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Mateo está sentado en la sala de la casa de Antonio. Es un ambiente austero, con muebles clásicos, una biblioteca poblada y pocos adornos. Pero él no mira la decoración. Inmóvil en el sillón, repasa los extraños hechos del día. Aún le cuesta creer en su suerte: pocas horas antes, vagaba por la ciudad con su mochila a cuestas y una angustia que le roía el estómago, y ahora tiene trabajo y casa.

Acordó quedarse al menos por diez días, hasta que el hijo de Antonio vuelva y defina su situación. Tendrá unas horas libres por la tarde cada día, cuando viene la señora que se ocupa de los quehaceres de la casa. El resto del tiempo, su trabajo es sencillo: consiste en acompañar a Antonio, ayudarlo con los ejercicios indicados por el médico y servirle las comidas.

El viejo parece ser una buena persona. Ahora lo oye respirar pausadamente en la habitación: está dormido. Él tendría que hacer lo mismo, piensa. Acomodar algunas de sus cosas en la habitación de al lado, según le indicó Olga, y tratar de dormir un poco. Pero no consigue moverse.

Decide encender el celular y chequear los llamados. Lo apagó horas antes para no saber nada de su casa, pero ahora, cuando ve tres mensajes de su madre y otros dos de Franco, su hermano, se siente horriblemente culpable. Les responde la misma línea a los dos: «Estoy bien. No voy a ir a casa por unos días».

También hay un mensaje de Ana preguntando cómo le fue con Antonio. Mateo duda qué responderle. Siempre duda con Ana. Hay algo en ella que no termina de entender. Algunas veces se muestra abierta y dulce, pero otras se encierra en su caparazón y lo expulsa con la mirada. Se pregunta si habrá alguien de quien no le ha hablado, alguien que le interese más que él.

En cualquier caso, esta vez Ana lo salvó. Le escribe rápido: «Todo bien. Mil gracias. Mañana te llamo». Luego vuelve a apagar el celular y lo guarda. Piensa que ahora sí va a levantarse, pero en lugar de hacerlo enciende el televisor. Le baja el sonido para no molestar a Antonio. En la pantalla hay un hombre perseguido por una banda de asesinos, que escapa saltando por los techos de las casas. Intenta concentrarse en las imágenes, pero se distrae, no logra seguir el hilo de la película. El cansancio lo ha vuelto lento y torpe. Sabe que tendría que irse a la cama de una buena vez, que necesita cada minuto que pueda dormir para recuperarse, pero al mismo tiempo presiente que será muy difícil conciliar el sueño.

Mateo quisiera torcer sus pensamientos hacia algo interesante. Pero no puede: una y otra vez vuelven las mismas imágenes. Aquella noche, en la escalera.

Hay que apretar rewind dos días. Son las doce de la noche. Mateo ha estado mirando televisión con su hermano y su madre. Cuando sube a su cuarto, se topa en la escalera con el padre y lo golpea el vaho de alcohol que desprende.

—¿Qué hacés? —le pregunta.

—Nada. Voy a ver televisión.

—Mejor andate a la cama.

Lo dice así, sin explicaciones. Está harto de ver a su padre borracho y no quiere que Franco y su madre tengan que soportarlo en ese estado. Sobre todo Franco, que solo tiene once años y un carácter suave y dulce que hasta le hace difícil levantar la voz. Mateo siente que tiene que interponerse entre su familia y el aliento de su padre.

—¿Qué? Movete de ahí.

—No —repite Mateo, y le bloquea el paso—. Andate a dormir. Estás borracho.

—Correte, pendejo, y no me pongas nervioso.

El padre ha alzado la mano amenazante, pero Mateo no se mueve.

—No tenés derecho a arruinarnos la vida a todos.

—Te dije que te salgas de ahí o…

Intenta pasar, pero Mateo vuelve a impedírselo. Ahora están los dos gritando, insultándose, diciendo cosas que jamás dijeron. La cara de Mateo está roja de bronca y de impotencia. Siente ganas de pegarle a su padre, de sacudirlo, y sus propias ganas lo asustan. Nunca sabrá si no lo hace porque logra refrenarse o simplemente porque él se le adelanta.

En su recuerdo, la mano de su padre avanza como en cámara lenta. No sabe si es para agarrarlo o para pegarle. Él la ve venir y se echa hacia atrás para esquivarla: la mano apenas lo roza. Pero el movimiento hace que pierda pie y se tambalee. Un momento después, está cayendo por la escalera y el ruido de su propia cabeza contra los escalones lo aterroriza.

Quizá pierde el conocimiento un momento, porque lo que sigue está borroneado en su memoria. Su madre aparece corriendo, grita, llora, le pone una bolsa con hielo. Franco le toma la mano y susurra algo que no alcanza a entender. Luego, un médico (¿cómo llegó tan rápido?), una ambulancia, el hospital. Alguien le dice que tendrán que darle un par de puntos en la frente. Y es posible que lo duerman, porque su siguiente recuerdo es en el taxi de regreso, abrazado a su madre.

Luego vendrán la decisión de irse y un día en el que deambula por diversos lugares, la casa de un amigo, un café y la calle, siempre con la mochila en la espalda.

Ahora oye la voz de Antonio. Se levanta y va hasta la puerta de su habitación, pero se da cuenta de que sigue dormido: ha hablado en sueños. Aprovecha que se ha parado y decide poner en orden sus cosas en el dormitorio que le asignaron. Luego se desviste y se deja caer en la cama.

Con los ojos cerrados, Mateo piensa que desearía apretar el stop en su cabeza. Pero no hay forma. Rebobina y rebobina y rebobina.

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