Zoom

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A veces la vida se apiada de ti y de lo que has sufrido. Considera que ya has tenido bastante y decide poner un ángel en tu camino. Una persona desconocida, en un lugar en el que nunca has estado y que se mueve en un universo diferente, difícil de comprender. Y esa persona, de forma desinteresada, es la que devuelve todo a su sitio.

Mi ángel fue una anciana algo extraña y delgadita, de manos suaves, que bebía Aperol Spritz y vestía como una clásica estrella del celuloide, que sabía cómo arrancarte una carcajada cuando te veía en horas bajas y que fingió estar en otro mundo, ajena a nuestras conversaciones, mientras urdía un plan para ayudarnos. Que siempre supo del proyecto de mi hermano, del dolor y los problemas económicos de Mario y también de las ganas que yo tenía de tomar las riendas de mi vida. Pero, sobre todo, sabía lo mucho que podíamos ayudarnos Mario y yo el uno al otro, así que se encargó de que no pudiéramos separarnos.

Siempre me arrepentiré de no haberme dado cuenta ni siquiera cuando una parte de mí empezaba a sospechar de su entendimiento. Me llevaré a la tumba las ganas de darle las gracias por habernos salvado a todos y sentiré que no llegara a ver con sus propios ojos lo que consiguió con su generosidad y altruismo.

No verá cómo mi hermano, financiado por mí, dio a Ramen el impulso que necesitaba. Ni cómo consiguió crear su propia empresa, que cuenta ya con treinta empleados al cargo de un jefe desesperante y taciturno que no desentonaría en Silicon Valley.

No verá cómo mis padres, libres ya de las cargas económicas que el Innombrable les provocó, se dedican a viajar todo lo que pueden antes de que, como dice mi madre, «se les agoten las pilas», mientras yo me quedo a cargo de mi abuela Salvadora, que ni siquiera llegó a enterarse de que ella se había ido, pero que me habla de Nueva Orleans de vez en cuando.

Tampoco verá cómo alquilé un local y empecé de cero con la fotografía, ni la foto que ocupa el lugar de honor en mi galería y que muestra a una anciana en una piscina vacía, tan hermosa que obliga a todo el mundo a detenerse para contemplarla.

Puede que todavía no haya alcanzado el éxito que tuve en mi momento o incluso que no llegue a alcanzarlo nunca, pero no me preocupa, me permite llevar una vida más reposada en El robledal, junto a mi marido.

Un marido sin hoyuelos, pero con una sonrisa increíble. Un hombre que ya no tenía esperanza, y que empieza a disfrutar de la vida de nuevo. Sus hijos mejoran, día tras día, y las heridas se cierran.

Y yo conduzco hacia esos niños en este momento. Feliz por darles una noticia. Tienen a una hermana en camino. Y su padre y yo queremos llamarla Catalina.

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