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Esta mañana, Toby llega a la tienda más temprano que nunca. Quiere supervisar todos los detalles antes del desfile de Papá Noel, asegurarse de que nada falte. En realidad, ya ha revisado todo el día anterior, pero no logra sacarse de encima esa sensación angustiante de que las cosas no están bien preparadas. Chequea entonces cada aspecto del esquema previsto: los caballos llegarán a las dos de la tarde y serán ingresados al garaje. La chica estará esperando ahí con su disfraz y el cochero, Orlando, recibirá las últimas instrucciones del cuidador de los animales. Ya habrán colocado afuera los parlantes y se oirá a todo volumen la música navideña. Entonces engancharán los caballos, el carro saldrá y el show habrá empezado.

¿Qué puede salir mal?, se pregunta. Quisiera poder contestarse que nada, pero Toby duda. Estos últimos días lo ha invadido una horrible sensación de fatalidad. Cuando tuvo la idea del desfile, un par de meses atrás, le pareció brillante. La repercusión iba a ser enorme, se convenció: gente invadiendo la calle, notas y fotos en los medios, la tienda llena de clientes, ventas récord.

Y luego, todo se empezó a complicar. Antonio se quebró la cadera y le falló por primera vez en muchos años. Luego, la carreta no fue lo que él hubiese querido. Tampoco los caballos. Y no aparecía ningún candidato a Papá Noel, hasta que esa chica… Demasiado joven, piensa ahora. No debió tomarla. No es que haya tenido problemas hasta el momento, pero la ve rara, muy nerviosa. Y si alguien se entera de que Papá Noel es una chiquilina de dieciséis años… Si es que tiene dieciséis, porque en su apuro por contratar a alguien no le pidió los documentos.

Toby se sienta en su sillón e intenta relajarse. Todo va a salir bien, se repite. ¿Por qué tanta angustia? Sus ojos se posan sobre la foto en su escritorio, en la que Lara, con ocho o nueve años, saluda a cámara disfrazada de ángel. Qué sonrisa tenía entonces.

Las cosas con ella también vienen mal, ese es quizá el origen de su malestar. No termina de entender a su hija. Llevarla a la tienda, creyó, era lo mejor que podía hacer por ella. Está convencido de que tiene condiciones para manejar una empresa: es despierta, imaginativa, rápida con los números. Necesita un empujón, como lo necesitó él cuando su padre lo inició en el comercio. Pero desde que empezó, su hija está cada vez más malhumorada y fría. Se muestra más agradable con cualquier empleado de la tienda que con su propio padre. Hay días en que ni siquiera lo saluda.

Y eso que él se cuida de no criticarla. Por ejemplo, no le ha dicho nada de los vestidos ajustados que se pone, claramente inadecuados, que hacen que los clientes la miren de una manera… de una manera que él encuentra sumamente desagradable. También ha visto al guardia, Orlando, observándola atontado. Ese chico fue otro error, se dice ahora. No debió ascenderlo. No tiene capacidad para el puesto. Decide que va a despedirlo apenas pasen las fiestas. En enero, cuando todo esté tranquilo, reorganizará las cosas.

Lejos de calmarlo, esta línea de pensamiento lo ha puesto más tenso aún. Toby cierra los ojos e intenta evocar algo agradable, algún recuerdo feliz, y excava en su memoria hasta que da con una tarde prenavideña en que entró a la tienda con su hija de la mano.

Hay que presionar rewind diez años. Veintidós de diciembre. Toby sabe que es un día complicado en el negocio y que sería más razonable ir solo, pero le ha prometido a Lara que pasarán juntos ahí la tarde, que podrá ayudar a los vendedores y hacer de asistente de Papá Noel. Mientras se acercan se siente contagiado por la excitación que emana del cuerpo de su hija de ocho años. La mano de ella aprieta con ansiedad la suya y tira para que camine más rápido. Toby apura el paso y sonríe. Tiene por esta niña de ojos claros y largas trenzas una adoración que no ha sentido nunca antes en su vida. A veces cree que es demasiado.

Ahora están entrando a la tienda y Lara corre en dirección a Papá Noel. Durante una hora hará de secretaria, ayudando a los chicos a acomodarse para las fotos y guardando en la bolsa sus listas de regalos. Luego van a permitirle que confeccione moños y entregue las bolsas a los clientes.

Al fin, rendida, se deja caer en la silla giratoria de la oficina de su abuelo y da vueltas hasta marearse.

—Cuando sea grande, el abuelo y vos se van a quedar en casa y yo voy a trabajar acá —dice.

Divertido, su padre levanta la vista del monitor de la computadora.

—¿Sí? ¿Y qué vas a hacer acá?

—Todo. Voy a ser la jefa.

—Me parece muy bien —Toby sonríe—. Así yo voy a poder descansar.

Mientras lo dice, piensa que eso es lo correcto. Que Bety no tiene mayor interés por la tienda ni hijos que la hereden. Y que Lara está llamada a ser la continuadora de la tarea del viejo Tobías.

Esa será su idea durante los años que siguen.

Ahora Toby está de pie frente a la ventana de su oficina. La tienda ya se puso en funcionamiento y empiezan a llegar los clientes. Dos de las vendedoras, a las que hoy les hizo usar gorros navideños, están entregando los volantes en los que se anuncia el desfile. Va a salir todo bien, se repite, perfectamente bien.

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