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Capítulo 18

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Capítulo 18

—¡No te puedes ni imaginar lo que nos reímos! —le contaba a Víctor en nuestra cena de Navidad con pizza. Virginia no había podido unirse a nosotros por tener un compromiso familiar— ¡Tengo hasta agujetas en la barriga!

—Soy fan de Doña Catalina —contestó con la boca llena—. ¿Será verdad todo lo que dice?

—Mi madre y yo nos preguntamos lo mismo —dije encogiendo los hombros—. Te diría que no, pero lo cuenta todo con tantos detalles que me hace dudar… Yo creo que sí. Desde luego ha viajado mucho y se la ve una mujer de mundo, muy abierta de mente, y eso que la educación que recibió muy liberal no sería, siendo su padre quien era…

—¡Seguro que más liberal que la mía! —exclamó Víctor.

—Exagerado.

—Anoche mis padres me obligaron a ir a la Misa del Gallo, Maite. ¡A la Misa del Gallo! ¡A mí! ¡Que no me sé ni el Padrenuestro! Y tenías que haber visto cómo miraba la gente al hereje de mi hermano. ¡Llevaba las rastas por la cintura, el tío!

—Me extraña que fuerais, la verdad —contesté cogiendo un trozo de pizza.

—Tú sabes que, en el fondo, nos encanta la provocación —dijo aleteando las pestañas con coquetería.

Asentí poniendo los ojos en blanco. Claro que lo sabía.

—Bueno —continuó—, ¿y cómo la devolvisteis a La Pilarica sin que el guarda sospechara?

—¡Uy! ¡Eso fue una historia! Tuvimos que confesarle que habíamos ido a recoger a Doña Catalina.

—Se lo tomaría fatal, ¿no? Pobre hombre…

—Al principio sí, pero mi madre desplegó todas sus armas y acabó convenciéndolo de que habíamos hecho una buena obra.

—¡Es que habíais hecho una buena obra! ¿Qué iba a hacer la mujer ahí abandonadita en su mansión en nochebuena? ¡Se me ponen los pelos como escarpias! ¡Mira! —gritó arremangándose y enseñándome su antebrazo peludo.

—Pues eso debió de pensar él… Aunque nos echó una buena bronca.

—Normal, se estaba jugando el puesto.

—¡Ay! ¡Calla un momento! ¡La escena final de Pretty woman!

Evidentemente, aquella noche me había tocado a mí elegir la peli.

—Aichs… —suspiré viendo cómo Richard Gere subía la escalera de emergencia, con el ramo en la boca, para besar a Julia Roberts.

—Es el peor final de la historia del cine —bufó Víctor cruzando los brazos sobre el pecho y poniendo una pierna sobre la otra.

—¿Pero qué dices? —pregunté con los ojos muy abiertos.

—La ópera a toda pastilla, las palomas volando en medio de la calle, él superando su fobia a las alturas para besarla a ella, ¡¡que tiene los ojos abiertos y parece que le está dando un parraque!! ¡¡HORROR!!

Viéndolo así, no tuve más remedio que echarme a reír.

Y así estábamos los dos, riendo y pasándolo bien, cuando me sonó el teléfono.

Alargué el brazo para cogerlo y, al ver el nombre en la pantalla, se me cortó la diversión de cuajo. Era Mario.

—¡Ay Dios!

—¿Qué pasa? —preguntó Víctor.

—¡Es él! —contesté mostrándole el móvil.

—¡No lo cojas! ¡No son horas y te ha despedido! ¡Que se fastidie!

—¿Y si les ha pasado algo a los niños? ¡Tengo que contestar! —me tomé unos segundos para sonar más relajada y descolgué— ¿Sí?

—Hola, Maite —dijo Mario—. Perdona que te llame a estas horas y siendo Navidad.

—No se preocupe. ¿Qué pasa?

Víctor puso cara de fastidio. No soportaba que hablara de usted a una persona que solo tenía unos años más que yo. En su opinión, era una actitud servil y muy de la España profunda para el siglo veintiuno.

—Verás —continuó mi exjefe—, tengo una especie de emergencia con los niños.

—¿Están bien?

—No —dijo, pero enseguida rectificó—. ¡Bueno, sí! Quiero decir que no les pasa nada físico. No están enfermos ni nada de eso —aclaró—. Es solo que llevan varios días muy enfadados conmigo por… —hizo una pausa y carraspeó, incómodo—. Ya sabes… por dejar que te fueras.

—¿Dejar que me fuera? —pregunté— Querrá decir por despedirme, ¿no?

Tardó un poco en contestar, pero reconoció su molesto eufemismo:

—Sí, eso quiero decir.

Se produjo otro tenso paréntesis. Supuse que Mario simplemente esperaba por si quería cebarme con él un poco más, pero no lo hice, sabía lo mucho que le estaba costando hacer aquella llamada, con eso era suficiente.

—Ni siquiera han jugado con los regalos de Navidad —continuó al fin con tristeza—. La verdad es que ya no sé qué hacer, he probado de todo y por eso te llamo. Estoy desesperado. Llevo así cinco días.

—¿Y qué quiere que haga yo?

Víctor levantó el pulgar y asintió fuertemente, deseoso de que lo machacara, de que se lo hiciera pagar bien caro.

—¿Crees que podrías olvidar lo que pasó y volver al trabajo ahora mismo? Te pagaré las horas extra, claro.

—¿Ahora mismo? No puedo decidirlo ahora. Necesito pensarlo.

Lo oí suspirar a través de la línea.

—Maite —dijo—, Sofía no está bien. Se ha puesto histérica después de cenar y no quiere ni verme. Nunca la había visto así. Sabes que no te hubiera llamado por nada.

Aquello me tocó la fibra. Yo había sido testigo de los berrinches de Sofía y no eran nada fáciles de llevar. Si a mí me dolía el verla en ese estado, me imaginé que sería doblemente doloroso para Mario. Además, yo sentía cariño hacia los niños y ellos estaban por encima de mi orgullo y de mi turbulenta relación con su padre.

—Vale. Ahora voy —contesté ignorando el rostro acusatorio de Víctor, que me llamaba débil con gritos silenciosos.

Aún tenía las llaves, pero no me atreví a entrar sin llamar. Él ni siquiera preguntó quién era por el interfono y se limitó a abrirme sin más. Conduciendo de nuevo por aquel camino de tierra hacia la casa, empecé a sentir cómo los nervios atenazaban la boca de mi estómago. Tener que enfrentarme a él de nuevo después de nuestra discusión no me resultaba nada fácil.

Cuando me abrió la puerta, lo primero que pensé es que tenía muy mal aspecto. No se había recortado la barba e iba desgreñado y ojeroso, como si no hubiera dormido en días o como si se acabara de levantar, no conseguí determinarlo bien.

—Gracias por venir —dijo con una sonrisa conciliadora—. Anda, pasa. Hace un frío que pela.

Se apartó y entramos al vestíbulo.

—¿Y los niños? —pregunté mirando hacia el piso superior.

—Se acaban de dormir.

Me volví hacia él con los ojos entrecerrados. No entendía nada. Esperaba encontrarme a los niños alterados y, lo más importante, despiertos. Aquello no tenía pinta de emergencia.

—Entonces, ¿por qué me ha hecho venir a estas horas? Podía haber venido mañana por la mañana.

—Estaban despiertos cuando te he llamado, solo hace unos diez minutos que se han dormido.

Suspiré y dejé mi bolso sobre una silla.

—De todas formas —continuó él—, creo que nos vendría bien hablar. A ti y a mí. A solas.

—Bueno… ya que estoy aquí… —contesté.

Entramos al salón y fue directamente al mueble-bar a servirse su, ya clásico, Jim Bean. Yo esperé de pie, aún con el abrigo puesto, la casa estaba fría.

—¿Tienes frío? —preguntó.

—Un poquito.

—Entonces voy a encender la chimenea.

Dejó el vaso vacío sobre la mesa y se agachó para preparar el fuego.

—¿Qué te apetece beber, Maite? —preguntó mientras colocaba unos papeles de periódico arrugados bajo los troncos.

—Un poco de agua natural.

Él se volvió con la frente arrugada, aún en cuclillas.

—¿Es que no vas a aceptarme ni una copa en Navidad? Encima que te he hecho venir hasta aquí…

—No puedo, tengo que conducir.

Encendió el fuego y se levantó.

—He pensado que podrías quedarte a dormir —dijo limpiándose las manos en los vaqueros.

—¿Qué?

—Aún tienes tus cosas aquí y es muy tarde para que te vayas. Además —sonrió—, me gustaría que los niños te encontraran al despertar, se van a poner muy contentos.

Lo observé en silencio unos segundos y decidí armarme de valor.

—Mire, voy a serle muy sincera, aún no tengo claro si voy a aceptar el trabajo. Todo esto me está resultando demasiado intenso y me está afectando a nivel personal, mucho más de lo que usted se imagina —sentí que debía poner las cartas sobre la mesa. A fin de cuentas no tenía nada que perder.

—Creo que ya va siendo hora de que me tutees, Maite. A estas alturas tenemos una relación casi-casi marital.

Aquello me incomodó, por lo inesperado, pero a él le hizo gracia.

—¡No sé de qué te sorprendes! ¡Es verdad!

—No creo que me sintiera cómoda tuteándole ahora, después de tantos meses así —contesté a la defensiva por su cachondeo.

No estaba el horno para bollos. Lo que le acababa de decir era cierto, yo lo había pasado muy mal esos cinco días y Mario se estaba comportando como si no hubiera pasado nada, de una forma tan natural y encantadora, que me encontraba totalmente confusa, como la chicharra del jardín. Por un lado no se me escapaba que él solo estaba desplegando sus encantos —que no eran pocos cuando se lo proponía— para conseguir sus objetivos, no soy tonta, pero por otro, a pesar de adivinar sus intenciones, era tan agradable verlo así de amable y cordial, que era muy capaz de llevarme a su terreno.

—Pero si tenemos casi la misma edad… —añadió—. A mí me resulta raro que me hables de usted. Haces que me sienta viejo.

Lo miré de arriba abajo, parecía un farero de Terranova con aquellos vaqueros, la barba y el jersey trenzado de lana gris y, por primera vez, fui consciente de lo joven que parecía cuando estaba relajado, cuando no tenía aquella arruga tan molesta en el entrecejo.

—¿Y por qué no me lo dijiste desde el principio? —pregunté rompiendo el protocolo y sintiéndome extraña por la familiaridad. Víctor hubiera estado encantado.

—Porque no encontré la ocasión. Venga, ¿qué te pongo? —dijo regresando al mueble bar.

—Va, una cerveza —contesté quitándome el abrigo y dejándome caer en el sofá, cerca de la chimenea. Estaba helada.

Él sonrió mientras abría la neverita, satisfecho por el tuteo y porque le hubiera aceptado por fin algo alcohólico. Se sentó en el otro extremo del sofá y me entregó un tercio muy frío. Durante unos minutos nos quedamos mirando las llamas, embobados y sumidos en un denso silencio que intentábamos suplir dando tragos a nuestras respectivas bebidas. Ninguno de los dos sabía por dónde empezar. Entonces, tras unos segundos, Mario decidió dar el primer paso. Dejó el vaso en el suelo haciendo tintinear el hielo y se volvió hacia mí.

—Mira —dijo estirando un brazo sobre el respaldo del sofá—, creo que lo mejor será que nos olvidemos por un momento de nuestra relación padre-niñera. Esta noche vamos a ser simplemente Maite y Mario solucionando sus diferencias, ¿de acuerdo?

Asentí. La sinceridad es siempre la mejor opción para mí, sobre todo cuando las cosas están tan turbias. Me alegré de que lo propusiera.

—Es la única forma que se me ocurre para romper el hielo —continuó—, porque tenías razón, lo admito, empezamos con mal pie.

No dije nada. Quien calla, otorga.

—Me caes bien, Maite, aunque a veces pueda darte la impresión de que no es así.

Me concentré en la botella para evitar el contacto visual, nunca sé cómo reaccionar ante un cumplido.

—Y lo más importante, le caes bien a mis hijos, por eso no quiero perderte. Y menos por una estúpida discusión. No sé cómo se me pudo ocurrir la idea de llevar a Daniela al festival del colegio, pero, y no es que quiera justificar mi comportamiento, ¿eh? —me miró y asentí—. Es solo que, a veces, estoy tan ensimismado que se me escapan las cosas más básicas.

—Yo no debería haberte juzgado —dije admitiendo mi parte de culpa—. Me metí donde no me llamaban y mi reacción fue exagerada.

Él negó con la cabeza.

—Algo exagerada fuiste, pero tenías tu parte de razón. Y además, tu comportamiento me demostró que te preocupas por ellos.

—No era mi intención insinuar que fueras un mal padre. Si te digo la verdad, también reaccioné así porque me quedé muy chafada al saber que no iba a poder ir a verlos.

Él chasqueó la lengua y suspiró profundamente antes de hablar.

—Fue muy desconsiderado por mi parte hacerte eso —dijo con una expresión arrepentida, una que yo no le había visto nunca—. Me di cuenta después, cuando ya era tarde. Créeme si te digo que lo siento muchísimo.

—Bueno, tampoco hace falta darle más vueltas… No tiene tanta importancia. Solo era una función del colegio.

—Al final fui solo —se agachó para coger el whisky haciendo un ruidito de anciano—. Daniela se marchó justo después de ti, al oírnos discutir.

—Me sabe mal…

—Quico y Sofía se enfadaron muchísimo porque no estuvieras allí —continuó sin prestar atención a mis disculpas—, y desde aquella tarde, todo ha ido cuesta abajo y sin frenos. Lloros, portazos, rabietas. En fin, un desastre.

Dio un breve trago a su vaso y miró la chimenea.

—Pero no están así solo por lo tuyo —continuó humedeciéndose los labios—. Es que esta época del año es muy dura para ellos. Son más conscientes de que Paula no está —hizo una pausa mirando el vaso que tenía entre las manos y añadió en voz baja—. Y yo también, claro. Mierda de Navidad… —siseó.

No dije nada. ¿Qué iba a decirle? Todo lo que se me ocurría sonaba estúpido y vacío. Se volvió hacia mí.

—Quiero que vuelvas —me pidió—. Sabes mejor que nadie que no estoy en mi mejor momento y lo mucho que necesito que me echen una mano.

Me dio una pena terrible el verlo así de derrotado y, como apreciaba de verdad a Quico y a Sofía, terminé por sucumbir.

—No te preocupes, volveré al trabajo.

Al oír mis palabras, su cuerpo se destensó y me ofreció una de sus fantásticas sonrisas tan caras de ver, una de esas que resaltaban sus arruguitas junto a los ojos y se los dejaban achinados, del tipo que me había dedicado solo en un par de fugaces ocasiones y que transmitían un sentimiento de calidez muy reconfortante y, a la vez, un breve atisbo de la persona que había sido.

—No sabes cuánto te lo agradezco.

—No es nada… —contesté con humildad— Y quiero que sepas que siento muchísimo lo de tu mujer —si había un momento para decírselo, era ese—. Se nota que todo el mundo la quería. Debió de ser una persona muy especial.

—Lo fue —contestó él al tiempo que se marchitaba su sonrisa—. Perderla fue una tragedia, Maite.

—Lo imagino.

—Aunque también podía ponerte de los nervios, no te creas —dijo más animado de repente—. De hecho, y no te lo tomes a mal, ¿vale? Con todo este asunto de Doña Catalina me has recordado muchísimo a ella.

Sus palabras me confirmaron que Virginia era una máquina para interpretar la conducta humana.

—Bueno, pues me alegro —contesté sonriendo—, aunque eso implique admitir que te «pongo de los nervios».

—Ya te he dicho que no te lo tomaras a mal —me guiñó el ojo—. Sabes que es un halago, en realidad. A Paula le hubieras encantado de haberte conocido, estoy seguro. Creo que es otra de las razones por las que te he llamado. Lo he pensado mucho y sé que ella hubiera apreciado tu preocupación y habría desaprobado mi comportamiento. Que se hubiera puesto de tu parte, vamos.

Le sonreí, agradecida, y él me devolvió la sonrisa mientras buscaba su paquete de tabaco toqueteándose por todas partes. Lo encontró en el bolsillo trasero del pantalón y se encendió un cigarro.

—Quizá por eso me he pasado de la raya contigo —dijo expulsando el humo—. Te confieso que he llegado incluso a provocar las discusiones —lo miré sin dar crédito y él continuó—. Sí, lo que oyes. Tus reacciones eran tan parecidas, que era como volver a estar con mi mujer. Supongo que te parecerá una locura.

—No sé qué decirte —contesté—. Yo no quiero seguir discutiendo. Es lo que peor llevo.

Asintió y miró el fuego unos segundos antes de hablar:

—Lo siento, pero es que la quería tanto que echo de menos hasta las peleas.

Y lo dijo como si nada, sin mostrar ni un ápice de pudor ni vergüenza por desnudar sus sentimientos ante mí, de una forma tan franca y natural, que sentí envidia hacia Paula. La envidié por haber sido capaz de despertar un amor tan profundo en un hombre y por haber sido querida hasta el punto de que él extrañara incluso lo que le sacaba de quicio. Me hizo ser más consciente de lo mucho que me había engañado a mí misma a lo largo de mi vida, de lo poco que me había querido a mí el Innombrable y lo peor, me hizo preguntarme si alguna vez tendría yo la suerte de ser amada así.

Mario inclinó el cuerpo hacia delante y apoyó los codos sobre las rodillas. Levantó la mano derecha y dio una larga calada al cigarrillo, envolviéndolo con el índice, hasta que la punta se volvió incandescente y después, expulsó el humo muy despacio con los ojos entornados. Se rascó la barbilla con el pulgar sin perder su expresión ausente y pensativa y entonces, se irguió de nuevo y se apoyó en el respaldo, suspirando. Yo, simplemente observaba sin perder de vista ni uno solo de sus movimientos, que me tenían fascinada por su expresividad, por lo mucho que revelaban sobre su estado de ánimo y su añoranza.

El único sonido era el crepitar de la leña, que convertía nuestro silencio en algo íntimo, como si con cada chasquido y silbido se crearan nuevos vínculos. Su rostro, lleno de sombras, se veía tan serio y abatido que durante un breve instante, un fugaz momento de debilidad —quizá movida por la frase tan romántica que acababa de pronunciar y por lo susceptible que parecía—, tuve ganas de acercarme, de quitarle el vaso de whisky y dejarlo muy despacio en el suelo, y sentarme a horcajadas sobre él provocándole una expresión a medio camino entre la sorpresa y la excitación.

Y besar sus labios. Que sabrían fuerte, a Jim Bean.

Me moría por aliviar su dolor y el mío, quería sentir que la vida continuaba y que no todo estaba perdido. Y mis pensamientos fluyeron, y fueron un poco más lejos, y acabé preguntándome cómo sería hacer el amor con él allí mismo, junto a la chimenea. Y noté algo que no había sentido desde hacía mucho tiempo: deseo.

—Estoy más jodido de lo que pensaba —dijo con tristeza sin ser consciente de mis pensamientos, mis libidinosos, osados e inapropiados pensamientos hacia aquel pobre viudo que sufría por la pérdida de su mujer—. Pero aparte de lo de Paula son más cosas, cosas que no me voy a parar a explicarte, pero que me están dando muchos quebraderos de cabeza.

Me pregunté a qué se estaba refiriendo, claro, pero en aquel momento me hallaba más concentrada en recuperar la cordura. Trataba de no mirar su boca, ni sus ojos, ni sus manos. Luchaba por dejar de pensar en lo atractivo que estaba con aquella luz y en lo bien que olía y, sobre todo, luchaba porque él no se diera cuenta de nada.

—Bueno… —dijo volviéndose hacia mí—, creo que ya te he deprimido bastante.

—No te creas... —susurré.

No era tonto. Se percató de que mi contestación había sido rara, pero yo ya no podía dar marcha atrás. Me observó durante unos segundos con extrañeza, y entonces su rostro se aclaró. Había comprendido. Había visto en mis ojos lo que yo estaba dispuesta a hacer si él lo deseaba.

Al principio pareció dudar. Yo permanecía firme. Miró mis labios. Después mis ojos. Y otra vez mis labios. Y durante una fracción de segundo me pareció que iba a hacerlo, entreabrió la boca e hizo ademán de acercarse, pero una sombra repentina cruzó por su rostro y todo se diluyó en un instante.

—Deberíamos irnos a la cama. Es muy tarde —dijo poniendo fin a aquella situación.

Lanzó el cigarro al fuego de un capirotazo con los dedos. La colilla rebotó provocando un chispazo contra el fondo de la chimenea.

Se levantó del sofá y separó los troncos con un atizador para que la llama se fuera consumiendo. Yo también me levanté y cogí el abrigo.

—Me alegro de haber hablado contigo —dijo con una expresión amable y desenfadada, tratando de encubrir lo que acababa de pasar—. De verdad.

—Sí, yo también —murmuré avergonzada.

Caminamos hacia el vestíbulo y subimos la escalera en silencio. Al llegar a la puerta de mi habitación, Mario dijo en voz baja:

—Buenas noches, Maite.

—Buenas noches.

Mientras lo observaba caminar hacia su dormitorio, lo sentí. Sentí que hubiera acabado aquella tregua en la que habíamos sido solo Maite y Mario y el tener que regresar al día siguiente a nuestros respectivos roles de padre y niñera, de jefe y empleada. Pero, sobre todo, temí que aquello no se repitiera, tuve miedo de no tener con él otro momento así. Y entonces me di cuenta de que la que estaba jodida, era yo.

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