Zoom

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Había quedado con la boca levemente abierta y la sorpresa en los ojos. Habría que explicarlo.

Cuando Ana se incorpora y ve al malabarista hay algo, al principio no sabe bien de qué se trata, que llama su atención. Entonces, sus ojos lo enfocan: como si hicieran zoom, acercan el objetivo. Lo primero que salta es la remera. Es igual a una que le trajo a ella su padre de Portugal, una vez que debió viajar por trabajo, y que ya no le queda. Color morado, con un pez en el frente. Es extraño, piensa, que ese chico tenga la misma. Luego, sus ojos siguen por la gorra verde que tapa parcialmente la cara del malabarista y, qué curioso, también es notablemente similar a una que le regalaron en su último cumpleaños y nunca usó porque no le termina de gustar. Su lógica se rebela ante tanta casualidad, y entonces sus ojos aumentan el zoom y empiezan a recorrer con más detenimiento ese cuerpo semiescondido por las ropas holgadas, lo poco que alcanza a ver de la cara, sus pequeñas manos… Es como un golpe el instante en que Ana se da cuenta de que el chico no es chico sino chica y, más específicamente, su hermana Cecilia. Y su cerebro sale del letargo en el que estaba y empieza a unir datos que hasta ahora ha dejado pasar: las extrañas desapariciones de su hermana, las tres pelotas de colores en la repisa de su habitación, esas monedas o billetes arrugados que encontraban en los lugares más insospechados y que les permitieron tantas veces salir del apuro. Un dinero cuya aparición ella, en su infinita ingenuidad —piensa ahora—, adjudicaba a la falta de orden. Y es como un cuchillo que se clava en medio de su frente, porque su hermana de diez años ha estado trabajando en la calle quién sabe cuánto tiempo, exponiendo su cuerpo entre los autos, y ella no se ha enterado de nada.

Si algo tiene claro Ana en ese momento es que no puede quedarse ahí parada, que tiene que sacar a Cecilia de la calle inmediatamente. Entonces salta del carro y corre sin importarle nada, ni el trabajo, ni el ridículo, ni el pie que acaba de doblarse y le duele. En la carrera ve a Mateo y piensa que quizá pueda ayudarla, pero no tiene tiempo de parar y decírselo. Entonces simplemente tira de su brazo al tiempo que grita: «¡Vamos, vamos!». Y corre con desesperación. Corre tropezando con la gente, empujando a los que se cruzan en su camino, hasta llegar a la esquina y arrancar a Cecilia de la calle.

Segundos más tarde se oye el primer impacto. Y enseguida el segundo, el tercero, el cuarto, hasta que un coche atraviesa la esquina y va a dar contra un kiosco. Ana no logra entender nada, porque al principio tiene la extraña sensación de que ha sido ella quien causó el choque en cadena. ¿Pero cómo? Hay gritos, vidrios rotos, una alarma que se echa a sonar enloquecida. Poco a poco, la gente empieza a salir de los coches, examinan los daños, las leves heridas. Alguien menciona a un conductor distraído o borracho, que provocó el accidente, y al chico malabarista, que se salvó. Y luego la miran a ella. La miran con una insistencia que la asusta, y decide que es hora de irse.

Hasta este momento no ha habido casi palabras entre Ana y su hermana. Solo el grito que ella ha lanzado al sacarla de la calle: «¡Cecilia!». Un grito que fue suficiente para que su hermana entendiera que ya no hará lo que venía haciendo. Ahora Ana la toma de la mano y le hace un gesto.

Se van. Corren otra vez mirando al frente, sabiendo que son el centro de la atención e intentando no saberlo. Antes de llegar al carro, Ana ve a Bety, que la frena.

—Ana, ¿qué pasó? ¿Por qué hiciste eso?

Tiene la nariz aún más roja que antes y los ojos acuosos. Evidentemente, el ataque de alergia empeoró en el último rato.

—Es… es largo, Bety. Te lo explico después —dice Ana mientras saca el pañuelo de su bolsillo y se lo extiende—. Discúlpame.

Entonces sube al carro con Cecilia y se dirige a Orlando, que la mira con ojos alucinados.

—Por favor, salgamos de acá.

Está esperando que Orlando discuta, que le grite, que quizá la obligue a bajar. Pero no, él obedece. Agita las riendas, les susurra algo a los caballos y avanza muy lentamente en medio del embotellamiento. Ahora un policía ha logrado despejar un carril y por allí salen. Pronto están andando otra vez, ante la mirada sorprendida de la multitud.

Han recorrido dos cuadras más cuando Orlando se detiene y gira.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunta.

—Sigamos —dice Ana—, sigamos con las vueltas que teníamos que dar.

Orlando parece dudar.

—¿Y él? —pregunta señalando a Cecilia.

—Ella es mi hermana. Ya veremos dónde la dejamos. Pero ahora sigamos, como si nada hubiera pasado.

Eso hacen. Vuelven al recorrido previsto y Ana tira caramelos, regalos y volantes mientras saluda con entusiasmo. Cecilia se ofrece a ayudar y entonces también ella saluda y arroja caramelos. Las noticias sobre la salvación del niño malabarista han corrido rápidamente y ahora la gente aplaude al paso del carro, saca fotos, grita.

Una cuadra antes de llegar a la tienda, Ana hace bajar a Cecilia del carro.

—Ahora te vas a lo de Olga. Sin desvíos.

Mira partir a su hermana y sigue saludando, tirando caramelos, volantes, regalos, hasta llegar a la tienda donde, Ana está segura, van a despedirla sin pagarle el salario.

Lo único que no le sale es la sonrisa, pero con esa barba tan tupida nadie se da cuenta.

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