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Hay que rebobinar otra vez. Unos veinte o treinta minutos, hasta el momento en que Mateo tropieza con la correa del perro, tambalea y se agarra de lo que resulta ser la cartera de una mujer, quien grita: «¡Ladrón!».

En ese instante, Ana salta del carro y provoca un reguero de exclamaciones. Cuando Mateo gira la cabeza, la ve venir corriendo hacia él y, durante un breve y extraño momento, tiene la impresión de que se ha lanzado a la calle solo para salvarlo de la vieja. Pero enseguida entiende que no es así, que debe existir algún otro motivo para la carrera. Y, sin embargo, Ana lo salva porque su presencia distrae a la mujer, y en el momento en que le grita «¡Vamos!» y tira de su brazo, él termina de desengancharse de la correa del perro y puede seguir corriendo. No sabe adónde ni por qué corren, pero eso es lo de menos: lo importante es salir de ahí.

Ya ha perdido de vista a su padre cuando llegan a la esquina y observa cómo Ana hace algo incomprensible: toma con violencia el brazo del malabarista y lo fuerza a salir de la calle. Un instante después, se oye la cadena de impactos. El primero, el segundo, el tercero… Hay ruido a chapa y a vidrio roto, gritos y bocinazos, caos. Todos miran intentando saber qué pasó, qué pudo ocasionar esa insólita cadena de choques.

Él lo presiente. Desea con desesperación que no sea cierto, que no sea su padre quien ha provocado el desastre, pero a cada instante que pasa está más convencido de que fue él. Y mientras todos corren y gritan, se queda paralizado intentando decidir qué hacer, si ir en su ayuda, si huir. Le tiemblan las piernas, le zumban los oídos, y por unos minutos deja de percibir los gritos a su alrededor y solo oye el furioso latido de su corazón.

Quizá camina en un estado de inconsciencia. O quizá simplemente olvida haber caminado. De pronto se encuentra frente al auto de su padre y ve que alguien lo está ayudando a salir. Tiene un corte en la mejilla, pero por lo demás parece estar ileso, aunque desesperado. Se agarra la cabeza. Da la impresión de que está sollozando e intentando explicar lo inexplicable a quienes lo rodean. En ese momento levanta la vista y ve a Mateo. Hay en sus ojos una luz de algo indefinido. ¿Un pedido? Pero Mateo no está dispuesto a concederle nada. Da media vuelta y otra vez corre. Corre alocadamente, empujando a quien se le cruza, con el único objetivo de alejarse de su padre.

Diez minutos después, se detiene agotado y mira a su alrededor. Ha dado vueltas en círculo y está otra vez cerca de la tienda. Debería volver a la casa, piensa. Tiene que ocuparse de Antonio. Pero en ese momento, a lo lejos, ve venir el carro. Ana aún está saludando y lanzando caramelos. ¿Cómo puede, se pregunta, después de todo lo que pasó? Mateo le hace señas.

—¡Ana!

Quisiera poder hablarle, tratar de entender con ella lo sucedido, pero Ana no lo ve. Ahora está ayudando al malabarista a bajarse: lo observa unos segundos y el carro parte nuevamente.

Mateo mira mientras el chico se saca la gorra y, sorpresa, aparece una enredada y larga cabellera rubia. El malabarista ha resultado ser una chica. Ahora que lo ve de cerca le nota un aire familiar, sin duda tiene un cierto parecido con Ana. Recién entonces ata cabos y se da cuenta de lo que pasó. El asombro le hace abrir y cerrar la boca. De pronto, todo lo sucedido encaja: lo que hizo Ana fue rescatar a su hermana. Y un segundo más tarde saca otra conclusión: quien estuvo a punto de atropellarla fue su padre.

La idea le eriza la piel. Sin pensarlo, empieza a caminar detrás de Cecilia. Siente que su obligación es cuidarla, impedir que ninguna otra cosa mala pueda pasarle. Pero nada sucede. Cecilia llega sana y salva y ambos entran al edificio. Cuando ya están en el ascensor, decide hablarle.

—Soy Mateo, amigo de tu hermana —se presenta—. Estoy trabajando en la casa de Antonio.

Cecilia lo mira y produce una mueca que podría interpretarse como una sonrisa.

—Ya sé —responde.

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