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A las nueve en punto, Ana entra en la tienda. Recién empieza el día y ya está agotada: las ocho horas dormidas no le alcanzaron para reponerse. Saluda a Orlando con un breve movimiento de cabeza y se dirige a la oficina de Bety, donde la noche anterior dejó el disfraz. Le cuesta dar cada paso: su cuerpo parece querer correr en dirección a su casa, volver al refugio de la cama. Pero ella obliga a sus piernas a avanzar y a su mano a golpear, muy suavemente, la puerta.

—Permiso —murmura—. Vengo a ponerme el traje.

Sentada ante su escritorio, Bety revuelve una caja de cartón llena de adornos navideños.

—Hola, Ana —levanta la cabeza y la observa—. Hoy no tenés muy buena cara. Mejor sentate y ayudame con esto.

—Pero me dijeron que…

—Yo me ocupo.

Bety marca un número en su teléfono y habla en un tono seco.

—La necesito a Ana un rato para ayudarme con la decoración… Está todo hecho un lío y… Bueno, media hora.

Corta y le sonríe.

—Media hora es mejor que nada. Sentate.

Durante un rato trabajan en silencio, desenredando guirnaldas y arreglando los adornos cuyas arandelas se han roto.

—¿Hace cuánto que usted trabaja acá? —pregunta Ana.

—¿Cuánto? —Bety suspira—. Toda una vida. Y no me trates de usted, por favor.

—¿Y de verdad pensaba, digo pensabas, que iba a ser por poco tiempo, como dijiste ayer?

—Sí, tenía otros planes. Más interesantes. Pero las cosas se fueron enredando, como esta guirnalda.

Bety sonríe con resignación y por sus ojos pasan dos décadas enteras.

Hay que rebobinar, entonces, exactamente veintiún años y seis meses, hasta la tarde de verano en que ella se sienta en la sala junto a su padre, Tobías, que la ha llamado para conversar. Bety tiene por entonces veintitrés años, la cara fresca y la mirada inquieta.

—Quisiera saber cuáles son tus planes —dice Tobías.

—¿Planes? ¿Qué planes?

—Para el futuro. Es hora de que tomes decisiones.

Bety se encoge de hombros y sonríe nerviosamente.

—Pensaba seguir perfeccionándome con el piano. En un tiempo podría empezar a dar clases. Y quizá probarme con algún concierto…

Su padre frunce el ceño.

—¿Y el negocio?

—Bueno, no me gusta mucho el trabajo en el negocio. Puedo ayudar un poco con…

—El piano no es tu futuro —la interrumpe Tobías—. No te va a dar de comer. Un día vas a heredar el negocio junto con tu hermano y tendrán que saber manejarlo.

—Pero si pudiera dedicarme un par de años más al piano, entonces…

—Creo que podrías ocuparte de la contabilidad. Es algo que se te da bien, vas a aprender rápido. El piano puede ser un hobby.

Bety se muerde el labio inferior y mira indecisa a su padre. Quiere decir algo más, pero no lo logra.

—Podrías empezar el lunes —sigue él—. Te voy mostrando los libros, te familiarizás con los proveedores… ¿A las diez?

Bety asiente.

Se pueden pasar los siguientes años rápido, porque en la vida de Bety no sucede gran cosa: la tienda, un noviazgo contrariado, el piano en las tardes de domingo. Hasta que una mañana toma una decisión: ese es el lugar para detenerse.

Bety lleva entonces dieciocho años en el negocio. El tiempo y las decepciones dejaron sus marcas: hombros caídos, caderas amplias y una melancolía que ya no combate. Pero hoy los ojos le brillan. A poco de llegar a su oficina, decide que va a hacer sin más tardanza lo que planeó: anunciarle a su padre que piensa ausentarse seis meses para viajar por Europa y tomar un curso con una famosa pianista italiana.

Se acerca al teléfono, pero antes de que pueda marcar el interno, el aparato le gana de mano. Suena. Es el padre, que la convoca a su oficina.

Mientras camina, Bety se dice que no va a dejarlo hablar, tiene que hacer su anuncio primero. Pero cuando entra ve que también está Toby. En la mesa hay una botella de champán y tres copas.

—¿Qué pasa? —pregunta inquieta.

—Tengo algo para decirles —su padre sonríe, aunque a Bety no le parece una sonrisa convincente—. A partir de hoy me retiro. Ustedes son los nuevos dueños de la tienda.

Y mientras lo dice destapa el champán y lo sirve.

—Por el futuro —levanta la copa—. Sé que están bien preparados para lo que viene.

Horas más tarde, Bety se va a enterar de que la salud del padre no anda bien, que necesita someterse a unos estudios y que ese ha sido el motivo para adelantar el retiro. Y se da cuenta de que no puede viajar.

En los dos años que siguen no pasa casi nada.

Ahora saca una estrella de la caja y la limpia con un trapo. Se ve un tanto deslucida.

—¿Y cuáles son tus planes? —le pregunta a Ana.

—Todavía tengo que terminar la escuela. Y después, no sé… —sonríe con timidez—. Me gustan muchas cosas: tocar la flauta, el teatro, sacar fotos…

—Está bien eso. Hay que explorar todas las opciones. Y ahora —Bety mira su reloj—, ya no puedo seguir entreteniéndote. El público espera a Papá Noel.

En las tres horas siguientes, Ana intenta ignorar el dolor en sus piernas, la tensión que le ha endurecido el cuello y el cansancio que parece a punto de derribarla. Mientras reparte volantes y caramelos, se vuelca hacia su interior. Piensa en la comida de la noche, para la que otra vez no tienen nada, y en su madre, que no es seguro que lo recuerde. Piensa en Ceci, que a esa hora debe estar recibiendo el almuerzo en lo de Olga. Al menos, debería estar allí. Piensa en la cuenta de gas que no pagaron y en el dueño del departamento que reclama la deuda. Pero estos pensamientos la inquietan y decide bloquearlos. Evalúa entonces cuántos puntos le faltan para pasar de nivel en Garath y conseguir la espada de fuego, que la pondría pareja con Luc. También vuelve a considerar diálogos posibles con él, en los que se atreve a preguntarle la edad o el lugar donde vive. Quizá lo haga: está cansada de esperar que él tome alguna iniciativa. Entrega más volantes, sonríe automáticamente, se deja tomar una foto y, cada vez que puede, apoya discretamente la espalda contra el muro para descansar.

Cuando finalmente Orlando le avisa que es la pausa para el almuerzo, camina lentamente hacia el interior de la tienda y busca su bolso: ha traído un sándwich para no tener que comprar nada. Comerlo ahí mismo le parece un poco deprimente, pero está demasiado cansada para otra cosa. Duda. Finalmente decide tomarse cinco minutos de reposo. Luego se quita el traje y camina la cuadra que la separa del parque. Allí se deja caer en un banco, extenuada.

«Debería sentirme bien», se dice Ana. Hay motivos: el día es soleado, no hace demasiado calor, el sándwich está bastante bueno. Y sobre todo, le quedan solo cinco días más en ese trabajo, tras lo cual cobrará un dinero que les permitirá reducir al menos un tercio de la deuda. No está nada mal.

Pero no se siente bien. Se siente fatal.

Emprende el regreso a la tienda y en el camino ve al chico malabarista del que le han hablado. Está de espaldas, terminando su número. Se detiene un momento a mirarlo. Aunque está algo lejos, puede apreciar que es realmente hábil y muy pequeño. Lo ve correr entre los autos, recogiendo las monedas que los conductores le dan antes de arrancar. «Hay gente que está peor que nosotras», se dice, pero no logra extraer de esa idea ningún consuelo.

En ese instante, sin que nada en particular lo motive, Ana recuerda que no ha respondido los llamados de Mateo. Se siente culpable y, aunque le quedan solo dos pesos de crédito en su celular, le envía un mensaje de texto en el que se disculpa y promete llamarlo a la noche. Diez segundos después, suena su teléfono. Contesta en la puerta de la tienda y es, por supuesto, Mateo.

—Flaca, necesito verte.

—Estoy trabajando, hoy no puedo. ¿Te pasa algo?

—Sí, pero es largo… ¿Puede ser mañana?

Ana duda, pero cede.

—En el parque, a la una —le dice—. Tengo media hora para almorzar.

Cuando entra se topa con Toby, que le ordena que se ponga el traje rápido porque hay un grupo de turistas que quieren sacarse una foto con Papá Noel, y luego se lo saque rápido porque hay que seguir pintando.

Ella asiente y corre al fondo. En el camino se cruza con Orlando, que por una vez no la mira con desaprobación. En realidad, no la mira en absoluto porque sus ojos están fijos en la chica que hace paquetes, que hoy lleva un vestido azul bastante ceñido y parece estar fingiendo que no se da cuenta de nada.

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