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Solo hay que rebobinar una media hora, hasta el momento en que Mateo sale de la casa de Antonio y camina hacia la tienda. No está del todo convencido de lo que decidió hacer. Nunca está convencido de nada en lo que se refiere a Ana. El día anterior ella dijo claramente que prefería que él no fuera al desfile, y solo por su insistencia terminó aceptando. Quizá insistió demasiado, piensa ahora, y se detiene un momento en la calle. ¿Debería volverse?

No lo sabe y sigue caminando. El argumento de la vergüenza no lo convence. ¿Por qué no querría ella que él la viera en el desfile? Quizá hay otro problema. Otra persona. Es algo que sospecha desde hace un tiempo, si bien ella nunca dijo nada concreto al respecto. A Mateo le gusta Ana, de eso no tiene ninguna duda, pero no quiere tirarse a la pileta y encontrarla vacía. De modo que prefiere ir con cautela.

Ahora ha llegado a la puerta de la tienda, donde una gran masa de gente espera: el desfile todavía no empezó. Se asoma entre la multitud y alcanza a ver que aún están preparando el carro. Tiene tiempo para ir a comprar una bebida, calcula, porque hace calor y la caminata le ha dado sed. Va entonces hasta la esquina y dobla: al final de esa cuadra hay un kiosco abierto.

Pero no llega a comprar nada, porque en ese momento sucede algo que lo paraliza: ve a su padre. Está al volante del auto, detenido en el semáforo. Tiene el brazo fuera de la ventanilla y una expresión ausente que alguien podría considerar producto de una profunda concentración. Mateo, sin embargo, conoce demasiado bien esa cara y se da cuenta de que otra vez su padre estuvo tomando. No quiere hablar con él en ese estado. En realidad, no quiere hablarle de ninguna manera. Entonces da media vuelta y corre. Pero su padre lo ha visto.

—¡Mateo!

Él no se detiene, sino que corre más rápido. El semáforo cambia y Julio —así se llama el padre— pone primera y acelera.

—¡Mateo! ¡Esperá!

Pero si hay algo que Mateo tiene claro es que no lo va a esperar. Dobla en la esquina y sigue corriendo en dirección a la tienda. Se da cuenta de que su padre lo está siguiendo e intenta ir más rápido todavía. Ahora, en la calle, la multitud ha crecido. El carro acaba de salir y avanza lentamente. Hay música, ruido, papeles que vuelan por el aire. Mateo se sumerge entre la gente y por unos instantes se siente a salvo: su padre no podrá verlo. Reduce la velocidad, ahora está caminando rápido. Seguramente lo ha perdido. Su corazón se desacelera poco a poco. Pero entonces se da vuelta y lo ve otra vez: consiguió avanzar, ya está a pocos metros. Él no piensa permitir que lo alcance. Y vuelve a correr. Más rápido, cada vez más rápido.

Es en ese momento, mientras corre haciendo zigzag para esquivar a los transeúntes, cuando tropieza con una correa de perro. A punto de irse de bruces al suelo, golpea a una mujer, manotea en el aire para recuperar el equilibrio y su mano se topa con una tira de cuero. De allí se agarra. Es cuando la mujer grita:

—¡Ladrón! ¡Ladrón!

El perro ladra más fuerte, la mujer se sacude y, mientras intenta desenredarse, Mateo balbucea que no es ningún ladrón, pero nadie lo escucha.

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