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Había quedado con un pie en el aire. Ahora lo apoya, antes de mirar el cartel pegado en la puerta. Claramente, no es lo que Ana hubiera deseado. Un rústico cuadrado blanco con letras negras anuncia: «Se busca hombre mayor, responsable y amante de los niños, para trabajo navideño durante una semana. Buen salario. Inútil presentarse sin cumplir los requisitos».

Seguramente esa última frase habría disuadido a mucha gente. No a Ana, que entra con paso firme y busca con la mirada a algún responsable. Le gustaría que fuera una de las vendedoras más jóvenes, con las que conversó durante alguna compra, pero quien percibe el matiz de búsqueda en sus ojos es Orlando.

Ana intenta esquivarlo: ya lo ha visto otras veces y le incomoda la sospecha con que los ojos del guardia barren indiscriminadamente a la clientela. Pero él no le da escapatoria.

—¿Buscás algo?

Ana asiente.

—Vengo por el trabajo.

—¿Qué trabajo?

Ella señala la puerta.

—El del cartel.

Ahora nota que él ya no la mira como a una ladrona en potencia, sino como a una persona con problemas mentales.

—Me parece que no leíste bien.

—Sí, lo leí. Y también sé que el viejo Antonio se rompió la cadera, que falta una semana para Navidad y están desesperados. Creo que al señor Tobías le va a interesar recibirme.

En verdad, Ana no conoce a Tobías, pero le parece que soltar su nombre puede resultar efectivo. La expresión de Orlando indica que acertó.

—Mmm —frunce el ceño, dudando—. Quedate acá, voy a consultar.

Minutos después vuelve y le dice que lo siga. A medida que avanzan por un pasillo hacia el interior de la tienda, Ana nota que el lugar va perdiendo brillo, que la modernización no llegó al fondo, donde las alfombras se ven algo raídas y las paredes grises. Al fin Orlando se detiene ante una puerta y toca brevemente. La respuesta llega de inmediato.

—Adelante.

Tobías es más joven de lo que Ana esperaba. Tiene el pelo corto y oscuro y un bigote fino que le da, piensa ella, aire de villano de película. La hace sentar al otro lado del escritorio y se permite observarla sin disimulo antes de hablar.

—¿Tu nombre?

—Ana Grimstad.

—¿Edad?

—Dieciséis —miente.

Tiene quince, pero está segura de que si admite su edad real no la tomarán. Igual, todo el mundo dice que parece mayor.

—¿Y te presentás para…?

Ana sabe que él sabe, pero acepta el juego.

—El puesto de Papá Noel.

Toby levanta las cejas con fingida sorpresa.

—¿No te parece que no cumplís con los requisitos?

—Eso es relativo. Lo que la gente va a ver es un disfraz: si estoy bien disfrazada, nadie se va a dar cuenta de que soy una mujer. Además, me llevo bien con los chicos y tengo un excelente manejo de la voz.

—¿Sí?

Ella decide dar entonces un paso arriesgado.

—Fíjese —dice, y saca de su interior una voz oscura y potente—. ¡Feliz Navidad! Jo, jo, jo.

De inmediato se arrepiente, pero a Toby el asunto parece haberle gustado. Sonríe por primera vez desde que ella entró a la habitación.

—¿Y sabés en qué consiste el trabajo?

—Sí: sentarse en el sillón, sacarse fotos con los chicos…

—Implica disponibilidad absoluta desde hoy hasta Navidad —la interrumpe—. Parte del tiempo dentro de la tienda, recibiendo a los chicos. Y otra parte en la calle, repartiendo volantes o dando vueltas con un carro que estamos terminando de acondicionar en este momento.

Ana piensa que esas no debían ser las condiciones de Antonio, pero evidentemente Toby ha detectado que ella está tan desesperada como él.

—¿Y el salario?

Su futuro jefe la mira unos segundos, sin duda calculando hasta dónde puede bajar el monto.

—Ochocientos pesos.

—Si pueden ser mil, cerramos. Y estaría disponible a partir de este momento.

La cara de él demuestra sorpresa ante su descaro, pero durante unos segundos no dice nada. Luego levanta el teléfono y le avisa a alguien al otro lado que tiene que buscar el disfraz de Papá Noel y que van a tener que adaptarlo. Cuando corta, vuelve a mirarla.

—¿Qué tal pintás?

—¿Pintar?

—Sí, al carro le falta la segunda mano.

Ana, que no ha visto en su vida una brocha de cerca, piensa que serán los mil pesos más duros del mundo. Pero los necesita. Fuerza una sonrisa.

—Me arreglo.

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