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Capítulo XXIV

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XXIV

cuando Stéphanie gritó «eres un monstruo» yo debería haberlo adivinado, estaba claro que lo sabía todo, desde cuándo, lo ignoro, puede que desde el principio ella quería que yo se lo dijese que lo reconociese que lo confesase lloriqueando en su hombro, quería que apelase a su compasión que desnudase mis pecados mortales quería perdonarme, pensaba que tenía la fuerza suficiente para perdonarme, pero antes era necesario que yo lo reconociese, la carga se reveló demasiado pesada, imagino que es la curiosidad lo que la empujó a saber, imagino que todo empezó con el documental inglés, con la violencia de aquella tarde, debió de pedirle mi expediente personal a uno de sus amigos de arriba, seguramente se mostró preocupada, emocionada, manipuladora, imagino que no debió de soportar verse tocada por las sombras que ella misma manejaba, contaminada por el Hades en el que viven los espías del piso de abajo, me imagino su cabeza, sus lágrimas, su tristeza, acaso estamos preparados para una verdad administrativa, para los fríos informes sobre la Mesa bien guardada por los dioses, Stéphanie se parecía demasiado a mí, leyendo las conclusiones de aquellas investigaciones sobre Francis Servain Mirković se vio a ella misma, se vio del lado de esta vida, celosa asustada y asqueada, Sueño le había contado demasiado, imagino que debió de esforzarse, esperando, esperando a que yo se lo contase, le confesase lo indecible sin osar ni mencionarlo por miedo a despertar al monstruo, viendo sin ver, sabiendo sin saber, fui un auténtico estúpido por no adivinarlo, por no entender que mi destino le pesaba, que las sombras me habían engullido y que no iba a ser fácil salir, si es que de allí se puede salir; pasamos unos días en Estambul la sublime, en el Bósforo, entre dos mundos, el viaje de la última oportunidad, entre dos o incluso tres mundos, la capital otomana fue el centro del Mediterráneo durante tanto tiempo, el Bósforo apenas más ancho que el Danubio, la ciudad dividida por los ríos más allá de los Dardanelos bien guardados, más allá de Troya la mártir, en los labios del mar Negro que baña Sebastopol y el Cáucaso, de Tánger a Estambul había metros cúbicos de cadáveres, cadáveres ruinas y destinos, en Constantinopla en los años treinta triunfaba Roza Eskenazi la judía, Roza había nacido alrededor de 1900, en realidad se llamaba Sara, hablaba ladino, turco y griego, su padre llevaba un hermoso tarbush y era propietario de un almacén en Scutari, a Stéphanie no le interesaba en absoluto la vida de Roza Eskenazi la gran diva cantante de rebetika, canciones de taberna de hachís de opio de alcohol de amor de soledad y de desesperanza, ni siquiera le importaba que estuviésemos por primera vez en Constantinopla la nueva Roma, parecía atormentada, irritable, alternaba momentos de pesadumbre con otros de gran ternura, de un amor casi desconsolado por mí, yo pensaba en Roza Eskenazi la provocadora, en León Saltiel y en esa canción en la que Roza habla del placer de tener un narguile en la boca, de la doble excitación que le provoca, la de la droga y la del amor, Stéphanie prefería los Cristos pantocrátor las iglesias bizantinas y las mezquitas de Sinan a las meyhane, tabernas llenas de humo, estaba desesperada porque yo siempre le hacía una señal a los músicos para que viniesen a tocar a nuestra mesa, su cara se escondía de inmediato, se ensimismaba en su vaso de raki y yo no podía entender por qué, el rascatripas y su comparsa tocaban «Cuando te vas a Üsküdar» u otra canción que yo aceptaba encantado, pero Stéphanie se quejaba, «no puedo soportar esos maullidos», es cierto que no era Paganini sino un turco calvo, gordinflón y bigotudo, pero el repertorio y el lugar cuadraban a la perfección, «¿cómo puedes aguantar esa música?» o bien «me pregunto qué diría tu madre de todo esto», yo no entendía adónde quería llegar ni qué pintaba Marija Mirković en todo aquello, así que no le respondí nada, luego volvimos a pie desde Beyoğlu hasta nuestro hotel delante de Santa Sofía, ella se enrollaba a mi alrededor como una serpiente para escapar del frío mientras atravesábamos el Cuerno de Oro, el puente flotante se balanceaba un poco bajo nuestros pies acentuando el efecto del raki, yo me imaginaba los barcos turcos contra la desproporcionada cadena que cerraba el acceso al puerto de Bizancio, los bombardeos y el fuego griego lanzado por los helenos enloquecidos desde las alturas, la noche estriada de llamas, una hermosa noche clara, el alba del 29 de mayo de 1453, la distracción naval para preparar el último asalto contra las murallas de la ciudad, a esa hora los jenízaros acababan de abrir una brecha cerca de la poterna de Blaquerna, el asalto duraba desde medianoche, la víspera el emperador Constantino junto con la nobleza y el clero le habían estado rezando horas y horas a Santa Sofía, rogándole al Señor que tuviese lástima de la segunda Roma, al Señor y a su Santa Madre, «Áxion estín os alethós», todos asustados todos resignados al fin a la destrucción a la muerte o a la esclavitud, Constantino el último muere el día siguiente alrededor de la hora nona, se quita sus ropajes purpurados y desciende de las murallas para combatir en la calle, en su ciudad, sabe que todo está perdido, no trata de huir, se arroja al combate para morir, carga con el peso de sus antepasados, todo el peso desde Constantino el Grande desde Augusto desde los aqueos poderoso y los troyanos vencidos, Príamo le carga su ejemplo a la espalda, Constantino es alcanzado en un costado por una lanza turca, luego por una flecha, luego por una espada hasta que el velo negro cubre sus ojos, no sabe que Apolo se lleva su cuerpo lejos de la furia del combate para lavarlo en las aguas dulces de Europa y confiarlo a la Isla Blanca justo cuando los otomanos entran en Santa Sofía la imponente entre las lágrimas de las familias que allí se habían refugiado, Stéphanie y yo contemplamos la basílica iluminada desde la ventana de nuestra habitación, un petrolero desciende por el Bósforo, viene del mar Negro y se dispone a atravesar el mar de Mármara, enfilar los Dardanelos salvajes, pasar a la altura de Kilitbahir la inexpugnable, descender hacia el sur, bordear Troya, doblar por Morea y poner rumbo al oeste, hacia el oeste en plena llanura marina, lisa como una lápida sepulcral, si va a Marsella o a Barcelona dentro de tres días avistará Mesina, un estrecho solo un poco más ancho que el del Bósforo, de lo contrario cruzará por delante de las costas africanas hasta Tánger y Gibraltar, donde los monos del Peñón le dedicarán un último saludo antes de perderse en el Atlántico frontera del mundo; Stéphanie se agarraba a mí con fuerza, yo olía el perfume de sus cabellos contemplando las luces de la Mezquita Azul y los obenques centelleantes del buque, todavía con los kamance de las tabernas en los oídos, relajado por el raki y la cálida presencia de la mujer junto a mí, de vez en cuando hay esos instantes suspendidos, entre dos momentos, en el aire, en la eternidad, una danza hombro con hombro, el movimiento de una mano, la estela de un barco, la humanidad a la zaga de la felicidad, pero enseguida termina, todo se derrumba y Stéphanie otra vez salvaje, desapacible y yo conozco el porqué, en las cúpulas los perfumes los narguiles y los violines ella veía un lado bárbaro, mi lado bárbaro, imaginaba el refinamiento mortífero y salvaje de Oriente, las estacas, las decapitaciones, cuando yo llamaba a los violinistas ella me tenía miedo, miedo a cuanto de mí se le escapaba, al otro inagotable, por eso acudía a mi madre guardiana del orden occidental, a Louis-Ferdinand Céline el apático gran baladrón de la alteridad, como una orientalista romántica advertía las nefastas influencias de la droga y la crueldad violenta, yo pensaba en el poema de Cavafis el muerto viviente, el funcionario de Alejandría, «La tarde de la caída», las ciudades caen tan a menudo, el mundo gira tan a menudo, acaso hay lugar para las penas, acaso ha lugar añorar a Dionisos cuando ya no estás ebrio, los turcos habían convertido Constantinopla en la primera ciudad del Mediterráneo, un faro, un milagro de belleza y de cultura, Stéphanie estaba triste porque en mí veía al guerrero al asesino porque me condenaba a mi violencia sin perdón, yo sé lo que leyó, aquella vez en el Wepler también Lebihan el pelado tenía un regalo para mí, estaba contento de jubilarse, inquieto pero contento por poder dedicarse a la bicicleta las ostras y las conversaciones de café, me miró amablemente después de agradecerme la Zastava 7,65 que tanta ilusión le hizo y me dijo Francis, he sacado estas páginas para usted, léalas, son instructivas, léalas y tome nota, aquel era mi expediente personal, la investigación preliminar, varias calificaciones, mis destinos, mis peticiones de permiso, mis ausencias, mis parientes, mis amistades políticas adolescentes, mis períodos de servicio militar, mi vida, incluidas las actividades croatas y bosnias, palabras como «crímenes de guerra», «exacciones», «torturas», los nombres de mis superiores de entonces, las partes del informe del Tribunal Penal Internacional sobre el valle de Lašva que me concernían, aquellas notas databan de bastante después de mi entrada en el servicio, las fuerzas de las sombras no se equivocan, «vigilarlo», un perfil psicológico reciente me definía como tendente al alcoholismo y la depresión, «apartarlo de cualquier responsabilidad», sin embargo el informe acreditaba mi fidelidad, patriotismo e integridad, poco susceptible de ser tentado por el exterior, poco interesado por el dinero, único pasatiempo conocido: historiador aficionado, aquello resultaba irónico, la última investigación databa del año anterior, quién la había requerido, yo estaba seguro de que reconocería el código al pie de la página, qué excusa debía de haber utilizado, «para un posible destino», la muy perversa había fingido que quería reclutarme para enterarse de todo cuanto le fuese posible, era ella quien rubricaba la petición, además llevaba el número de su servicio, estaba en su derecho, imagino que ya no podría más, que querría saber, acaso iba a soportar averiguar todo eso, en Estambul oscilaba entre la pasión y el asco, en París descubrió que estaba embarazada, una última oportunidad y adiós, adiós Francis el terrible, como decía Lebihan tomé buena nota, comprobé que en las conclusiones de la investigación no se mencionaba a Yvan Deroy el loco, perdido en mi adolescencia, fue sencillo usurpar su identidad, liquidé mi apartamento y adiós, aquí estoy en un tren que se acerca a Roma, que se acerca al fin del mundo y a Sashka la dorada, a ella la verdad no le interesa, el exterior no la emociona, está apartada, flota tiernamente en la práctica de la iluminación sagrada, deseada e inalcanzable, un cuerpo mágico para una presencia sin alma, otra ilusión, Sashka nunca fue al Bósforo, «Nikogda ja ne byl na Bosfore, Ty menja ne sprashivaj o nem», sus ojos son tan azules que no lo necesitan, tiene el Tíber las iglesias y el recuerdo del mar Blanco, hoy Stéphanie trabaja en algún lugar de Moscú, acaso pensará en Yesenin en la ciudad de los mil y un campanarios y las mil y tres torres, adiós, tengo una maleta llena de muertos un seudónimo unos cuantos kilómetros por delante y adiós, la calma tras la venganza, yo te saludo, Andrija, en lo más profundo del Hades, pronto nos veremos, todo se nos escapa como ahora escapan las casas coloreadas de los suburbios romanos, amarillentas por las tristes farolas de diciembre, las últimas luces que ve Yesenin antes de colgarse o de que lo cuelguen, la catedral iluminada como Santa Sofía frente a su habitación de hotel, «Ja v tvoix glazax uvidel more», no hay nada que ver en los ojos de Sashka, desesperantes como el mar, «Polyxajuchee golubym ognem», yo sé adónde me gustaría volver, ahora, lejos de la noche fría de Rusia, me gustaría hallarme en un día tibio entre Agami y Marsa Matruh, a unos kilómetros de Alejandría, en la inmensa playa, al atardecer el Mediterráneo es metálico el cielo rosado la arena suave, miro a lo lejos el fósforo puro del mar que parpadea ante la luz oblicua, dos formas surgen de las aguas, saltan una detrás de la otra y brillan, dos haces irisados que se acercan a la costa a pequeños saltos, dos delfines, juegan en el mar tibio a unos cuantos cables de la orilla, nunca antes había visto delfines, me levanto, están tan cerca que puedo apreciar cómo brillan sus hocicos, hacen cabriolas delante de mí, no hay nadie más así que empiezo a correr, parecen tan reales vistos al nivel de las olas, unas lágrimas me humedecen los ojos, nunca había asistido a un espectáculo parecido, un espectáculo para nadie, caracolean solo para mí, en la tarde de una costa desierta, un regalo del azar o de Tetis la generosa, me eché al agua, un sudario de frescura me cubrió, las dos formas de plata recortadas contra el cielo rosa, el sabor de sal me llenaba la boca, nadé despacio hacia ellos, era la belleza quien me llamaba, la belleza la calma y la felicidad pura de la armonía del mundo, yo nadaba hacia los dos delfines, despacio para no asustarlos, quería seguirlos, quería seguirlos, los hubiese seguido hasta la morada del propio Poseidón el de las crines de azur, era una hermosa puesta de sol para desaparecer, una hermosa tarde para morir o vivir eternamente en la estela de los mamíferos marinos, pero me oyeron llegar, percibieron mis vibraciones en las olas, yo no era digno de ellos, no era digno y se alejaron en una cabriola, un último destello bajo el sol moribundo y yo volvía a estar solo en la playa infinita, estamos a punto de bajar, Yvan, pero no al reino del dios del mar sino del tren, los pasajeros empiezan a moverse, a través de las ventanillas contemplan cómo Roma se acerca, luces entre las tinieblas, ya es hora, Yvan, de organizar los funerales, una hoguera para Francis Servain Mirković a quien su madre y su hermana echarán de menos, todo es más difícil a mitad del camino de la vida, todo suena más falso, pero a veces los dioses te ofrecen relámpagos de clarividencia, momentos en los que contemplas el universo entero, la rueda infinita de los mundos, y te ves, desde lo alto, unos instantes antes de salir de nuevo propulsado hacia la continuación, hacia el fin, propulsado hacia la mujer que allí me espera, la que me abre la puerta, delante de ella titubeo de vergüenza y borrachera, los ojos medio cerrados, el aliento fétido, la cabeza que me late como un sol decapitado, la que me mira sin verme, tan profunda es la fractura, mi pecho profundamente abierto, la que no parece reconocerme, pues tan poco pesa la vida, tan poco como los cuerpos que en ella se debaten, una mujer que no se acaba de fiar de mí entre los vapores de alcohol que exhala mi ropa, y yo, que he atravesado el mar para encontrarla, que sin darme cuenta he atravesado el espacio que me separaba de París, yo, a quien una azafata de la Middle East Airlines tuvo que sacar por un momento de la embriaguez para ayudarle a subir al avión, yo, a quien el más leve roce empujaría fuera del mundo, yo, que ya no deseo nada, ni siquiera el sueño cuyo despertar tanto temo, ni siquiera a la mujer que no me espera y a la que tanto he deseado, antes de entregarme a la bebida y al despegue, rígido, borracho perdido confiado a los cielos como un ángel, adormecido por un sueño de plomo, seguramente roncando a treinta mil pies de altura, muy por encima de las nubes allí donde la noche siempre es clara, donde pueden contemplarse un montón de estrellas y galaxias, un 14 de julio, una noche de fiesta nacional en que atravieso la Zona en avión, una tarde de embajada de la que, de tan borracho como iba, casi salgo a cuatro patas: tuvieron que llevarme al aeropuerto, tuvieron que llevarme a la sala de embarque, tuvieron que despertarme para arrastrarme al avión, me había dormido borracho perdido en el aeropuerto internacional de la República Libanesa, no lo digo con orgullo sino con cierta vergüenza, luego tuvieron que despertarme cuando llegamos al aeropuerto de Roissy, no vi nada ni las montañas de Chipre ni las montañas de Italia ni la llanura marina, no vi más que a un taxista burlón que al verme con aquella pinta pensó que llegaba por lo menos de la China, de la otra punta del mundo, y es que llegaba de la otra punta del mundo, llegaba de la otra punta del mundo como del infierno, que está en mí, eso es lo que piensa la mujer que me abre la puerta, está decepcionada: está decepcionada, me mira como a un herido, un enfermo con el pecho abierto, el Profeta en El Infierno de Dante, completamente ebrio grité, eso es lo que pienso al verla, la víspera, «La Marsellesa», grité «que una sangre impura» y el genio de Berlioz, que hizo todo lo que pudo por salvar esa melodía militar, a Berlioz le gustaba la poor Ophelia como yo te quiero, así son los pensamientos de los hombres todavía ebrios por la mañana, así son las fiestas de embajada, llenas de alcohol de borrachos y de patriotismo de tres al cuarto, los jardines eran grandes, hermosos, había champán, vino, anís y uniformes, el embajador gritó «¡viva Francia!» sonó Berlioz y con él Rouget de Lisle y yo oí Harold en Italia, yo veía a Harold, Romeo y Julieta y el pequeño bosque romano al que acudía Héctor a dispararle con pistola a las cornejas para distraerse de la Academia de Francia, mientras que ahora mismo atravieso la estación Tiburtina, Berlioz describe los sufrimientos de los troyanos orgullosos y los vagabundeos de Eneas, Berlioz perdió toda esperanza en Roma, él prefería las montañas de los Abruzos y a sus sinvergüenzas, hacían falta varios días a caballo para llegar a esos parajes, yo no sabía qué decirle a Stéphanie todavía estaba borracho le habría hablado de Berlioz y de su Ofelia de sus troyanos qué le diría hoy le diría te quise más que todo no me guardes rencor le contaría la historia de Intissar la palestina salvada por el fantasma de Marwan, todo eso ha quedado muy lejos Stéphanie ha quedado muy lejos el hijo que no tuvimos ha quedado muy lejos, en el limbo, Astianacte arrojado desde lo alto de las murallas de Troya, Héctor murió, Héctor domador de yeguas murió y esto ya es Roma, esto ya es Roma, yo estaba perdido en medio de los hermosos jardines de la embajada de Francia en el Líbano, perdido entre dos mundos, flotando en el espacio sin saberlo, ya había partido hacia Roma, hacia el avión perdido, los documentos, los catálogos, las listas en mi maletín, los cardenales los laicos los secretarios de dicasterio que me esperan, estoy en el mismo estado que cuando salí de Beirut o cuando llegué a París, ante la que me abre la puerta, ebrio de tanto tren de tantos kilómetros y tantos muertos amontonados en los caminos, las vías, los recuerdos de guerra, de Trieste, de París donde Stéphanie me abrió, yo acababa de despertarme, adivinaba sus pechos bajo su camiseta, sus piernas desnudas como las de Marianne en el hotel de Alejandría, como las de las holandesas en las fotos de Harmen Gerbens, como las de los cadáveres en el río en Jasenovac, las de Andrija cubiertas de mierda, las piernas abiertas y mancilladas de las chicas de Bosnia, las de Intissar bajo la violencia de Ahmad, cientos de piernas desnudas, ya estamos en Roma, últimos metros antes de Termini, el tren avanza poco a poco sobre miles de cuerpos dispuestos unos detrás de otro, la madera de las traviesas, los cuerpos son madera eso es lo que decía Stangl en Treblinka, también es lo que decía mi padre en Argelia, cargamentos de madera, de traviesas, madera noble con la que se hacen iconos los leños de las hogueras fúnebres, disponer los recuerdos alineados en una fosa para quemarlos, como los muslos de cabra cuyo humo hacía salivar a los dioses, las curvas de Stéphanie me hacen salivar a mí en el amanecer de París: estamos a principios de siglo, del milenio, hay que reconstruirlo todo y rodar, rodar con un tren agotado tenso tembloroso cansado que se balancea de aguja en aguja, la venganza consumada, los muertos acumulados y bien ordenados, las piernas de Stéphanie estaban desnudas en el amanecer parisino, me tocaba a mí llegar a su casa de improviso, de regreso de una misión rápida en Beirut, algunos días antes me había dicho que yo era un monstruo y que no quería volver a verme nunca, yo tiento a la suerte, me presento en su casa de madrugada, los ojos ardientes de sueño y de alcohol, ebrio y peligroso como Lowry en Taormina, como Joyce en Trieste, ella me mira, me mira sin decir nada no siente pena no suspira no tiene más que mirarme en silencio y yo comprendo, comprendo que la puerta va a cerrarse, que las piernas de Stéphanie desaparecerán detrás, adiós, la tumba se cierra, adiós, no supe decirle nada, no supe preguntarle nada, me tocaba a mí tenderle la mano, ahora pasamos junto al acueducto romano atravesamos las murallas y al final el callejón sin salida de la estación de Termini los viajeros enloquecen, animales perturbados en su sueño, se levantan todos al mismo tiempo recogen su equipaje los libros y los periódicos yo saco discretamente mi pequeña llave y libero el maletín esa maleta tan liviana y tan pesada, el tren recorre el andén, resopla, se toma su tiempo, yo cojo mi mochila y ya estoy de pie en el pasillo entre mis compañeros de viaje ahora nos separaremos, cada uno tras su destino, Yvan Deroy también, yo iré a pie hasta el hotel la vida es nueva la vida está viva ahora lo sé, adiós prudente Sashka, puedo tenerme en pie por mí mismo, ya no necesito esta maleta, tampoco los denarios del Vaticano, lo echaré todo al agua, toda la madera acumulada para la hoguera de Héctor, al décimo día, al décimo día iré a pie hasta el Tíber fatal muy cerca del puente Sixto a echar estos muertos al río para que los lleve hasta el mar, el cementerio azul, para que todos se vayan, los nombres y las fotografías acabarán roídos por la sal, luego se evaporarán irán al encuentro de las nubes y adiós, también Yvan Deroy encontrará el cielo, el Nuevo Mundo, adiós Roma demasiado eterna, en avión, en el aeropuerto de Fiumicino esperaré al último aviso para mi vuelo, los pasajeros, el destino, allí estaré sentado en mi banco de lujo sin poder moverme a ninguna parte ninguna persona pertenezco al intersticio al mundo de los muertos vivientes por fin ya no tengo que soportar el peso no me quedan lazos ni ataduras estoy en mi tienda junto a las cóncavas naves he renunciado estoy en el universo de las moquetas grises de las pantallas de televisión y así seguirá siendo todo va a seguir siendo así ya no hay dioses furiosos ni guerreros cerca de mí los aviones descansan las gaviotas, vivo en la Zona donde las mujeres van maquilladas y llevan un uniforme azul marino hermosos peplos de noche estrellada ya no hay deseo ni vuelo ni nada una gran vacilación un tiempo muerto en que mi nombre se repite e invade el aire es el último aviso el último aviso para los últimos pasajeros del último vuelo ya nunca me moveré de este asiento de aeropuerto, ya no me moveré se acabaron los viajes, las guerras, a mi lado el tipo de la mirada franca me sonreirá yo le devolveré la sonrisa hace años que está ahí también él suspendido también él encadenado a su banco años que está ahí desde mucho antes del descubrimiento de la aviación tiene una buena cabeza, es un meteco, es un gigante, un gigante de Caldea se diría que ha llevado el mundo cargado a la espalda, está entre dos aviones desde los siglos de los siglos, entre dos trenes, mientras que a mí me arrancan mi nuevo nombre anunciándolo por los altavoces, pienso en los brazos del ave de acero que me esperan, ciento cincuenta compañeros de limbo ya han embarcado pero yo me resisto, soy Aquiles calmado el primer hombre el último me he encontrado una tienda ahora es mía es esta alfombra ignífuga y este terciopelo rojo y lo que gritan es mi nombre mi espacio no me levantaré mi vecino está conmigo es el sacerdote de Apolo es un demiurgo él ha visto la guerra también él ha visto la guerra y el sol deslumbrante de los cuellos cortados, espera tranquilamente el fin del mundo, si yo me atreviese, si me atreviese me encaramaría a sus hombros como un chiquillo ridículo y le pediría que atravesásemos ríos, ríos que dan tres veces tres vueltas y otros Escamandros atestados de cadáveres, le pediría que fuese mi último tren, mi último avión mi última arma, la última chispa de violencia que saliese de mí, me vuelvo hacia él para pedírselo, para suplicarle que me lleve y él me mira con una compasión infinita, me mira, de repente me ofrece un cigarrillo, el amigo dice ¿un último cigarrillo antes del fin? venga, un último cigarrillo antes del fin del mundo.

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