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Capítulo 49

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En nuestra casa hay un ratón que se llama Dan Brown, señor de nuestra mansión, creador del profesor Robert Langdon y de la criptóloga entusiasta y cautivadora Sophie Neveu. Nos enganchamos casi de inmediato y juntos viajamos bien. Vamos al Louvre, seguimos las pistas, y tú te tumbas bocabajo y, cuando ocurre algo emocionante, que es a menudo, subes y bajas los pies. Yo estoy tendido de costado, fuera de la jaula, tan enganchado como tú.

Hacemos pausas para hablar del Opus Dei y del Priorato de Sion, y a ambos nos gustaría que Robert Langdon fuera real, por eso busco vídeos en internet de la adaptación cinematográfica que devoramos cuando necesitamos dar un descanso a la vista y a los dedos. Nunca habías sentido un impulso tan fuerte de leer, y admito que se puede decir lo mismo de mí.

—A ver, me encantan los libros de Stephen King —dices—. Pero eso es distinto porque su obra está compuesta con mucha destreza. El resplandor es pura literatura, joder.

Lo sé y me acuerdo de cuando Benji se negó a admitir cuánto le gustó Doctor Sueño. Leemos hasta muy tarde, y me despiertas al día siguiente abriendo y cerrando y abriendo y cerrando el cajón.

—¡Venga! —gritas—. ¡Me voy a morir aquí dentro!

Nos ponemos a leer, pero necesitamos café, así que subo la escalera corriendo y cruzo el local y bajo a la calle y no es que vayas a aprobar el examen: vas a sacar sobresaliente. La cola de Starbucks es muy larga, pero te mereces esa cosa con caramelo salado que tomas de vez en cuando y nuestro club de lectura es el mejor.

—¿Te parece retorcido que me identifique con Silas? —me preguntaste anoche—. Te parecerá una locura, pero cuando me enteré de que Peach había muerto, sentí más enfado por mí que lástima por ella. Era la mejor amiga del mundo porque para ella el mundo era yo. Estaba obsesionada conmigo, y yo ni siquiera me acordaba de la fecha exacta de su cumpleaños.

—Eras la iglesia —te dije.

—Y ella era Silas —contestaste.

Te recordé la primera conversación que tuvimos en la librería, cuando me dijiste en broma que era un predicador, y yo te dije que era una iglesia.

—Vaya —dijiste—. Vaya…

De regreso a la librería, sonrío por nada y por todo, con el café con caramelo salado en la mano. Somos una pareja de ensueño, somos lo que sucede después de que Meg Ryan y Tom Hanks se besen al fin, después de que Joe Gordon-Levitt sin cáncer y la encantadora estudiante de psicología Anna Kendrick coman pizza en 50/50. Somos Winona Ryder y Ethan Hawke cuando U2 acaba de cantar «All I Want Is You». Cuando llego abajo, aplaudes, pero estás perpleja.

—Pero, Joe —me dices—, ese vaso es demasiado grande para caber en el cajón.

—Ya lo sé —te contesto, y te quiero por vivir ahí dentro, por no resistirte.

—¿Cómo vas a dármelo?

Sonrío y te enseño la taza baja y ancha que he comprado para ese uso concreto, y lo dices de nuevo:

—Vaya…

Has dicho eso más veces en las últimas veinticuatro horas que en las últimas veinticuatro semanas, y dices que soy un genio y me pides que te cuente otra vez cómo conseguí que Benji viniera a la librería. Tomamos el café juntos, tú dentro de la jaula y yo fuera, y cuando acabo la historia, niegas con la cabeza y lo dices de nuevo:

—Vaya…

—Bah.

—Una cosa —dices, y dejas el café en el suelo—. En el último tuit de Benji, escribiste «invierno por Nantucket». Y recuerdo leer el tuit y pensar que debía de estar muy jodido para usar una expresión tan rara. Demasiado informal para él.

—Buen trabajo, Sophie.

Y sonrío de oreja a oreja porque no hay duelo y no hay guerra porque estamos unidos, somos Unicef. Somos generosos.

—Gracias, profesor.

Resplandeces, me guiñas un ojo.

—¿Un descanso? —pregunto.

—Perfecto —contestas.

Y qué bien nos llevamos aquí abajo, y pongo la canción «We Are The World», y te ríes y me preguntas por qué la he escogido y te explico que me da la impresión de que estamos mejorando el mundo desde este sótano, y tú te pones seria y sabes a qué me refiero y estás de acuerdo, y nunca he estado tan en sintonía con otro ser humano en toda mi vida. Sabes cómo me funcionan los sentidos, cómo me funciona el cerebro. Te gusta estar ahí dentro, aquí abajo.

Vuelan las horas y algo de El código Da Vinci nos lleva a una conversación sobre el festival de Dickens y los disfraces nos llevan a gorros, y me sonrojo, y tú te das cuenta de que sé lo del gorro de Holden Caulfield. Cierras el libro. Te abrazas las rodillas como haces cuando estás verdaderamente triste.

—Debe de haber sido horrible para ti —dices.

—A él tampoco le sienta bien —respondo.

Soy tan sigiloso como Robert Langdon. Pero sigues sintiéndote mal.

—Soy una falsa.

—Beck, eso no es cierto.

—Tú eres como un noble del Priorato de Sión y vas por ahí descifrándome, y yo son tan inepta que no soy capaz ni de esconder un gorro de caza, por no hablar de una mierda de aventura barata y asquerosa.

¡Asquerosa! ¡Barata! ¡De mierda! ¡Aventura! Qué alivio me da oírte hablar así, sonrío.

—Lo das todo, Beck. Sólo tienes que tener más cuidado al escoger a quién se lo das.

—Tienes razón —dices—. Nadie es más dedicado ni más intenso que tú, Joe.

—Sólo tú —respondo.

Y sonríes. Me guiñas un ojo.

Leemos. Cuando los dos estamos metidos en el texto, guardamos silencio. El libro nos absorbe de igual manera y en un momento dado nos dormimos los dos. Yo me despierto primero, ¡hurra!, y te dejo descansar. Subo a la tienda y me estiro. Ethan me ha enviado un mensaje:

¡Joey, colega! Enhorabuena a Beck. ¡Blythe me ha dicho que van a publicarle un relato en The New Yorker! ¡Genial! Podríamos quedar la semana que viene para tomar algo, ¡invito yo! O hacemos una fiesta en casa, me mudo a casa de Blythe ¡¡¡hoy mismo!!!

Ethan De Los Signos De Exclamación por fin tiene motivos para usarlos, y me alegro por él. Voy a la sección A-D de Ficción y busco Grandes esperanzas, de Charles Dickens, y estoy mareado. Pienso en cómo será el futuro, el día que te cuente que te seguí a Bridgeport, al festival de Dickens de Port Jeff. Dirás «vaya» con admiración. Otra vez.

Menos de una hora después, resulta que mi predicción es acertada. Hojeas Grandes esperanzas.

—Vaya —dices—. Así que en realidad sabías qué aspecto tenían mis hermanastros.

—Síp —respondo—. Me compré una barba, por si acaso.

Dejas la novela de Dickens en el cajón.

—Creo que eres un genio.

Tiro del cajón y saco la novela.

—¿Estás lista?

Me ofreces una sonrisa radiante.

—Pensaba que no lo ibas a decir nunca.

Nos acomodamos cada uno en su sitio y es como nos hubiésemos cogido de la mano y corriéramos por un muelle y cogiéramos aire justo antes de sumergirnos en las aguas profundas y obsesivas que son El código Da Vinci. Son los momentos más felices de mi vida, mirarte y esperar a que notes la mirada y me digas lo que quiero saber.

—Doscientos cuarenta y tres. ¿Y tú?

—Doscientos cincuenta y uno.

—Pues descansa un rato hasta que te alcance —dices.

Comentas de nuevo que soy un lector rápido, pero también muy meticuloso, y eso es especial porque la mayoría, sobre todo los hombres, son una cosa o la otra.

Lloramos cuando Robert y Sophie llegan hasta el cáliz. Sabemos lo que va a pasar mientras ellos cruzan el paisaje y entran en la iglesia. Metes la mano en el cajón, yo meto la mano en el cajón, y el cajón está diseñado para mantenerlas separadas, pero te noto el pulso. De verdad. Te sorbes la nariz.

—No quiero que acabe.

—Es como el final de Las correcciones —digo.

El problema de los libros es que se acaban. Te seducen. Abren las piernas ante ti, y tú te metes dentro. Y entras hasta el fondo, dejas tus posesiones y tus vínculos con el mundo a la entrada y te gusta estar dentro y no echas de menos las posesiones ni los vínculos y, de repente, el libro se evapora. Pasas la página y no hay nada, y ambos lloramos. Nos alegramos por Sophie y por Robert, y tenemos jet lag por culpa del viaje. Ha sido toda una travesía. Hay veces en las que estábamos tan metidos en el libro que tú eras Sophie, descendiente de Cristo, y yo era Langdon, el salvador de Sophie, pero ahora estamos regresando poco a poco a nuestros cuerpos, nuestras mentes. Bostezas, yo bostezo, te cruje la espalda. Nos reímos. Me preguntas cuánto hemos tardado.

—Tres días, casi cuatro.

—Vaya… —dices.

—Ya.

—Hay que celebrarlo.

—¿Cómo?

—No sé —mientes, mi ninfa.

—Podría ir a por helado.

El código Da Vinci es el mejor libro del mundo y, algún día, cuando vivamos juntos, tendremos una estantería (una nueva, no una usada, que ya te conozco con tus cosas nuevas) y no pondremos nada más que nuestros ejemplares de El código Da Vinci, juntitos, unidos para siempre por la fuerza sobrenatural de nuestro amor.

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