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Capítulo XXIII

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XXIII

el agua helada del canal, cuando llegué a casa tiritando como nunca tenía fiebre ya era de día me tomé dos aspirinas una ducha de agua hirviendo y me fui a temblar junto a Marianne preguntándome todavía quién me habría sacado del agua, mi ropa olía como una vieja red de pesca, Marianne me preguntó medio en broma si me había caído a un canal, yo no dije nada, cuando me vio la cara sintió miedo, enfermo agotado y exhausto, aquella gota era demasiado para su vaso personal, yo no tenía ninguna intención de contarle que había estado practicando natación con las ratas en los ríos de la Serenísima, en plena noche, tuve lastima y me guardé esa historia para mí, me pasé quince días tosiendo, estaba sorprendido por haber sentido ganas de desaparecer, haber dejado de resistirme, tampoco era tan difícil, bastaba con dejar de pedalear, dejarse llevar hacia el fondo, como se confía el cuerpo a un tren, aquí siguen los túneles, «Sette Bagni» dicen las indicaciones, la estación de Siete Baños, graciosa coincidencia, quedan unos kilómetros para Roma, ya no estamos lejos, tengo un poco de miedo de llegar, me temo que Sashka la rubia no pueda hacer nada por mí, es demasiado tarde, está lejos, lejos en medio de tantos santos, en la blancura del levkas con el que unta la madera de los iconos, ella cree que Francis Servain es un respetable entomólogo que no le haría daño ni a una mosca, voy a tener que enfrentarme solo con el mundo, solo, liberado del peso de los muertos, Yvan, viejo amigo, tengo la impresión de que la hemos cagado un poco, bebiendo como cosacos golpeándonos los muslos vengándonos los unos de los otros durante siglos, los dioses han estado jugando con nosotros, tomándonos el pelo, y ahora moriremos solos sin esperanza de resurrección, en Jerusalén el Santo Sepulcro está ahogado en incienso, el Gólgota y la tumba brillan, entre las peleas de sacerdotes y la abundancia de lenguas litúrgicas los hombres horadaron pacientemente la montaña y las rocas para construir su iglesia alrededor de la tumba, Juan el Águila de Patmos escribe que José de Arimatea, discípulo de Cristo en secreto, le pidió permiso a Pilatos para bajar los restos de la cruz, y Pilatos, sorprendido de que el nazareno ya hubiese muerto, se lo concedió, así es como José de Arimatea bajó el pesado cuerpo ayudado por Nicodemo, quien llevaba consigo una mezcla de mirra y aloe, unas veinte libras, luego tomaron al Cristo demacrado y lo envolvieron en vendas con los bálsamos según la forma de hacer de los judíos: en el lugar donde había sido crucificado había un jardín, y en el jardín un sepulcro nuevo en el que todavía no se había enterrado a nadie, allí es donde depositaron a Jesús, su cuerpo embalado preparado protegido de la putrefacción por medio de resinas aromáticas, como Sarpedón valiente hijo de Zeus que fue lavado en el Escamandro y ungido de ambrosía, los padres no pueden hacer nada por salvar a sus hijos, ni Dios el único ni Zeus el atronador, a duras penas podemos evitar la corrupción, la podredumbre y las moscas, como Tetis que le obstruye al divino Patroclo las fosas nasales con néctar rojo para proteger su cuerpo de los gusanos innumerables, Jesús hijo de Dios llevado por Sueño y Muerte lejos de los mortales, embalsamado como los animales del Museo de El Cairo, envuelto en vendas en una tumba rupestre que Nathan Strasberg veía como una de las riquezas de Jerusalén, una de las atracciones para los turistas, entre las deslumbrantes mezquitas, la pared del Templo y la puerta de Damasco, Jerusalén era una acumulación de historias, de difuntos, de destrucciones y reconstrucciones, desde los cruzados antropófagos, los hospitalarios de hermosas túnicas y Saladino y sus caballos, todos ellos grandes asesinos de infieles, Jerusalén tres veces santa brillaba como un faro en el fondo del Mediterráneo, a la espera de la Parusía y el Apocalipsis, punto en el cual estaban más o menos de acuerdo las tres religiones presentes, la cuestión estaba en saber cuándo, cómo y quién presidiría el Juicio final, cuando todos ellos vuelvan, Mateo de Etiopía, Marcos de Alejandría, Lucas de Antioquía, Juan de Éfeso, vendrán todos, los santos los locos los ángeles los campaneros los cadáveres despedazados por las espadas las cimitarras y las flechas se alzarán entre un aroma de especias, Mahoma el barbudo recorrerá los cielos a lomos de Burâq la yegua eterna, Bilal el abisinio voz del islam cantará, Omar el sabio, Alí el de la espada bífida, todos ellos se levantarán en un hermoso trajín, los severos profetas, Abraham el sacrificador, la bella Agar humillada, Ismael el predestinado, Isaac el ciego, Jacob el luchador, Esaú el enamorado de las lentejas, los dioses se alimentarán de los caldos los carneros y las ovejas que les ofrecerá toda esa gente, en el monte del Templo tres veces prometido, allí donde despegan hacia los cielos las cabezas de los suicidas palestinos, tapones del champán de los dioses, durante la fiesta del fin de los tiempos, los últimos fuegos artificiales, prefigurados por las explosiones de la guerra, sin duda no hay más que esperar para que el universo se decida a volverse minúsculo y no aspire todos esos recuerdos ardientes hacia la nada: en Jerusalén uno se cruza con una multitud de iluminados mesiánicos, fanáticos del Dios inefable, de Cristo o de Alá el trascendental, con campanas en la mano ropajes de paño o barbas inmensas, dispuestos a echarte un sermón anunciando el Juicio final, en la capital mundial de la escatología, patria también del odio hacia el otro del resentimiento y de la ilusión mística, donde Nathan el hijo de los supervivientes de Łódź contemplaba divertido todo ese circo, es un folclore, decía, ya sabes, el folclore de Jerusalén, en Megève tienen el esquí y aquí tenemos las religiones, hace milenios que Jerusalén vive de esas rentas y no es algo que pueda cambiarse de la noche a la mañana, en medio de semejante desenfreno de Fe la tumba del Crucificado tampoco parecía tan grande, yo le llevé aceite bendecido por no sé qué patriarca a mi madre, un pequeño icono y algunas diapositivas del Sepulcro, el frasco de vidrio estuvo chorreando en mi maleta hasta empapar un par de calcetines, tanto olían al bálsamo que podrían haber curado a muchos apestados o convertido a los más depravados de entre los ateos, algo que a Marija Mirković la seria no le hizo ni pizca de gracia, «un día pagarás tu impiedad —me dijo—, tú que tienes la suerte de haber visitado Jerusalén», y de repente sentí miedo, un miedo infantil a que tuviese razón y el Todopoderoso acabase conmigo, pero enseguida me di cuenta de que no era para tanto, derramar un poco de aceite santo en algodón no es lo peor que haya hecho, ni mucho menos, acaso algún día todo se pague, puede que sí, Nathan Strasberg me hablaba de sus padres supervivientes de Łódź ciudad de judíos, hoy instalados a orillas del mar azul, su padre gran combatiente de la Resistencia y su madre Volksdeutsche de la ciudad de las tres culturas, rebautizada Litzmann Stadt por los nazis, por el nombre de un oscuro general que se había destacado en 1914, Łódź era una ciudad industrial de ladrillo rojo, los judíos representaban más de la mitad de la población, la madre alemana de Nathan, cuya familia de origen prusiano se había instalado allí hacia 1880 en el momento de la explosión del textil, era una militante comunista y por la igualdad de las mujeres, convertida luego al judaísmo y residente en Palestina, tierra de los dioses, en Łódź se hablaba yidis, alemán y polaco, el gueto se estableció en 1941, ciento sesenta mil habitantes judíos bajo las órdenes del rey Chaïm Rumkovski el ambiguo, los primeros convoyes de inútiles fueron enviados a Chełmno a morir en camiones de gas; como en Belgrado ese mismo año se utilizan furgonetas especialmente acondicionadas para desembarazarse de los judíos de Wartheland, los chóferes SS pasean los cadáveres desnudos por la campiña hasta las fosas comunes cavadas en mitad de los bosques, venganza, venganza, grita el padre de Nathan Strasberg en 1942 tras escapar del encierro por milagro gracias a su mujer alemana, entonces se une a la Resistencia polaca y combate a los nazis en los bosques del lado de Lublin, sin saber que cientos de miles de sus correligionarios están siendo exterminados muy cerca de allí, entre Sobibór y Majdanek, sin saber que todos los niños de Łódź están siendo gaseados a la vez, miles de chavales demacrados y llorosos confiados a los alemanes por Rumkovski el trágico, «dadme a vuestros hijos —decía—, necesito veinte mil niños de menos de diez años —gritaba Rumkovski con su micrófono—, sacrifico algunos miembros para salvar el resto del cuerpo», todas aquellas criaturas cayeron, el ogro alemán sabía retorcerle el brazo a los responsables judíos, persuadidos de que el trabajo los salvaría, de que la productividad los salvaría, no habían entendido nada, no habían entendido que el monstruo no era racional, que su cabeza funcionaba a otro nivel, al de las nubes negras de la destrucción, y los judíos fueron destruidos, Strasberg el valiente, herido a finales de 1943, en 1945 vuelve a Łódź y entonces descubre el desastre, venganza, Nathan no sabía exactamente cuándo se unió su padre a los vengadores del grupo Nakam, primero había instalado a su mujer y su hermana en lugar seguro, la noche había sido larga, en 1946 el alba apenas despunta, la Brigada Judía de Palestina está acantonada en el norte de Italia, en la frontera de Austria, y asesina de forma clandestina a todos los nazis y fascistas que caen en sus manos de un balazo en la nuca, Abba Kovner el poeta partisano que organiza la emigración clandestina a Palestina quiere más, quiere «seis millones de alemanes muertos», venganza, la auténtica venganza, urde los planes más descabellados para envenenar la red de abastecimiento de agua de Núremberg, sueña con masacrar a los prisioneros de guerra del campo de Langwasser: finalmente conseguirán matar a unos cientos de presos alemanes con arsénico, imposible saber cuántos, los estadounidenses responsables de esos cautivos no estarán muy por la labor de reconocer la matanza, y luego se va definitivamente a Palestina para dedicarse a obtener la independencia del Estado de Israel, esta vez combatiendo con los británicos; la venganza es dulce en el momento, mi furia tras la muerte de Andi, el cataclismo que desencadené, que desencadenamos en los pueblos de los alrededores de Vitez, las casas ardiendo, los gritos, la desgracia y aquel grupo de civiles delante de mí, nada de grandes guerreros empuñando sus armas, hombres de unos cuarenta años con ropa de trabajo, asustados por los culatazos que les llovían, sus casas en llamas, humillados, llorosos, les dimos unas palas para que cavasen zanjas en medio de las minas y los bombardeos, yo pensaba en Andi caído sobre su propia mierda pensaba en su cuerpo perdido sin que pudiésemos luchar por recuperarlo pensaba en Vlaho y su brazo cortado en el sargento Mile abatido de un balazo en plena frente, venganza, y uno de los presos sonreía, el muy cabrón se estaba riendo, aquello le parecía divertido, nuestra rabia le hacía reírse, por qué se reía, por qué, no tenía derecho, le pegué un buen golpe y volvió a reírse, tenía la cara sucia, los ojos medio cerrados por las equimosis y continuaba riéndose, me sacó su gruesa lengua negra, los otros tipos lo miraban asustados, aquel loco iba a atraer sobre ellos la cólera divina, se estaba burlando de mí, el mongólico se estaba burlando de mí, de mí de Andi de Vlaho de Mile de todos nuestros muertos y hasta de los suyos, Atenea me insufló una fuerza inmensa, todos los dioses estaban tras mi brazo derecho cuando saqué la bayoneta de Andi de su vaina (la había encontrado tras su camastro), detrás de mí como detrás de Seyit Havranli el artillero turco y su obús de cuatrocientas libras, como detrás de Diomedes hijo de Tideo cuando hiere al propio Ares, entonces di un aullido digno de Andrija el furioso y blandí el largo filo contra el musulmán risueño, con un poder divino, un poder que viene del vientre, los pies en el suelo, una ola de pura cólera un movimiento perfecto de derecha a izquierda que no se detiene en los obstáculos de la carne un gesto que prosigue hasta el cielo al que asciende mi grito de rabia y la sangre de la víctima en una inexplicable columna roja, su cuerpo sobresaltado sus hombros que se incorporan su cabeza monstruosa que todavía ríe en el suelo los ojos que pestañean antes de que su busto se derrumbe acompañado por el murmullo incrédulo de los testigos salpicados, y a mí todavía me quedan fuerzas para darle una patada bien fuerte a aquella cabeza inmunda y mandarla a paseo, sin que mi propia fuerza me sorprendiese, fuera de mí, fuera de mí y fuera del mundo ya en el Hades paraíso de los guerreros, esa cabeza sangrienta que rueda por la pendiente es para ti Andi, este chut atroz en las blandas carnes antes de blandir mi arma al cielo, todos se alejan de la carnicería, todos se alejan del milagro, uno de los presos se desvanece y cae en la negra sangre del tonto del pueblo, puede que del santo al que acabo de decapitar tan limpiamente que ha quedado maravillado, un fresco medieval, el mártir descabezado yace en el suelo bosnio sin que nadie ose recoger su cabeza y depositarla en una bandeja de oro, y nosotros pasamos a otra cosa, a otro incendio a otras violaciones a otros pillajes a otras carnicerías y así hasta el alba, hasta el alba que nos devuelve a nuestro acantonamiento, a pesar de las drogas estoy agotado, los dedos entumecidos por el alcohol, sentado en mi camastro me inclino a desanudarme las botas los cordones están viscosos de sangre, los cordones y la lengüeta, es asqueroso, es asqueroso y mi estómago se contrae, ya está, los dioses me han dejado solo, solo entre la sangre y la bilis, hipando de asco de cansancio y de remordimiento; no he decapitado a Medusa la terrorífica como Caravaggio sino a un pobre loco, un simple un tonto, su lengua gruesa y negruzca me persigue, sus ojos sorprendidos, su risa, el chiflado de la estación de Milán tenía un poco esa misma mirada, me tendió la mano, yo se la negué, peor para mí, «erbarme Dich, mein Gott, Herz und Auge weint vor Dir, bitterlich», pienso en León Saltiel el hombre de Salónica, también él se vengó, torturó hasta la muerte al hombre que lo había traicionado y estranguló a la mujer a la que amaba, llorando, abandonó sus cuerpos y se metió en un cabaret atestado a escuchar a Roza Eskenazi cantando «To Kanarini», León Saltiel pidió un ouzo al ritmo del rebetika, del violín del laúd de la voz excitante de Roza la irreverente con su acento de Constantinopla, en Esmirna ya no quedaban griegos, en Estambul casi tampoco, en Salónica ya no quedaban judíos, prácticamente ni uno, Ágata estaba muerta, sus ojos grandes poco a poco velados en el café de Stavros, junto al cadáver de su amante, adiós, los clientes del cabaret piensan tontamente que León llora por la música, bitterlich, la cabeza del musulmán loco se descompone en mi memoria junto a la del Bautista, junto a las de los siete monjes de Tibhirine, «erbarme Dich mein Gott, erbarme Dich», y es que la muerte y la desesperación se extienden a mi alrededor como los sesos de Ahmad en la pared de Beirut, quién me sacó del canal en mitad de la noche veneciana, por qué, para qué, para ir a servir a las fuerzas de las sombras y llenar este maletín que cada vez pesa más, el tren acelera, tiene ganas de llegar a su destino, como los caballos de Aquiles, el tren me susurra mi destino al oído como los caballos de Aquiles, tatac-tatum, tatac-tatum, el tren predice que mi karma ensangrentado me enviará directamente al escarabajo sin pasar por la casilla del mono

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