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Es momento de volver a la oficina de Toby, que la sigue mirando con cierta suspicacia. Ana no termina de entender si acaba de obtener el trabajo o no y no se atreve a preguntar. Él hace más llamados por teléfono y finalmente se lo anuncia.

—Estás contratada. En dos horas presentate en la oficina de mi hermana Bety, que te va a adaptar el traje. Una vez que estés lista, empieza el trabajo.

Ana sale de la tienda flotando de alegría. Tiene un trabajo real. Decide ir a su casa a comer algo en las dos horas que le quedan, pero cuando pasa por el cíber la tentación la golpea como un latigazo. Se detiene frente al local. Podría pagar media hora, piensa. Es un peso. Revisa su cartera y encuentra un billete de dos doblado. Su conciencia le dice que no debería gastar ese dinero, pero la ausencia de internet en su casa le duele más que la de un amigo. No es el chat ni las redes sociales lo que extraña, sino Garath, su mundo virtual. Y a Luc. En el momento en que va a abrir la puerta del cíber, el muchacho que lo atiende sale.

—Cierro una hora —le avisa—. Horario de almuerzo.

Cuando entra en su casa, ve a Cecilia dibujando en la mesa de la sala.

—¿Qué hacés acá?

Su hermana se encoge de hombros y sigue dibujando.

—¿No ibas a quedarte en lo de Olga?

Ceci asiente.

—¿Entonces?

—Hablaba demasiado.

Ana suspira. Su madre aceptó darle a Cecilia una llave de la casa para que pueda buscar lo que necesita, pero han notado que cada día se queda más tiempo sola, sobre todo desde que empezaron las vacaciones. En parte, ella lo entiende: estar con Olga no es nada fácil. Pero no le gusta que su hermana de diez años actúe como si tuviera veinte. O cincuenta.

—¿Tenés hambre?

Cecilia vuelve a asentir.

—Hoy compré fideos y salsa. Ahora los preparo. Pero no me alcanzó para la fruta. Tenía que devolverle las salchichas a Olga.

—Fíjate ahí.

Cecilia señala el primer cajón del aparador.

—No, no hay nada.

—Fíjate.

Ana duda, pero si su hermana lo dice, quizá tenga razón. La tiene: en el fondo del cajón encuentra un billete de diez pesos arrugado, bajo un montón de papeles.

—Genial —dice—. Voy enfrente y compro duraznos.

Ceci no responde.

Media hora más tarde, mientras prepara los fideos, Ana ve un sobre junto al teléfono. Es de la compañía de gas y anuncia que les cortarán el servicio en dos días si no pagan la cuenta. El sobre está abierto, por lo que probablemente su madre lo debe haber visto. Pero también probablemente ya haya olvidado por completo el asunto. Ana se apoya en la mesa: ha empezado a sentir un leve malestar. Quizá sea el aroma de la salsa que acaba de sacar de una lata y poner al fuego. Mientras da unos pasos fuera de la cocina, se pregunta si es posible vivir sin gas. Pueden cocinar con el microondas. Y al menos es verano, no hace falta calefacción.

—¿Te molestaría bañarte con agua fría? —le pregunta a su hermana.

Ceci la mira un instante y, claramente fastidiada por las interrupciones, se encoge de hombros. Quizá de verdad no le importe, piensa Ana, quizá ella esté exagerando el peso de todas estas cosas. Tendría que aprender a ser más indiferente. «No me importa», se dice, «esto no me importa, no me importa nada». Tal vez repitiéndolo mucho podría convencerse. Alguien le dijo que ese método funcionaba. Reprogramación consciente se llamaba, o algo así. «No me importa, no me importa, no me importa».

Cuando deposita otra vez la carta junto al teléfono, ve que la luz del contestador titila.

—¿Hubo llamados?

—Ajá.

—¿Para mí?

Su hermana no contesta. Igual, es inútil preguntarle: jamás atiende el teléfono ni escucha los mensajes. Ana aprieta el botón negro y se oye una dubitativa voz masculina.

—¿Ana?… Soy Mateo, ¿estás ahí? (Pausa) Bueno, parece que no estás. (Pausa) Llamame, ¿sí? (Pausa) Llamame.

Debería llamarlo, piensa Ana mientras revuelve en la cocina. Debería hacerlo ahora mismo. Pero no lo hace. Se queda, en cambio, dándole vueltas a la salsa.

Hay que rebobinar para conocer a Mateo.

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