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Ella se llama Frida, y él, Marco. Ella tiene setenta y ocho años, anteojos gruesos, algunos problemas de salud y un malhumor casi permanente. Él es su perro. La relación no es buena, un hecho que puede notar cualquiera que la observe mientras tironea de la correa para que se mueva (cuando él ha decidido sentarse y descansar) o para que se detenga (cuando él se muestra desesperado por correr). La correa es, a todas luces, excesivamente larga, y ella no hace más que enredarla en diferentes lugares y protestar.

Esa tarde, Frida lo ha sacado para que él haga sus necesidades. Enseguida se da cuenta de que cometió un error: hace demasiado calor. Piensa en volver a su casa y salir más tarde, pero Marco está muy entusiasmado y tira de la correa con una energía que ella no puede combatir. Resignada, camina una cuadra y entonces oye música y ruido que vienen de la avenida.

Se acerca un poco más para averiguar de qué se trata el asunto y ve un volante en el suelo que le da la respuesta: «¡No se pierda el desfile de Papá Noel! ¡Fabulosos regalos para todos!».

Frida quiere ir y, a juzgar por la fuerza que hace en sentido contrario, Marco no. Pero ella no está dispuesta a rendirse y, mientras tira de la correa, se pregunta una vez más por qué aceptó ese perro.

Hay que rebobinar cuatro meses, hasta el momento en que, sentada en el sillón de su casa, Frida le dice a su hijo que le da miedo estar sola. El hijo vive en Neuquén y está pasando un fin de semana en Buenos Aires.

—¿Miedo? —pregunta—. ¿Por qué?

—Las cosas no son como antes: ahora hay muchos robos. Además, yo no veo bien, me siento muy insegura —sacude la cabeza y los anteojos le bailan sobre la nariz—. No sé cuánto tiempo más voy a poder vivir así.

En realidad, Frida apunta a que su hijo vuelva a vivir a Buenos Aires. O bien a que la invite a ir con él a Neuquén. No es exactamente lo que él interpreta.

Al día siguiente, le anuncia al salir que traerá una sorpresa. Cuando vuelve, le pide a su madre que cierre los ojos y la conduce a la cocina.

—Abrilos —dice.

Frida los abre y, a través de sus gruesos anteojos, ve un perro color café con leche con la lengua afuera.

—¿Y eso?

—Es tu regalo. Se llama Marco.

—¿Un perro? ¿Y qué voy a hacer con un perro?

—Ya no vas a estar sola. Te va a hacer compañía, te va a proteger en la calle, vas a estar más segura.

Frida mira a su hijo sin saber qué decir. La realidad es que los perros no le gustan mucho. No le gustan casi nada. Pero tiene miedo de desilusionarlo. De modo que sonríe.

—Gracias —dice.

Marco la observa y bosteza.

Avanzando rápido por los días siguientes, es posible ver que la relación entre Frida y Marco no prospera. A ella le molesta su olor. Le molestan los quejidos que produce cuando quiere salir. Le molesta tener que levantar la caca que hace en la calle (esto le molesta mucho).

Una tarde lo lleva al parque, un buen momento para detenerse y observar. Ese día hay muchos perros. También hay niños, padres, vendedores. Frida se agacha y le saca la correa a Marco.

—Vamos —dice—, a correr.

Por un momento, Marco la mira desconcertado. Pero ella insiste.

—A correr, a correr.

Y sacude los brazos. Al fin, Marco parece entender y se lanza a la persecución de otro perro. Frida se sienta en un banco y espera. Piensa que quizá él huya. En ese caso va a poder decirle al hijo que no fue su culpa, que el perro claramente no estaba a gusto con ella y que no pudo evitar que escapara.

Pero cinco minutos después, Marco vuelve a su lado y la mira agitando la cola.

Frida suspira. Entonces toma una rama del suelo y la tira lo más lejos posible.

—¡A buscarla! —grita.

Mientras el perro corre, ella se levanta y camina lentamente hacia un banco en el otro extremo de la plaza. Se sienta y gira su cuerpo a la derecha para observar a los chicos que juegan en el tobogán.

No lo mira a él, no sabe dónde está. Quizá, se dice, lo encontró algún chico y se lo está llevando a su casa. Sin embargo, ocho minutos más tarde, Marco reaparece. Se detiene agitado y deposita junto a ella la rama llena de baba. Parece esperar algo, pero ante la falta de reacción de Frida, opta por sentarse. Apoya la cabeza sobre el pie de su dueña y descansa.

Ahora Frida ha logrado llegar al lugar donde transcurre el desfile. El carro, que va por la segunda vuelta, está acercándose lentamente: ya puede verlo. A ella le gustaría agarrar alguno de los regalos que tira Papá Noel y trata de adelantarse, pero Marco no parece estar de acuerdo y durante unos segundos forcejean. Es entonces cuando se produce el choque: un muchacho que se acerca corriendo a toda velocidad la golpea en el hombro. Asustada, Frida grita y se balancea. En ese instante siente claramente que intentan arrancarle la cartera. Ahora Marco ladra enloquecido y ella siente un extraño orgullo por su perro, que la está defendiendo. Esto le da coraje para sujetar la tira de la cartera y gritar con toda su fuerza.

—¡Ladrón! ¡Ladrón!

Va a quedar en pausa, con el grito en la boca.

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