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Lara termina de envolver una ensaladera y le pone un moño al paquete. No le ha quedado demasiado bien: la prolijidad no está entre sus mejores atributos. Se lo extiende con una cauta sonrisa a la mujer que espera, que ni siquiera agradece antes de irse. Al levantar la vista, Lara nota que Orlando la está mirando y de inmediato desvía sus ojos.

Ya lo ha notado en otras oportunidades. Al principio la turbaba, pero luego le empezó a gustar. No está nada mal ese chico. Unos días antes conversaron brevemente junto a la máquina de café y le pareció agradable. Y cuando se sacó esa estúpida gorra que le obligan a usar pudo apreciar que tiene lindos ojos.

Lara se concentra en el siguiente paquete, que afortunadamente es una caja de bombones, lo que no plantea grandes desafíos a su limitada habilidad como empaquetadora. Quizá no debió haberse puesto ese vestido. Le queda un poco ajustado y, por las miradas que le han lanzado los clientes todo el día, parece resultar un tanto llamativo. En teoría, tendría que usar un uniforme como el resto de las vendedoras, pero no había ninguno de su talle cuando empezó con el trabajo, y su padre le dijo que demoraría algo más de veinte días en llegar.

Ahora sabe que nunca se lo va a poner. En realidad, nunca debió acceder a hacer ese trabajo. En este momento podría estar, como tantas de sus amigas, disfrutando de unas merecidas vacaciones sin hacer nada. Pero siempre le ha resultado difícil rebelarse ante su padre. Le faltaron reflejos, considera mientras trae a su memoria aquella conversación.

Hay que rebobinar tres meses. Lara está por terminar el secundario, pero aún no decide qué quiere estudiar. Por momentos piensa que será Letras, porque le gustan los libros y ha garabateado algunos poemas en su cuaderno azul. Pero también la atrae la Historia. Y últimamente descubrió un sólido interés por la Psicología. Decide tomarse un año para pensarlo y, mientras tanto, estudiar idiomas. El plan parece razonable hasta que se lo cuenta a su padre.

—¿Un año sin hacer nada?

—Estudiaría inglés y francés. Y mientras tanto, evalúo las distintas carreras…

—Lo que te vendría mejor este año sería trabajar. Así realmente aprenderías algo.

—¿Trabajar? ¿En qué?

—En el negocio, por supuesto.

—No me gusta el negocio, papá. No me interesa el comercio.

—Ni siquiera lo sabés, porque nunca trabajaste. Tu abuelo me hizo empezar a tu edad, y también a la tía Bety. Algún día el negocio va a ser tuyo, luego de tus hijos y…

—No quiero el negocio.

—¿Y cómo vas a ganarte la vida?

—Con lo que estudie. Por qué querés…

La madre interrumpe.

—¿Y si probás trabajar en el verano? Así verías cómo te sentís, si te interesa… De paso ganás unos pesos…

A Lara no le entusiasma la idea, pero es mejor que pensar en un año completo.

—Bueno —dice—, solo el verano.

Ahora lleva quince días en el puesto y lo detesta. Su padre le ha dicho que, pasadas las fiestas, la reubicará en otra oficina para que aprenda el funcionamiento económico del negocio, pero ella no tiene intenciones de cumplir con sus deseos. En los días que lleva trabajando, mientras dobla papeles y arma moños hasta sentir náuseas, ha tomado una decisión: va a trabajar hasta fin de mes y luego, con el dinero que le paguen y sus ahorros, se va a ir de viaje. Tiene una amiga en Córdoba que le ofreció recibirla un tiempo en una casa de las sierras. Luego puede conseguir algún otro trabajo temporario, juntar más plata y seguir viaje. Recorrer el país. Esa es la idea que la ha ayudado a soportar la tarea.

Hasta ahora, sin embargo, no se la anunció a sus padres. Y quizá no lo haga. Lo mejor, piensa mientras dobla el papel con estrellas en torno a una casita de muñecas, es dejar una carta. Así evitará que intenten convencerla.

Cuando entrega el paquete, ve que se ha formado una fila de diez o doce personas, y la imagen la deprime. Le duelen los pies. No solo se equivocó con la elección del vestido, reflexiona, sino también con los zapatos.

Cuatro horas después, malhumorada y muerta de cansancio, Lara toma su cartera para irse. Cuando empuja la puerta, nota que alguien la sostiene a su espalda. Es Orlando. Ya no lleva el uniforme.

—¿También te vas?

—Sí, por suerte.

—Pensé que salías más tarde.

—Sí, pero hoy… —Orlando hace un gesto confuso— conseguí un permiso.

—Ah, qué bien.

Ahora están parados en la vereda y una cierta incomodidad se posa entre ambos.

—Bueno —dice Lara—, yo voy para allá. Tomo el colectivo en la otra cuadra.

—Te acompaño. También voy para ese lado.

A lo largo de esa cuadra, Orlando llena el silencio con una anécdota antigua sobre un cliente que quiso entrar al negocio con un loro en el hombro. Lara se ríe, quizá en exceso. Ambos son conscientes de estar nerviosos y de que el otro también lo está. Pasan frente a una heladería y Orlando se detiene.

—Te invito con un helado.

—¿Ahora?

—Sí, es un rato nada más.

Lara duda.

—Bueno —dice al fin—. Pero tengo poco tiempo.

Cuarenta minutos más tarde, aún están sentados en una mesa. Ya han consumido los helados y siguen conversando, ahora distendidos. Orlando, que viene hablando de su pasión por la cocina, le cuenta que alguna vez tendrá un restaurante a la orilla del mar. Ella dice que pronto va a irse de viaje, que quizá ni siquiera avise a sus padres, porque de lo contrario intentarán evitarlo. Solo va a dejar una carta.

—¿Y a mí? —pregunta él.

—¿A vos, qué?

—¿Me vas a avisar? Yo también voy a dejar el trabajo pronto. Quiero poder encontrarte.

—Bueno —sonríe ella—. Te voy a avisar.

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