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Quizá en este punto convendría explicar los motivos de la desesperación de Ana. Para eso habría que rebobinar en su vida unos dos años, hasta el día en que muere su padre. Sucede inesperadamente. Ana se entera un viernes por la tarde, mientras mira televisión tirada en el sofá. El teléfono suena cuatro o cinco veces sin que nadie se mueva. Ella, porque en la película que está viendo están a punto de revelar la clave de un asesinato, su madre porque está en el baño y Cecilia porque dice que igual nunca es para ella. Finalmente, la madre sale protestando y atiende. Al principio, Ana no se da cuenta de nada, metida como está en la película. Pero de pronto oye un sonido extraño a su espalda, como el gemido de un animal. Se da vuelta y la ve sentada en el piso. Ha dejado caer el aparato y lo mira con espanto. Ana se incorpora, pero extrañamente no le pregunta qué pasa. No sabe bien por qué levanta el teléfono y se lo pone al oído. Entonces oye esa voz de hombre que, sabrá más tarde, es un policía.

—… había mucha niebla, una visibilidad casi nula, el auto mordió la banquina, se desvió y chocó con el que venía de frente. La muerte fue inmediata. Lo siento muchísimo, señora. ¿Señora? ¿Me está oyendo, señora?

El siguiente año y medio está en la memoria de Ana como una película fuera de foco. Cuando en el futuro trate de recordar hechos puntuales de ese tiempo, no encontrará nada nítido donde fijar la atención.

Sabe que su madre se deprime. No hay que ser un genio para darse cuenta: hay días enteros en los que no se levanta de la cama. Ya antes su ánimo solía experimentar fuertes vaivenes, pero a partir de ese momento las cosas entran en un pozo negro que no parece tener fondo. Pasa tardes dormitando o mirando alguna revista. Otras veces aparece en camisón a las siete u ocho de la noche y se mete en la cocina, como presa de un súbito impulso. Un par de horas más tarde, ha preparado tres o cuatro platos que se acumulan en la heladera para los días siguientes. Y vuelve a desaparecer en su dormitorio. Toma pastillas para dormir y para levantarse. Muchas pastillas.

Ana acaba de cambiar de colegio y aún no ha hecho casi amigos. No los hace. Su principal actividad en ese año y medio es matar monstruos y dragones. Es que navegando por internet ha encontrado un fantástico mundo virtual, Garath, que la absorbe por completo. Ahí es una morocha despampanante llamada Ishara, de ojos grandes y cintura estrecha. Bella, guerrera, dura.

Pronto descubre que es posible pasar en ese mundo una increíble cantidad de tiempo. Horas y más horas corren y ni siquiera se da cuenta. Lo mejor es armar misiones conjuntas, como viajes interplanetarios o el rescate de una princesa prisionera, con sus amigos Luc, Amina y Olog. En el fondo, Ana sabe que no son realmente amigos, sino solo voces lejanas que llegan a sus auriculares. Pero lo sabe y no lo sabe. Las cosas son bastante intensas con Luc, que evidentemente trata de conquistarla. Mil veces ha jugado con la idea de encontrarse con él en la realidad. En su fantasía, él es una exacta representación humana de su avatar, alto, rubio, perfecto. Sabe que no es en absoluto probable que ese encuentro suceda. Pero, nuevamente, lo sabe y no lo sabe. La ventaja de no saberlo del todo es que puede pasarse horas imaginando una situación y al mismo tiempo diciéndose que es una tontería imaginarla.

La que en algún punto empieza a preocuparla es su hermana Cecilia. Al morir su padre, tenía ocho años. Ya antes era una chica tímida y callada, y a partir de entonces parece enmudecer. La llevan un par de veces a un médico, pero en verdad no hay nada malo con su garganta ni con sus cuerdas vocales o su cerebro: simplemente, hablar no le interesa.

Tampoco parece crecer mucho. Es baja y delgada y la ropa le dura eternamente, algo que quizá debería indicarles que las cosas no van del todo bien. Pero es lógico si se considera su casi nulo interés por la comida.

Lo único que a Cecilia parece interesarle es dibujar. Tiene una habilidad asombrosa y, quizá por eso, Ana y su madre prefieren pensar que así son los espíritus artísticos: solitarios y silenciosos.

Ana no se inquieta de verdad hasta el día en que entra en la habitación de Cecilia. Está buscando un par de medias perdido. Es algo usual en ella: pierde medias, guantes, paraguas, dinero, pijamas. Su habitación suele ser caótica, con ropa y libros tirados por todas partes. La de su madre no es mucho mejor. Tampoco la sala. El dormitorio de Cecilia, en cambio, es otro mundo.

Cuando abre la puerta es como si recibiera un cachetazo: todo, absolutamente todo, está impecable. Se da cuenta de que hace mucho que no entra allí. ¿Meses? ¿Un año? La cama está tendida sin arrugas, no hay ropa tirada ni objeto alguno en el suelo. Solo seis libros bien alineados, un portalápices y unas pelotas de colores ocupan la repisa junto a la cama. Las paredes están decoradas con algunos de sus impactantes dibujos. Son pájaros extraños, paisajes lunares, volcanes en erupción, realizados con extraordinaria precisión y detalle. Pero lo que realmente la asusta es abrir el cajón de la ropa interior. Es como un muestrario de pinturas. Las medias están organizadas según color y tono, en un arco descendente desde el negro al blanco. No hay ningún error, ni un solo par fuera de lugar. Sale de la habitación y cierra la puerta con cuidado.

Ese día decide hablar con su madre.

—Es rara —le dice.

Marta sonríe quitándole importancia al asunto, que es lo que hace con casi todo.

—Es callada, no rara.

—Más que callada, es casi muda, mamá. Y le gusta estar siempre sola. ¿Te das cuenta de eso?

Ana percibe que el tono se le está yendo de las manos. Es que la pasividad de su madre le provoca una ira que a veces se le vuelve incontrolable. Marta sonríe nuevamente, con una condescendencia que no hace sino aumentar su irritación.

—Pero le va muy bien en la escuela.

—Eso no significa que no sea rara, mamá.

—Bueno, hay que tener en cuenta que últimamente tuvimos algunos problemas. Y Ceci es muy sensible.

Ese es el momento en que su madre decide darle las malas noticias que venía guardándose. Le explica que en el año y medio pasado se han gastado todos los ahorros. Que acaban de avisar que les van a cortar el servicio de internet por falta de pago. Y que el dueño del departamento que alquilan está amenazando con echarlas porque deben dos meses.

—Pero estoy buscando trabajo. No te preocupes —termina.

Ese día Ana se da cuenta de que tiene que hacer algo. Tiene que hacer algo con urgencia.

Lo intenta sin demoras: al día siguiente pregunta en el vecindario, lee los avisos clasificados, pone carteles ofreciéndose para cuidar chicos y pasear perros. Recibe algunos llamados (uno de ellos es para que cuide a un niño y pasee a un perro al mismo tiempo), pero no suma gran cosa. Entretanto, su madre anuncia que ha conseguido trabajo como recepcionista en el consultorio de un médico, el amigo de un amigo, pero el salario es mínimo. A duras penas alcanza para el alquiler del mes, ni soñar con pagar la deuda. El dueño del departamento les da dos meses para juntar lo que le deben, que cada día aumenta con los intereses. Y si no, tendrán que irse. Adónde es una cuestión incierta, ya que les resulta muy difícil reunir el dinero para comisiones y anticipos de un nuevo departamento. La abuela las ha invitado a compartir su casa, pero vive muy lejos, lo que significaría un nuevo cambio de escuelas para ellas y de trabajo para su madre. A ninguna de ellas le gusta esa opción.

Terminan las clases. Ana dedica el lunes siguiente a buscar trabajo de la mañana a la noche: hace largas colas en dos lugares para luego enterarse de que ya han tomado, es rechazada en otros cuatro por su edad y deja sus datos en tres más, sin esperanza de que la llamen.

Y un día toca el timbre de Olga con un paquete de salchichas en la mano.

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