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Capítulo 50

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Salgo un momento a comprarte un helado y oigo a Bobby Short cantando en mi cabeza (yo soy tu príncipe) y, durante el trayecto hasta la tienda y a la vuelta, floto en el aire. Bajo la escalera a saltos, me falta tiempo para llegar a ti y darte el helado que querías, uno de vainilla. Vuelves a ser sencilla; hace tres semanas habrías querido algún puto gelato que hubieras visto en el suplemento dominical de The New York Times. Quiero contarte que en la cola de la tienda de comida había un tío muy gracioso, pero cuando llego abajo, estás distinta. Estás desnuda. Me quedo quieto.

—Beck.

—Ven aquí —me ordenas en voz baja—. Trae el helado.

Hago lo que me mandas, y te acaricias la clavícula con la mano derecha, luego el pecho y exiges algo más:

—Dame el postre.

Abro la bolsa de golpe y la cuchara cae al suelo, pero me da igual; arranco la tapa y la película de plástico. El helado está blando y tengo la polla dura, y sé por qué razón Bobby Short se sentía como un caballo de carreras. Yo soy un caballo de carreras.

—Un segundo —te digo.

—Tic tac —ronroneas.

Pongo la canción en el ordenador. Te gusta.

—Ponla en bucle —me ordenas.

Obedezco y me acerco al cajón, y te arrodillas en la jaula con los pezones duros. Quieres saber si puedo sacar el cajón y crear una ventana. Sí puedo. Me dices que me quite los pantalones. Lo hago. Metes las manos por la nueva abertura donde antes estaba el cajón, y cojo el helado y me acerco. Te tocas y el dedo sale mojado, brillante, y sé que debo acercar el bote de helado. El helado se calienta con tu calor, se derrite. Te sumerges la mano en el imán que tienes entre las piernas sin apartar la mirada de mis ojos. Tienes ambas manos mojadas de ti y metes los dedos húmedos en la vainilla. Me provocas. Me dices que quieres mi boca y me la llenas con tus dedos y con los demás «(tocando hábil,misteriosamente)su primera rosa». Mi polla. Tus manos son El código Da Vinci y mi cuerpo es tuyo. Te chupo los dedos hasta la muerte, y me los sacas de la boca. Te miro y estás en la vainilla. Hasta el fondo. La mano de vainilla se junta con la otra sobre mi polla dura y siento frío y calor y el contraste entre mi dureza y tu suavidad. Tus manos bailan y me llevan a tu boca y me tragas y gimo y somos todo un mundo y casi no cabemos los tres, mi polla y tus manos. Tu boca es el lugar donde pertenezco, y cuando abro los ojos, me contemplas con todo tu ser. Te necesito, te necesito entera. Tú quieres todo mi cuerpo. Conoces todos mis secretos y tienes dientes en la boca. Me sacas de la boca, me coges con las manos. Me miras con una súplica: «Fóllame».

La decisión de confiar en ti no es consciente. Mi cuerpo se pone al mando y me falta tiempo para abrir la jaula. Te acaricias el cuerpo con las manos y esperas. Meto la llave de golpe y echo de menos tocarte y entro en tu espacio, en ti. No sales corriendo, corres hacia mí, con lujuria. Te agarro el cuello con la mano y te inyecto la lengua en la boca, y tú la aceptas. Me arañas. Podría matarte, y lo sabes, pero tienes los pezones más duros que nunca y nunca el coño te había sabido tan dulce, tan terso (sólo a vainilla) y podríamos estar así para siempre. Tienes un orgasmo de verdad, un estallido que es un exorcismo y un signo de exclamación. Estás en trance, y yo soy tu dueño y estoy dentro de ti y te suelto un poco y estallo, y eres mi dueña. Lo eres. Arqueas la espalda, vaya cómo la arqueas. Te he llevado a sitios mejores que el Upper West Side, superiores a Turcas y Caicos o el despacho beige de Nicky. Te he llevado a Francia, al cáliz, a la luna, y dejas de moverte y una sonrisa te recorre el cuerpo y eres un nenúfar que flota a la luz del sol, pero con raíces en el fondo del lago, yo, oscuro, sobre ti.

La puerta de la jaula está abierta de par en par y yo, medio desnudo, sería incapaz de atraparte si corrieras escaleras arriba. Si me cogieras la polla vacía, me dieras una patada e intentases salir corriendo, lo conseguirías. Las puertas del sótano están abiertas, así que, en teoría, podrías escaparte hasta la tienda. Pero la puerta de la calle está cerrada; no trabajaste conmigo el tiempo suficiente para saber dónde guardo la llave. Aun así, si quisieras, podrías arriesgarlo todo y salir corriendo a la tienda y gritar pidiendo ayuda. Alguien te ayudaría y alguien vendría a por mí, pero nada de eso sucederá. Tu cuerpo no miente y la piel de gallina me dice la verdad. Te lames los labios y me miras. Ronroneas.

—Madre mía, Joe…

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