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Doce horas más tarde, Orlando levanta las cortinas metálicas del negocio. Está de pésimo humor por dos motivos. El primero es que odia la nueva tarea que le han asignado para estos días: ocuparse de Ana. Tiene que custodiarla mientras reparte volantes en la calle, para evitar que alguien la moleste o que los chicos le saquen demasiados caramelos juntos. También tendrá que quedarse con ella cuando vengan multitudes de niños gritones a sacarse fotos en los próximos días. Pero lo peor, lo que más lo fastidia de todo, es que será él quien conduzca el carro por la calle el día previo a la Navidad. Orlando jamás ha conducido un carro tirado por caballos en su vida, y está seguro de que algo malo va a suceder. Todo eso lo ha predispuesto contra Ana. En verdad se da cuenta de que no hay nada malo con la chica, pero de solo verla aumenta su malhumor.

De todas formas, no es ese el principal motivo de la irritación que ahora, mientras quita uno de los candados, le está marcando dos gruesas líneas en la frente. Lo que lo tiene más ansioso es que el día anterior le escuchó comentar a una vendedora que Lara solo estará en la tienda durante las fiestas. Eso significa que le quedan pocos días para hacer algo. Si es que va a hacer algo. Y no consigue tomar una decisión.

Orlando ya ha abierto ambas puertas para permitir el acceso del público. Acaba de observar que junto a una de ellas está sentado José, el viejo vendedor callejero, y eso no ha hecho más que empeorar su malestar. No es que haya tenido antes problemas con José: el hombre es pacífico y no le hace mal a nadie. Lleva años en la zona, parándose en distintas esquinas con un puesto cuyo contenido ha ido variando. Últimamente son unos sapitos plásticos que producen un curioso ruido y saltan extrañamente alto con el hábil pellizco que solo José sabe darles.

Pero a Toby no le gusta que nadie venda en su puerta. «Competencia desleal», masculla por lo bajo, y si alguien quiere escucharlo, habla de impuestos y permisos. Por eso, cuando ve alguno apostado allí, manda a Orlando a que lo fuerce a moverse, otra de las tareas que detesta.

Ahora piensa que quizá pueda anticiparse a la orden de su jefe. Vuelve a entrar en la tienda y sirve un café en un vaso descartable. Luego sale y saluda al vendedor.

—Buenas, don. ¿No quiere tomarse un cafecito?

José lo mira, sorprendido, y su boca dibuja una leve sonrisa que queda parcialmente oculta por su enorme barba.

—Gracias, muchacho, muy amable.

—Es un lindo día —dice Orlando, porque no sabe cómo abordar el tema sin ofenderlo.

—Lindo, sí —responde José tras tomar un trago de café. Y luego agrega algo confuso, que Orlando no llega a entender. Tampoco pregunta, porque parece evidente que el hombre está hablando solo…

Mucha gente piensa que José está loco, aunque eso no es del todo cierto. Lo que sucede es que pasa tanto tiempo solo que a veces habla en voz alta simplemente para oír su propia voz. Sabe que no debería hacerlo, porque la gente se asusta. Pero se le ha hecho costumbre.

—Ahí están los limpiavidrios —dice ahora Orlando para retomar la conversación.

José mira hacia la esquina, donde dos adolescentes con baldes de agua jabonosa acaban de empezar el trabajo. Aprovechan cuando los autos se detienen en el semáforo para ofrecer su servicio a cambio de unas monedas. Y no les gusta la competencia.

—Ayer lo corrieron al chiquito, el malabarista —comenta en voz baja.

—¿El nene malabarista? Dicen que es bueno.

—Muy bueno. Y muy chico. Va a terminar mal.

Orlando intenta seguir el diálogo, pero José ha cerrado los ojos y parece perdido en su interior. Es que está pensando en el día en que conoció al malabarista. Ha rebobinado tres meses en su cabeza.

Es una tarde primaveral. El chico acaba de hacer su número cuatro o cinco veces en los cortes del semáforo con gran éxito y tiene los bolsillos llenos de monedas. Para José, en cambio, fue un día flojo: en su bandeja hay tantos sapos como al comienzo. Cuando el chico se está yendo, pasa a su lado y él lo llama.

—Te fue bien, ¿eh?

El chico asiente. Tiene el cuerpo menudo y una gorra enorme, encasquetada en su pequeña cabeza, que hace difícil verle la cara.

—Y eso que es un mal día. Yo no vendí nada —dice José—. Permitime un consejo…

Pero el chico parece haber dejado de oírlo. Acaba de sacar sus pelotas y empieza a hacer malabares con mucho esmero. Lo hace incluso mejor que en el semáforo, tirando la pelota más lejos, girando antes de agarrarla, tirando ahora dos al mismo tiempo… La gente empieza a juntarse alrededor de ellos y lo admiran.

José sonríe. El malabarista le recuerda a sí mismo de pequeño, cuando jugaba con cuatro piñas. Lo había practicado mucho en el patio de su casa, cuando aún tenía patio, casa propia y una gran familia.

—No tenés que quedarte en la calle —intenta decirle cuando vuelve a la realidad.

Pero el chico ya se está yendo. Y su puesto está rodeado de gente que se muestra interesada en sus sapitos.

Ahora, José abre los ojos y observa a Orlando, que se balancea obviamente incómodo.

—Gracias por el café, muchacho —dice, y empieza a levantarse con dificultad—. Me voy a mover un poco de lugar, para no molestar.

Orlando vuelve a entrar en la tienda sonriendo. Quizá las cosas hoy no vayan tan mal. Quizá consiga irse al mismo tiempo que Lara y caminen juntos a lo largo de un par de cuadras. Quizá conversen. Quizá se atreva a invitarla a tomar algo.

Quizá.

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