Zaira

Zaira


Cuarta parte » 3

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—¿Cuánto es eso Robert, un micrómetro? ¿A qué parte de un metro equivale esa medida?

—A la millonésima parte.

—¡Es para quedarse boquiabierto! —dijo ella—. Un micrómetro se escribe así.

Ioana cogió una hoja de papel y un bolígrafo y apuntó el símbolo.

—Luego están también los flagelados, que son realmente apasionantes.

—¿Por qué son apasionantes, Robert?

—Son apasionantes porque en ellos se mezclan el reino vegetal y el reino animal. Algunos de los seres del plancton son animales y otros plantas. Además hay algunos que no pueden decidirse y son ambas cosas.

Ioana parecía olvidar el mundo que la rodeaba.

—Luego están los dinoflagelados, que son animales que resisten un tanque.

—¿Cómo se llaman los siguientes, Robert?

—¡Hombre! Ya no entiendo nada de nada —se quejó Eugene.

—A buen entendedor, pocas palabras bastan —lo reprendió Ioana—. Usted entendería más si se esforzara un poquito.

—Se llaman ciliados —añadió Robert.

—Ciliados, eso mismo —prosiguió Ioana—, después vienen las amebas y entonces los foraminíferos. Éstos tienen una concha, las conchas compactadas pueden llegar incluso a formar rocas. Las rocas calcáreas de una isla alemana están compuestas de algo parecido, lo has dicho tú. A continuación vienen las algas, las diatomeas, esto es lo más importante que hay en el mar. Pero me callo ya, no digo ni una palabra más. Ahora cuenta tú cómo capturas todo eso y qué haces con ello.

Ioana, jadeante, guardó silencio; su pecho subía y bajaba como tras un gran esfuerzo, se había quedado sin aliento. Eugene nos miraba por el espejo retrovisor, y el profesor se había bajado y alejado un poco.

—Bueno, ¿que cómo se captura el plancton? Con redes. Disponemos las redes para que sean arrastradas por una embarcación; se hunden a distintas profundidades según la capa de agua de la que queremos obtener material para estudiar. Uno permanece en el mar durante una semana, regresa a casa y tiene trabajo para seis meses. Se licúa todo, luego se lo tiñe con colorante fluorescente, esto podría…

—Ser naranja de acridina o DAPI —volvió a interrumpir Ioana—. Emite un bello resplandor azul, es como un cielo estrellado. Yo lo he visto cuando Robert me llevó al laboratorio.

—Cuando uno tiene que hacer cálculos ocho horas al día a lo largo de tres semanas, sólo ve estrellas, pero nada de cielo —dijo Robert riendo.

—¿Y qué se hace con eso cuando se ha terminado de contar? —preguntó el profesor, que se había reincorporado al grupo.

—Se realizan estudios sobre la cadena alimenticia, o se observa cómo reacciona el mar ante la contaminación.

—¿Y qué es una cadena alimenticia? —quiso saber Eugene.

—Al principio está el alga, y ésta es devorada por los cangrejos, y los cangrejos por pequeños peces, y éstos por grandes peces, y al final estamos nosotros —nos explicó otra vez Ioana.

—¡Maldita sea! —soltó Eugene—. Todos se comen a todos, ¿no es verdad, Robert? Así son las cosas en la vida. Sólo continúan vivos los desaprensivos.

—Pero ¿qué es lo que tienes tú en contra de Robert? —le pregunté con aspereza—. ¿Qué te ha hecho? Nunca dices nada en su favor. ¿Estás celoso, Eugene? ¿Porque Robert tiene una familia y tú no? ¿Porque tú estás permanentemente sentado en este coche y Robert se mueve con libertad?

Me mordí la lengua, me arrepentí de lo que había dicho, igual que en tiempos me había arrepentido de haber ofendido a Traian en el teatro de títeres. Eugene se dispuso varias veces a contestar algo, pero al cabo de unos minutos acabó mascullando:

—Olvídalo. No es nada.

—¡Por vosotros! ¡Por nosotros! ¡Por América! —brindamos todos.

De modo que ésta fue nuestra tarde americana a orillas del Potomac, con el sol crepuscular ante nosotros, ardiente como las mejillas de mi hija, que yo siempre había creído exangües.

Lo primero que hicimos como americanos fue comprarnos una pequeña casa a plazos. Ioana obtuvo su propia habitación en la planta baja, por si un día la necesitaba. Lo segundo fue acostumbrarme los domingos a no buscar con la mirada la limusina de Eugene, a no ver cómo giraba en nuestra calle y se detenía justo debajo de nuestra ventana. Tampoco el resto de días.

Robert y Ioana se iban en coche con Eugene a algún sitio de la costa a pintar. Ioana ya pintaba casi más apasionadamente que Robert. Preparaba todo por la noche y a la mañana siguiente se levantaba antes que nosotros, abría bruscamente la puerta de nuestra habitación y gritaba: «¡Vamos! ¡Arriba! ¡El sol no espera!». Cuando regresaban por la tarde, limpiaba los pinceles y la caja de pinturas, guardaba los cuadros y era capaz de seguir hablando durante horas de la aventura del día.

Uno de los domingos después de nuestra naturalización me sorprendió ver a Eugene esperando delante de Chez Odette. Le llevé comida del restaurante y me senté en el asiento trasero. En el que desde hacía muchos años era mi sitio. Él tamborileaba nervioso con los dedos sobre el salpicadero, silbaba para sí mismo y no estaba dispuesto a dejar de hacerlo.

—¿Ha pasado algo? ¿Habéis tenido un accidente?

Él se encogió de hombros.

—Estás raro, Eugene. ¿Qué te pasa? ¿Has bebido?

—¿Yo? ¿Beber?

Entonces se puso a silbar una popular melodía.

—¡Di algo! ¡Esto no es normal!

No dijo nada.

—Me vuelves loca. ¿Ahora no sólo eres simplemente excéntrico, sino que además has perdido la razón?

Eugene intentaba decir algo, pero no le salía ni una sola palabra. Cada vez que yo le exigía que hablase, simplemente se ponía a silbar. Sólo al final, cuando yo estaba a punto de bajar del coche, le oí decir:

—Ya no volveré a venir, Zaira.

—¿Cómo que no volverás a venir?

—Tengo más clientes, también los domingos. No puedo rechazarlos, el negocio es el negocio. Mi ofrecimiento en realidad era sólo esporádico, para ocasiones excepcionales. Os ofrecí el dedo meñique y vosotros me cogisteis la mano. Yo no tengo la culpa de que hayáis pensado que eso continuaría así por los siglos de los siglos.

—¿Por eso trataste a Robert de esa manera? ¿Porque nosotros te hemos hecho perder el tiempo? ¿O porque él tiene a alguien y tú estás solo?

Se encogió de hombros.

—Cree lo que quieras, pero el negocio es lo primero. Lo importante siempre es el negocio, os lo he dicho desde el primer día. Tú ya no eres tan nueva en América.

—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Que el negocio es siempre lo primero?

Guardó silencio durante un momento.

—No, yo no puedo ir otra vez al mar. Tengo muchos pedidos. No puedes imaginarte lo bien que le va a mi empresa repentinamente.

Me resultaba difícil respirar, busqué alguna cosa para pegarle, pero sólo tenía mis puños. Lo golpeé con ellos en la espalda y le grité:

—¡Escucha! Yo no sé qué tienes pensado, pero sí sé que tú has sido desde el principio parte de nosotros. Tú no tienes una familia, tal vez sea eso, tal vez no nos aguantes ya por esa razón. ¿Quieres desaparecer ahora? Lo tendrías que haber pensado antes. Ahora es demasiado tarde para eso. Ya no puedes escabullirte.

Por primera vez me miró a los ojos, por el retrovisor.

—¿Cuál es el motivo, Eugene? Explícamelo. Dime que tienes ganas de estar otra vez completamente solo. Que preferirías hacerte enterrar aquí en tu coche a relacionarte con personas reales. Que eres incapaz de hacer amistades. No sé cómo has llegado a ser así, como eres, pero no puedes fundirte con este maldito Chevy. Pronto no será más que un montón de chatarra. No puedes vivir tan sólo del recuerdo de tu madre.

Se puso rojo y golpeó con el puño contra el cristal.

—¡Eso no se lo permito a nadie! ¡Baja, Zaira! Yo no puedo ayudarte. Nadie puede hacerlo.

—Como quieras, Eugene. Saludaré a Robert de tu parte.

—No es necesario.

Seguí al Chevy, su fiel amigo, con la mirada y pensé que ahora había perdido también a Eugene.

A Robert y Ioana no los cogió desprevenidos. Eugene los había amenazado varias veces con no llevarlos más en su coche, su limusina se había vuelto tan lenta como él. En realidad tardaban demasiado en llegar a la costa, y el sol estaba demasiado lejos en el horizonte. Y Eugene no quería de ninguna manera ir a los lugares más bellos, a los que sólo se llegaba por caminos sin asfaltar. Temía por su coche, y por ese motivo habían discutido también muchas veces. A partir de entonces, usarían nuestro coche.

Por la noche, en la cama, le pregunté a Robert:

—¿Tienes idea de qué es lo que tiene Eugene contra ti? Porque tú eres un buen hombre.

—Él está celoso. Amargado y celoso. Porque no tiene a nadie, y yo os tengo a vosotras.

—Sí, probablemente sea eso. Yo también lo había sospechado. Buenas noches, Robert.

—Buenas noches, Zaira.

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