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Veintiuno de diciembre, ocho de la mañana. Cuando se mira en el espejo, recién salida de la cama, Ana descubre que sus dos primeras jornadas laborales le dejaron como recuerdo unas horribles ojeras oscuras. Intenta cubrirlas con polvo, con un resultado bastante dudoso. Pero no tiene tiempo para más.

De camino a la tienda, trata de convencerse de que las cosas no están tan mal. Este día tiene que ser más liviano: a partir de las dos de la tarde empezará la sesión de fotos con los chicos y ella solo tendrá que sentarse y sonreír. Nada más sencillo y descansado.

Durante las primeras horas, sin embargo, el trabajo es intenso. Hay que organizar el lugar, desplegar la alfombra roja que —descubren tardíamente— está algo apolillada, ubicar el sillón, armar el árbol, sembrar la zona de adornos navideños. Finalmente, todo está dispuesto y le dicen a Ana que puede tomarse su media hora para almorzar.

—Mejor que sean veinte minutos —corrige Toby—. Hoy es un día complicado.

Ana corre al parque a encontrarse con Mateo. Mientras corre, piensa que esa cita a las apuradas es ridicula y que va a decirle que mejor queden para otro día. Lo ve de lejos: él está sentado en un banco, aparentemente distraído. Cuando la oye llamarlo y se vuelve hacia ella, Ana advierte dos cosas simultáneamente: que tiene una impactante herida en la frente, cubierta a medias por un vendaje, y que junto a él hay una abultada mochila. Nada de eso puede ser bueno.

—¿Qué te pasó?

Mateo intenta sonreír, sin mucho éxito.

—Hola, flaca. Todo mal, viste.

—¿Tuviste un accidente?

—No, mi viejo.

—¿Qué? ¿Te pegó?

Mateo inclina la cabeza, turbado.

—Discutimos en la escalera, él me tiró una mano, traté de esquivarla y me caí. Rodé hasta abajo.

La voz de Mateo se ha quebrado. Ana no sabe qué decir, no sabe qué se hace en una situación como esta y se limita a poner una de sus manos en el brazo del chico y a acariciarlo. Pero la saca enseguida, demasiado consciente de la intimidad que se genera.

—¿Qué vas a hacer?

Ambos se han sentado en el banco.

—Quiero irme de casa por un tiempo.

—¿Y tu vieja?

—Con ella está todo bien. Pero tampoco sabe qué hacer con esto. Yo ahora no puedo estar ahí con él. Necesito un lugar donde quedarme unos días y un poco de plata. ¿Se te ocurre algo?

Ana se queda callada. Piensa que lo único que falta en su casa es un huésped permanente, pero también sabe que no puede dejarlo así. Y cuando ya ha concluido que no hay cómo salir de ese atolladero, descubre que tiene la solución.

—Sí que se me ocurre —sonríe—. Se me ocurre algo perfecto.

Entonces le explica a Mateo la situación de su vecino Antonio. Que se quebró la cadera, que su hijo está de viaje y, si bien una señora va a su casa unas horas al día, necesitan con urgencia a alguien que duerma allí y lo ayude. Al menos hasta que el hijo vuelva.

—Es casa y trabajo al mismo tiempo.

—¿De verdad?

Mateo la está mirando incrédulo.

—Sí… Salvo que ya hayan tomado a alguien. Hay que llamar enseguida a Olga, mi otra vecina, que lo está ayudando. ¿Me prestás tu celular?

Antes de marcar el número, Ana le explica que Olga habla de manera incontenible, que no hay forma de pararla y que no va a poder sostener la conversación tanto como debiera.

—Te la voy a pasar lo antes que pueda. Tengo que ir a trabajar.

Mateo sonríe creyendo que es una broma. Luego dejará de sonreír.

—¿Olga? Sí, soy Ana… No, no, no es eso. Quería preguntarte si… Bueno, lo vemos después, pero ahora quería… Claro, está bien. Lo que yo quiero… Estoy con un amigo y… No, Olga, no es eso, es por lo de Antonio… ¿Ya tomaron a alguien? Bueno, mi amigo… No, está bien, quiero decirte que mi amigo se llama… Bueno, sí. Se llama… Sí, sí, se llama… ¡Se llama Mateo! ¡¡TE LO PASO, OLGA!!

Ana suelta el teléfono como si quemara y antes de salir corriendo tira un beso al aire en dirección a Mateo, que ahora, pacientemente, escucha.

Al principio la sesión de fotos resulta, efectivamente, mejor que todo lo anterior. Orlando los ha hecho armar una fila. Cada chico trae su lista de regalos, la entrega, se sube a su falda, sonríe para la foto, clic, siguiente chico. Pero cuando lleva dos horas de esta rutina, Ana empieza a sentirse mareada. Nota, después de tener a varias decenas en la falda, que los chicos huelen. Algunos huelen a caramelo, a chocolate, a helado. Los bebés huelen a pañal sucio. Una nena de pelo largo y enmarañado huele claramente a perro.

O quizá se lo está imaginando, piensa, y toma una bocanada de aire. Hace mucho calor. En el negocio hay aire acondicionado, pero no es suficiente para soportar el grueso traje, los guantes y la barba, que le tapa casi toda la cara. Para evitar que los clientes adviertan que es una chica, Bety la ha cubierto al máximo posible: solo son visibles sus ojos, la nariz y la parte superior de sus pómulos. Lo que estaría muy bien, si no fuera porque se siente asfixiada. Ahora mira hacia adelante: la fila ha crecido. Tiene para dos o tres horas más de chicos en la falda. Intenta pensar en otra cosa.

A Cecilia nunca la trajeron a ver a Papá Noel. Quizá sea porque nunca creyó en Papá Noel. Su hermana ha resultado ser notablemente escéptica. ¿Qué estará haciendo en este momento? Dibujando, probablemente. Lo más seguro es que se haya escapado otra vez de Olga y esté sola en la casa. La idea le provoca desazón. No le gusta que su hermana pase tanto tiempo sola, pero no sabe cómo remediarlo.

Ahora una mujer le coloca en la falda a un nene que no tiene más de dos años. No parece nada feliz. Ella lo sujeta, preparándose para la foto, y en ese momento siente algo tibio en sus piernas. Tibio y mojado. El chico acaba de hacerle pis.

Desesperada, le hace gestos a Orlando, que observa la situación, pone cara de asco y no se mueve. El chico llora con fuerza. Quizá ha hecho más pis, porque Ana siente que el líquido gotea en la alfombra. Al fin aparece la madre, dice que el chico acaba de dejar los pañales, se disculpa sin mucha convicción y se lo lleva. Los pantalones están empapados y huelen verdaderamente mal. ¿Qué va a hacer ahora? En la cola, la gente empieza a inquietarse: hay movimiento y murmullos. Alguien pregunta a gritos qué pasa. Finalmente se presenta Bety: explica que Papá Noel necesita tomarse un descanso y que volverá en media hora. Hay más murmullos, algunas protestas, llantos de bebés cansados.

Mientras Bety lava los pantalones, Ana se sienta en su oficina. Se ha sacado la barba, se ha puesto los jeans y tiene un té frente a ella. Pero no lo toma. Siente una presión en el pecho, una inquietud que le está cerrando la garganta y urgentes deseos de huir de ahí. Sabe que no puede irse, que si quiere cobrar el salario tiene que seguir con el trabajo hasta el final. Pero por momentos tiene miedo de que el deseo se vuelva incontrolable, de que su cuerpo se niegue a obedecerla. Cierra los ojos y respira hondo. ¿Será esto el comienzo de un ataque de pánico? Tiene que poder controlarlo, se dice, tiene que poder. No puede darse el lujo de tener otro ataque precisamente en este momento.

Aquí habría que presionar rewind por un año y medio. Es una tarde gris de julio y se ha levantado un viento que presagia lluvia. Ana acaba de volver del colegio, de pésimo humor. Le devolvieron una prueba en la que no le fue bien, le costó concentrarse en la clase de Historia, el día se le hizo interminable. Todo lo que quiere es llegar a su casa, comer y sentarse frente a la computadora. Pasar la tarde matando a unos cuantos orcos y dejando que la voz de Luc acaricie sus oídos. Pero primero tiene que recoger a Ceci en lo de Olga. Toca el timbre y espera.

—Hola, Anita, ¿cómo va todo?

Olga ha salido con el delantal puesto, signo de que estaba cocinando. Un buen signo: no querrá demorarse.

—Todo bien. ¿Y Ceci?

—Fue para tu casa. Dijo que necesitaba buscar algo para hacer la tarea y todavía no volvió. Hace unos diez… —Olga mira su reloj—, no, una media hora. Quizá cuarenta minutos.

—Bueno, gracias.

Sube los dos pisos por la escalera. Entra, deja caer la mochila junto a la puerta y avanza hacia la cocina.

—¡Ceci!

No hay respuesta. En la heladera encuentra un poco de guiso del día anterior. Lo pone en el microondas.

—¡Ceci! ¿Ya comiste?

No hay respuesta.

Corre hasta la habitación de su hermana y golpea. Después de unos segundos entra: está vacía. Recorre rápidamente el resto de la casa. Nada. El corazón ya le salta agitado. Vuelve a bajar a lo de Olga, pensando que quizá se han cruzado en el camino. Pero no.

—Tal vez fue al kiosco… —el tono de Olga revela inquietud—. O a la librería…

Ana baja a la calle corriendo. Mira hacia el kiosco de enfrente: no hay nadie. Se da cuenta de que está transpirando copiosamente y de que le cuesta sostenerse en pie. La taquicardia aumenta: ahora, además, empieza a dolerle el pecho. En ese momento, Ana tiene la clara sensación de que está a punto de morir. Se dice que no puede morirse justo ahora, con su hermana de nueve años perdida quién sabe dónde. Pero morir no es algo controlable, y todo indica que eso es lo que está sucediendo. Apoyada contra la puerta del edificio, consigue deslizarse hasta quedar sentada en el escalón. Tiene la vista nublada y le cuesta respirar. Ve bultos frente a ella, gente que le habla, pero no consigue focalizar su atención. De pronto, alguien le toma la mano. Y una voz conocida le susurra al oído.

—Ani, soy yo. Me dijeron que me estabas buscando. Había ido al almacén a comprar galletitas. ¿Me escuchás, Ani? ¿Qué te pasa?

Lentamente, de la mano de Cecilia, Ana vuelve a su casa. Se acuesta en el sillón y poco a poco los síntomas ceden. Luego sabrá que ese ha sido su primer ataque de pánico. Habrá, más adelante, otros. No muchos, pero en cada uno Ana sentirá la muerte soplándole la nuca. Y quedará el miedo, el horrible miedo a que en el momento menos esperado vuelva a suceder.

El pantalón aún está húmedo cuando Ana se lo vuelve a poner. La fila frente al sillón de Papá Noel ha crecido, pero ella trata de no pensar en eso. Todo su esfuerzo está concentrado en mantener la calma que ha conseguido recuperar mientras esperaba. Los niños van desfilando por su falda a lo largo de dos horas más. En algunas fotos Ana sale con los ojos cerrados, porque eso es lo que hace cuando siente que su ansiedad sube. Cierra los ojos y se imagina en Garath, descabezando pequeños dragones babosos. Un chico tira de su barba y ella le detiene el brazo con fuerza.

—No.

El chico se queja. Alguien se lo saca de la falda. Ahora Luc acaba de aparecer colgado de una lámpara. La pesca del sillón con un brazo increíblemente fuerte y la eleva por el aire. Emprenden juntos una carrera hacia la puerta mientras disparan rayos paralizantes que dejan a clientes y empleados duros como estatuas. En la calle no hay autos ni luces: solo estrellas que tiñen de plateado el paisaje. Ana y Luc sonríen.

—Terminamos.

Ana abre los ojos y ve a Orlando, que tiene tanta cara de cansado como ella. Ya no hay fila.

—¿Me puedo ir?

—Sí —está agobiado y, sin embargo, es más amable que nunca—. Mejor apurate, antes de que al jefe se le ocurra otra cosa.

Ana se cambia a toda velocidad y sale. Mientras camina a su casa piensa que todavía tiene que averiguar cómo le fue a Mateo, que estas dos cuadras parecen eternas y que ese ha sido, sin duda alguna, el día más largo de su vida.

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