso, con un paquete de salchichas en la mano. Toca el timbre y espera. Su intención es devolver las salchichas, ya que la noche anterior la vecina le facilitó un paquete con el que salvó la cena. Y su ambición es hacer ese trámite muy rápido, lo que, tratándose de Olga, quizá significa ser demasiado ambiciosa.

El problema con Olga es que tiene altamente desarrollada la capacidad de hablar durante horas sin tomar aliento, sin sentarse, sin siquiera tener un tema concreto de conversación. Cuando abre la puerta es como si se abriera un dique y el agua saliera con una fuerza descomunal, arrastrando todo lo que hay a su paso. Ana no sueña con detener una cosa así. Por otra parte, no puede darse el lujo de ser antipática con ella porque, además de prestarles ocasionalmente café, leche o salchichas, es quien cuida a su hermana Cecilia, que tiene diez años y odia ser cuidada.

Lo que Ana hace en general es quedarse en silencio mientras Olga habla y habla. Algunas cosas las escucha, y otras pasan de largo, como hojas al viento. Esta vez, en medio de la vorágine de palabras, le parece entender que el viejo Antonio, del segundo piso, se quebró la cadera al caer en la bañera la noche anterior.

—Ajá —dice, como hace habitualmente. Trata de mantener al mínimo sus intervenciones, para no estimularla.

—Es terrible. Pobre hombre. No se puede mover. Y justo el hijo está de viaje. Vino su sobrina a alimentarlo.

—Ajá.

—Así que en Toby’s están desesperados.

En este punto, Ana piensa que debe haberse perdido algún segmento fundamental de la información, ya que no ve la relación entre la cadera quebrada y el negocio de regalos de la avenida. Levanta las cejas con cautela.

—¿Mmm?

—En seis días es Navidad —le informa Olga, como si eso dejara todo claro.

—¿Mmm?

—Navidad —insiste—. El viejo es Papá Noel.

Recién entonces lo recuerda. El viejo Antonio viene trabajando para la tienda cada Navidad desde hace muchísimos años. Se pone el traje rojo, se sienta en el gran sillón y atiende a los chicos que hacen cola para entregarle su lista de regalos y sacarse fotos. Un trabajo sencillo, de pocos días y mucho dinero. Eso, al menos, piensa ella en ese momento.

—¿Y qué van a hacer?

—Están buscando con urgencia. Hasta pusieron un cartel en la puerta.

Es en ese instante cuando Ana concluye que deben estar realmente desesperados. Porque poner un cartel en la puerta no es propio de una tienda que se precia de ser la más elegante del barrio. Lo que no es decir mucho, ya que su barrio no es precisamente París, pero ellos parecen estar muy orgullosos.

No ha sido siempre así. El lugar experimentó una importante transformación dos años antes. Eso fue después de que el dueño, Tobías Brenner padre, decidiera retirarse y dejarlo en manos de su hijo mayor, que viene a ser Tobías Brenner hijo. O Toby, como prefiere ser llamado.

Lo primero que él hizo fue anunciar un «período de renovación». Luego le cambió el nombre al negocio: de Los Tobías pasó a ser Toby’s, que le pareció muy exclusivo. Blanqueó paredes, renovó alfombras y colocó carteles en dos idiomas para señalar la caja y el baño. Finalmente le entregó a Orlando, que hasta ese momento era el cadete, uniforme y gorra, con lo que pasó a convertirse en encargado de seguridad y a mirar a toda la clientela con sospecha.

Cuando reabrió tras las obras, Toby’s olía a perfume, las vendedoras sonreían más y los precios habían subido. Por eso el asunto del cartel en la puerta, piensa Ana, es un claro signo de crisis. Y quizá una oportunidad.

Diez minutos más tarde, logra terminar la conversación con Olga y corre a su casa. Se cambia el jean por uno que no tiene agujeros, pasa un cepillo por su ingobernable cabellera rubia sin lograr una alteración demasiado significativa y, en un acto inusual en ella, usa el delineador para agrandar sus ojos oscuros y se pinta con el lápiz de labios rojo de su madre.

Cuando se mira al espejo le parece que está algo ridicula, por lo cual aplica un papel higiénico para reducir el impacto del rojo en sus labios hasta que es casi imperceptible. Y parte llena de ilusiones.

Cualquiera podría preguntarse por qué tiene tantas ilusiones ante una situación claramente desfavorable. Ella mencionaría dos motivos. El primero es que confía en que la desesperación de los dueños de Toby’s sea suficientemente grande como para pasar por alto ciertos detalles. El segundo, que su propia desesperación es sin duda mayor. Y eso la vuelve extrañamente temeraria.

Camina velozmente hasta la tienda y busca el cartel. Pero aquí hay que congelar la imagen. Ana va a quedar con el pie en el aire mientras se abre paso otro personaje importante en esta historia.

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