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Ana sale de la tienda y, por primera vez desde que empezó el trabajo, las piernas no le duelen y el ánimo no se le cae a pedazos. Esta sesión de fotos resultó mucho más tranquila que la anterior. Menos público, mejor organización, más descansos. Y, sobre todo (esto la tiene particularmente satisfecha), ella logró mantener la serenidad durante todo el día. Cero pánico.

Sin darse cuenta, sonríe. Está mejorando, se dice. Si puede sobrellevar bien este trabajo, luego podrá tomar cualquier otro. Camina directo al cíber, un objetivo que le ha sostenido en alto la moral buena parte del día. Pero en la puerta se frena: ¿tiene dinero? Esa mañana se despertó tarde y en el apuro solo atinó a tomar las llaves y la mochila, sin mirar adentro. Ahora la revisa: no hay un centavo. Pero luego tantea los bolsillos del pantalón y, sí, en el de atrás encuentra un billete de cinco. Su desorden, cree Ana, tiene algo de mágico: el dinero aparece donde menos lo espera.

Pese a la expectativa alimentada por todo tipo de fantasías a lo largo del día, la visita a Garath resulta un fiasco: ninguno de sus amigos está conectado. En su casilla hay un mensaje en el que le avisan que se juntarán esa noche a las once. Demasiado tarde para ella. De todas formas, Ana —o más bien Ishara— recorre el bosque mágico, se sumerge en el lago del poder, mata a un par de orcos y a un dragón en vuelo. Pero sin sus amigos todo le resulta tedioso, trivial, incluso algo infantil.

Recién cuando sale del cíber recuerda a Mateo. La llamó mientras trabajaba y ella le prometió pasar por lo de Antonio a saludarlo. No sabe si tiene ganas. Es lo que le pasa habitualmente con Mateo, esta mezcla de sensaciones confusas. Quiere verlo y no quiere, casi al mismo tiempo. Le gusta y le disgusta, si es que eso es posible.

Sube decidida a no quedarse más de unos minutos. Con cautela, no toca el timbre, sino que golpea suavemente. Mateo le abre enseguida. El primer impacto es chocante: se le ha salido la venda y ahora la herida, violeta e hinchada, asoma amenazante. Pero él sonríe.

—Hola, flaca —habla en susurros—. Antonio duerme, mejor vamos afuera.

En el balcón hay dos sillones de plástico antiguos que a Ana le recuerdan los muebles de su abuela. Se nota que Mateo acaba de limpiarlos y ha acercado una mesa baja, donde ahora deposita una gaseosa y dos vasos.

—¿Cómo va eso? —pregunta ella señalando la herida.

—Duele un poco. Y parezco un monstruo. Fuera de eso, genial.

Ana sonríe.

—¿Te comunicaste con tu familia?

Él menea la cabeza y mira al suelo.

—Solo le mandé un mensaje a mi vieja. Pero prefiero no hablar de eso ahora, no te enojes. Contame algo tuyo. Vivís con tus viejos y tu hermana, ¿no?

Recién en ese momento, Ana se da cuenta de que nunca le dijo que su padre está muerto y se siente absurdamente en falta. Una ola de calor que parece subir desde sus pies le hace arder las mejillas. Mateo nota su malestar.

—¿Dije algo malo?

—No, es que… creo que nunca te conté que mi papá murió.

Él la mira con sorpresa.

—No, no sabía. ¿Cuándo?

—Hace… dos años. Un… accidente.

En este instante, Ana tiene la sensación de estar tragando una piedra y eso le impide seguir hablando. Tose e intenta disimular. Se siente estúpida: dos años y aún no es capaz de hablar sobre su padre sin que se le quiebre la voz.

—Otro tema descartado —sonríe nerviosamente Mateo—. Contame del trabajo en el negocio. Juro que no meto más la pata.

Ana asiente, toma un trago de gaseosa para ganar tiempo y habla. Habla de su descarada presentación, de Toby, del disfraz que le quedaba ridiculamente grande, del carro y los caballos, del chico que le hizo pis en la falda. Mateo se ríe, pregunta, se vuelve a reír. Ella se entusiasma y habla más: de las miradas entre Orlando y Lara que percibe toda la tienda, de Bety y sus ojos tristes. Cuando observa el reloj, ha pasado más de una hora.

—Me tengo que ir.

—Qué lástima. Y ese asunto del carro mañana, ¿a qué hora es?

—Empieza a las tres.

—Perfecto, a esa hora viene la señora y puedo salir. Voy a verte.

Ana deja de sonreír.

—No, mejor no.

—¿Por qué?

—No sé… Me da vergüenza que me veas.

—¿Vergüenza? Si te van a ver miles de personas. Dale, Anita, no hagas que te ruegue. Quiero ir.

Se resiste un poco más y termina aceptando a regañadientes. Pero más tarde la idea de que él estará allí, entre la multitud, le infunde cierta tranquilidad. Como si Mateo pudiera protegerla de algo, no sabe bien de qué, de algo malo que la espera una vez que suba al carro.

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