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Apenas llega, Ana recibe la orden de presentarse ante Toby y escucha una vez más los detalles planificados para el desarrollo del desfile, los mismos detalles que ha escuchado el día anterior y el anterior al anterior. Este hombre no anda bien, piensa, pero sonríe y dice a todo que sí. Luego va a la oficina de Bety y juntas envuelven cientos de pequeños juguetes que ella deberá arrojar desde el carro junto con los caramelos y los volantes publicitarios. A medida que los va sacando de la bolsa los examina: son animalitos o autitos plásticos de baja calidad. También hay unos mínimos lápices de colores y peines («¿A qué niño le puede gustar recibir peines?», se pregunta en silencio). Es demasiado evidente el contraste entre los objetos reales y los volantes que anuncian: «¡Un show con fabulosos regalos para todos!».

—Poca cosa, ¿no? —comenta Bety mientras se cubre la nariz enrojecida con un pañuelo.

—Ajá.

—Tenía que ser barato. Esperemos que no nos los tiren por la cabeza.

—¿Estás resfriada?

—No, es alergia. El viento, el polen y los nervios de mi hermano producen este efecto. No veo el momento en que este día se acabe.

Dos horas pasan hasta que terminan con todos los paquetes. Luego hay que llenar las bolsas verdes y acomodarlas en el carro. Toby descubre a último momento un defecto en el logo de la tienda pintado en el lado derecho, y es necesario corregirlo. Más tarde se enfurece porque Orlando ha olvidado la corbata, y parece a punto de liquidarlo con sus propias manos cuando lo salva un vendedor que ofrece la suya en préstamo. Pero es evidente que Orlando ha quedado marcado por su falta y, desde ese momento, Toby no hace sino encontrarle problemas a su comportamiento.

Esta vez, Ana no sale a almorzar. La tensión en el ambiente se le ha contagiado y se limita a comer su sándwich en cinco minutos, sentada junto a la cafetera. Luego parte a ponerse el traje. Cree estar lista cuando Bety la ve y menea la cabeza con desaprobación.

—¿Qué?

—O adelgazaste súbitamente o se soltó alguna pinza.

Efectivamente, se ha descosido una parte del arreglo y Bety vuela a buscar su costurero.

—Te lo voy a coser puesto —dice, y para liberarse las manos pone su pañuelo en uno de los bolsillos de Ana—. Guardame esto un momento.

Mientras da las últimas puntadas, Toby empieza a gritar que no hay tiempo, que han llegado los caballos y Ana debe estar junto al carro ya mismo. Bety corta el hilo y se da vuelta para guardar sus cosas, pero entonces ve algo en el costurero que la hace llamarla otra vez.

—¡Ana!

—¿Qué?

—El otro día te olvidaste esto en mi oficina —dice, y le pone en el bolsillo el número de lotería.

—No, Bety, de verdad no puedo…

—¡Ya me lo vas a pagar después! Vamos, te esperan.

En el comienzo, todo marcha bien. El carro avanza mientras suenan villancicos en los parlantes, y la gente que se ha reunido en la puerta para verlo aplaude entusiasmada. Ana saluda al público agitando su mano derecha y empieza a sacar cosas de las bolsas, que tira al aire. Caramelos, volantes, más caramelos y alguno de los paquetes envueltos para regalo. Le han dicho que vaya lentamente con los regalos, que no tire todo demasiado pronto, porque el carro dará cinco vueltas y tienen que durar hasta el final. De modo que eso es lo que hace: va graduando lo que arroja e ignora los gritos de los chicos que estiran sus manos desesperadamente. Mientras tanto, sonríe. Sonríe tanto que pronto empieza a dolerle la mandíbula.

Orlando parece estar manejándose bien con los caballos. Al principio el avance es muy lento, pero a poco de andar consigue darle un ritmo más normal. Ana sigue saludando, sonriendo, tirando caramelos, saludando otra vez. Ya falta menos, se dice. Han dado una vuelta completa. Más tranquila, empieza a observar a la multitud que la rodea. Hay caras conocidas. Ahora pasa corriendo Mateo (¿por qué correrá?) y ella arroja caramelos en su dirección, pero él no se detiene a agarrarlos. Después ve a Bety, con su nariz enrojecida, y recuerda que su pañuelo le ha quedado en el bolsillo.

El carro acaba de detenerse porque el semáforo cambió a rojo. Ana se acomoda en el asiento, más relajada. Se da cuenta de que está cansada, muy cansada. Pero todo está saliendo bien y ya no falta mucho. Tira más volantes mientras registra en la multitud a Toby, que no tiene buena cara. Y luego, un poco más lejos, a Lara, hoy con un vestido oscuro de escote pronunciado que destaca más que nunca la blancura de su piel.

No es la única que la ha visto: Orlando mira ostensiblemente en dirección a ella, en lugar de mantener la vista al frente, como debería. Ahora los caballos se están mostrando un poco inquietos, observa Ana, y él ni siquiera lo percibe.

Entonces oye un grito que se eleva por encima del resto de los gritos.

—¡Orlando!

Y advierte que es Toby, que hace señas furiosas para que el cochero deje de distraerse, pero él no se da por aludido. Ana decide intervenir. Se incorpora, con la idea de tocar la espalda de Orlando y avisarle que está a punto de perder el trabajo.

Pero entonces sucede algo. Al levantarse ve en la esquina al chico malabarista, que hasta ese momento estaba fuera de su alcance visual.

Lo observa. Y en unos segundos, Ana se da cuenta de que ha estado ciega mucho tiempo. Abre la boca, pero no llega a decir nada, enmudecida por la sorpresa.

Aquí hay que hacer una pausa.

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