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Capítulo 51

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En algún momento dado, dejo de fingir que estoy durmiendo y me permito contemplarte mientras duermes. Vivimos en un mundo nuevo y te doy un beso y me estiro. Necesito lavarme y salir de la jaula. No te encierro porque en este nuevo mundo no cerramos las puertas. Dejo la puerta de la jaula entreabierta y hago lo mismo con la puerta insonorizada del sótano y la del vestíbulo que da a la tienda. Somos libres y me llevo los dos ejemplares de El código Da Vinci como un niño con un juguete nuevo. Cuando llego arriba, me sorprende ver que los demás libros sigan donde estaban antes de que empezásemos a leer. Han sobrevivido al terremoto que ha sido nuestro orgasmo y el cartel de CERRADO está donde estaba cuando viajamos a El código Da Vinci y el baño está donde estaba hace un rato, antes de que te diera la vida follándote.

Le doy al interruptor y el baño diminuto se llena de luz halógena y del ruido molesto del ventilador de mierda que tanto me insiste en que sustituyese. Hasta el ventilador me hace sonreír y es por ti; ya lo cambiaré, Beck. Tienes razón, hace demasiado ruido. Y es demasiado viejo y es imposible que sirva de nada. También plantea un problema de seguridad si estoy solo en la librería, porque el mismo interruptor enciende la luz y el ventilador. No puedes encender la luz sin que se oiga el ruido, y el zumbido te impide oír. Y tienes razón, Beck. Es peligroso.

Tiro de la cadena y abro el grifo y me miro en el espejo. Tengo buen aspecto, parezco feliz y me planteo si debería hacerme un perfil de Facebook para que puedas incluirme en el tuyo. Debería ponerme a ello antes de que tengas que insistirme, así que lo añado a la lista mental. Dejo que me corra el agua caliente sobre las manos y no sé si puedo estar en Facebook por ti. He leído en alguna parte que hoy en día la gente joven es tan deshonesta que juega a un juego que se llama Verdad. Vas al muro de alguien (qué gilipollez, el lenguaje) y escribes: «La verdad es que…» y revelas algo que sea a la vez sorprendente y verdad. Me resulta triste y grotesco que tú y tus amigos os hayáis acostumbrado tanto a las mentiras que la verdad necesite un prefacio por ser sorprendente de manera inherente, un cambio radical de las mentiras que conforman vuestras vidas.

Pero tú ya has dejado eso atrás y puede que antes de borrar tu perfil de Facebook escribas una última actualización: «La verdad es que El código Da Vinci me encanta, joder».

Tenemos que tomar grandes decisiones, Beck. ¿Vas a mudarte a mi casa? ¿Me mudaré yo a la tuya? ¿Nos quedaremos en Nueva York? Ni que decir tiene que yo tengo un trabajo genial, pero creo que a ti te iría bien en California (no sabes lo suficiente para estar entre los escritores de Nueva York), y ahora que nos tenemos el uno al otro, podemos ir de aquí para allá. Miro mi ejemplar de El código Da Vinci, encima del tuyo. Juntos quedan bien, Beck. Esto es lo correcto.

Cojo la pastilla de jabón y me enjabono bien. Me entristece deshacerme de ti y del helado de vainilla; pero, bien pensado, me entusiasma la idea de volver a mancharme con tu sudor y tus corridas, tu flujo, tu saliva. El ventilador hace ruido y tengo la polla dura y ya sé qué voy a hacer: voy a despertarte con la boca, voy a comerte viva. Menos mal que tengo un cepillo de dientes aquí; está seco y sonrío porque la próxima vez que me cepille los dientes, el cepillo estará usado porque lo habrás usado tú. Mientras me cepillo, me siento tan devoto y dedicado como Silas y me humedezco las axilas y me pongo la colonia que compré para oler como aquel camarero. Dios, qué bien te conozco. Me echo agua en el pelo. Me gustaría afeitarme, pero ya te echo de menos demasiado. Necesito comerte y tiene que ser ahora.

Le doy al interruptor. Se apaga la luz y el ventilador se para, pero no abro la puerta. Pasa algo. Hay ruidos horribles que parten el silencio. Pisotadas en el suelo de madera, tus cuerdas vocales angustiadas (¡Socorro!) y la puerta de la calle resistiéndose a tus tirones. Cojo los libros y salgo del baño sin hacer ruido, y tú sigues a la entrada, aporreando la puerta y, por suerte, son las cuatro de la mañana y no hay nadie que pueda oírte. El que dijo que Nueva York era la ciudad que nunca duerme no trabajaba en la librería Mooney Rare and Used. Me dirijo al centro del local y te veo donde la puerta: pelo alborotado, brazos y piernas por todas partes, la camiseta de Nirvana de mi madre; tiras del pomo con ambas manos, tan enfrascada en tu misión que no me oyes llegar. Soy sigiloso como un gato. Doy pasos ligeros y decididos, y dejo los libros en el mostrador. No notas mi presencia y estás tan cerca del cristal que no ves mi reflejo. Tenía razón, no sabrías encontrar la llave. Te rodeo con los brazos, y pataleas.

—¡No! ¡Suéltame! ¡Eres un puto psicópata!

Te tengo bien agarrada y es una pena que estés hecha una furia, porque ahora mismo te daría lo que es tuyo. Pero eres un animal (no paras de patalear), un monstruo impedido. ¿Por qué pierdes el tiempo moviendo tanto los brazos, pequeña? No llegas a darme. Te arrastro por el pasillo y me agacho hasta el suelo, detrás del mostrador. Me siento en el suelo con las piernas estiradas y te coloco en mi regazo. Si pasara alguien por aquí, no nos vería porque el mostrador nos protege. Forcejeas para escapar, pero podría sujetarte el resto de mi vida si hiciera falta.

Como siempre, tarde o temprano te quedas sin ira. Se te relajan los músculos y eres mi nueva muñeca: Beck Triste. No hablas. Sólo lloras. No peleas conmigo, aún hay esperanza. Te beso el cuello, pero no te gusta. No es momento para besos, lo entiendo. Tienes mucho que digerir, muchos cambios y aún falta mucho para que salga el sol y te mezo mientras te miras las piernas desnudas, sobre las mías. El amor es así. Lo sé. Ya no intentas arañarme. Nos quedamos en silencio tanto rato que ya debes de estar lista para ser buena. Empiezo, te pongo a prueba:

—¿Qué vamos a hacer contigo?

La respuesta correcta: deberías suplicarme que te perdone, admitir que te has alarmado cuando te has despertado y has visto que estabas sola. Pensabas que te había abandonado igual que tu padre, igual que te abandonan todos los hombres de tu vida. Entonces yo te prometo que estaré contigo toda la vida, y me acaricias las manos, y te perdono y dejo que me guíes hacia tu centro, tu imán. He matado por ti. Te merezco. Ojalá pudiera verte la cara y, como no has respondido, reformulo la pregunta:

—¿Qué pasa ahora, Beck?

La respuesta correcta: amor.

Contestas con un tono tan plano que casi no te reconozco:

—Que desaparezco.

—No.

No.

—Escúchame, Joe —dices, y aprietas tus manos contra las mías de una manera desprovista de sexo, de pasión—. No me importa lo que les hicieras a Benji o a Peach. Lo entiendo. Benji tenía problemas con las drogas, es verdad. Y Peach tenía mucho problemas, en general.

—Era una mentirosa, Beck. Llegó a inventarse bobadas sobre su vejiga.

—Ya lo sé —dices, porque perdonas con demasiada facilidad—. Pero me gustaba que me quisiera tanto.

—Y ¿qué quieres ahora?

La respuesta correcta: ¡a mí!

Suspiras. Me dices que no quieres ser escritora. Quieres ir a Los Ángeles y ser actriz.

—Y si no consigo trabajo, pues a lo mejor escribo algo para mí misma, ¿sabes?

La cosa se pone peor. Me dices que, en el fondo, eres «una chica muy vaga». Te abrazo, y te explayas con tus defectos:

—Blythe tiene razón. Más de la mitad de mis relatos son entradas de un diario. La mitad de las veces tengo que buscar los nombres y reemplazarlos por otros para convertir esas páginas en ficción. Así de mala soy.

—Ajá —respondo.

Pero no voy a dejar el tema porque estas respuestas no son la correcta.

—No te convengo, Joe.

Y te miro los pies, los dedos de los que Peach abusó en Little Compton.

—Tú crees que soy una escritora fantasiosa, pero no lo soy. Nicky tiene todo el derecho del mundo a odiarme. Lo admito. Yo no le quería de verdad. Sólo quería que dejase a su mujer y a sus hijos por mí. Quería joderles a ellos. Y sí, Joe, sé que eso suena muy mal.

No.

—No estás enferma.

—Te vi el día que leí un relato en Brooklyn —me sueltas—. Sabía que me habías seguido.

Te abrazo y te doy un beso en la cabeza porque es verdad que somos uno y somos la casa y el ratón, y tú lo sabes. Lo sabes.

—Eso creía —contesto—. Eso esperaba.

Entierras los dedos de los pies en mis pantalones.

—Entonces sabes que jamás te delataría, Joe. Yo soy la conexión en todo esto. La tóxica. Sé que todo este lío es culpa mía y no pienso ir a la policía. Si me dejas salir, desaparezco. Para siempre.

Te doy otra oportunidad:

—No quiero que desaparezcas para siempre.

—Venga, Joe —dices como amiga, sin sexo entre nosotros—. Creo que puedes encontrar a otra chica con la que leer El código Da Vinci.

—Beck, ya basta.

Dime que me quieres.

—Saldré de la librería y no volveré a mirar atrás. Te lo juro por Dios, Joe.

—Beck, basta.

Sin embargo, no paras:

—Escúchame, Joe. Te lo juro. Desapareceré y será como si ya no existiese. Deja que me vaya y te prometo que nunca jamás volverás a verme. Te lo juro. ¿Joe?

Has suspendido, no voy a ponerte un diez y te aprieto el cuello para que las respuestas incorrectas desaparezcan. Se te acumulan en la mirada, hacen que casi se te salgan los ojos de las cuencas, te vuelven las mejillas de color rojo Nantucket, y aprieto más fuerte. Hay que expulsar las respuestas incorrectas con las burbujas de saliva que te salen por las comisuras torcidas de la boca. Joder, ¿cómo puedes ser tan idiota de pensar que quiero que desaparezcas de mi vida con todo lo que he hecho por ti? Esto no es Bocados de realidad, tú no me prefieres antes que al resto de los gilipollas de tu vida, me he equivocado contigo.

—Joe —dices sin aire.

Pero no me engañas.

—No, Beck.

Susurras:

—Socorro.

Esto es ayuda, Beck, porque necesitas un exorcismo, un renacimiento. Has pecado y has manipulado a Nicky y le has dado falsas esperanzas a Peach y acosaste a Benji. Eres un monstruo, letal y solipsista hasta la médula, y eres una blasfema porque lo único que tú quieres es

A ti misma.

He apretado demasiado fuerte. Te has quedado callada. Te suelto.

—Beck —te llamo.

Quiero oírte la voz. Insisto.

—Beck. ¡Beck!

No emites ningún sonido y… mierda. ¿Qué he hecho? Te sacudo y no te oigo la respiración y necesito oírte respirar porque Bocados de realidad es una película estúpida, y tú te distanciaste de Peach y Benji te dio falsas esperanzas y Nicky no respetaba las normas. Vale, dijiste alguna estupidez, pero yo también lo hago de vez en cuando y te perdono. Te levanto de mi regazo y te tiendo en el suelo. Estás muy quieta y toda tu bondad sigue dentro de ti, latente bajo esos párpados. Te quiero por ser tan adorable. Lo siento, Beck. No puedo hacerte responsable de que los demás se vuelvan locos por ti, y tienes que despertar porque quiero darte «amor, amor, amor, amor loco».

Te hago un poco de presión en el pecho con las manos. Creo que estás respirando. Debes de estar respirando. No puede no haber nada dentro de alguien tan luminoso y encantador como tú; lo nuestro era una todicidad. Eres demasiado robusta y estás llena de vida y tienes demasiadas leyes sobre albornoces y orgasmos y tartas y manzanas de caramelo para haberte ido. Me odio y te quiero y te doy besos que no me devuelves y te suplico que vuelvas y te sujeto las manos y te miro a los ojos, y al final de Closer, la obra de teatro en la que se basa la película, al personaje de Natalie Portman lo atropella un coche. Muere. En la película no ves morir a Natalie Portman y lo prefiero así, y no puedes estar muerta, Beck. Todavía no has cumplido los veinticinco y no te drogas y no haces tonterías y eres adorable y estudiosa, y me inclino sobre ti de tal modo que te rozo los labios con la oreja. Cuando respires, quiero oírlo y saborearlo, así que espero. Espero dieciséis siglos y ocho años luz, y me aparto.

Te has ido.

Me levanto y me agarro del pelo y quiero arrancármelo porque tú ya no me lo acariciarás con los dedos, pero quizá me equivoque, y me agacho de nuevo y te pego la cabeza a la mano y espero a que me toques. Por favor, Beck, por favor. Pero no mueves los dedos y, cuando levanto la cabeza, el silencio me parece oficial. Es odioso y personal, a diferencia del silencio tranquilo del sótano. No te levantas para perdonarme y ahuyentar el silencio malvado que me pesa más a cada segundo que continúas muda.

Te miro. No me devuelves la mirada. Ahora tu cuerpo es un conjunto de piezas. No me ayudas porque me has abandonado porque querías desaparecer para siempre. Tus crímenes son numerosos y me robaste Love Story, y cojo tu ejemplar de El código Da Vinci. Me quedo anonadado, porque hay páginas que ni siquiera has pasado; sé cómo son los libros. Creo que te saltaste parágrafos enteros, falsa descerebrada. Cuando me preguntabas por dónde iba, era para hacer trampas. El momento más romántico de mi vida ha sido un engaño y estoy tan enfrascado examinando tu libro que no te veo regresar a la vida.

Pero regresas.

Me habías engañado, hija de puta. Te aferras a mi tobillo y tiras, y me caigo y suelto tu ejemplar de El código Da Vinci y aterrizo de lado y me hago daño, maldita sea, y me das una patada en la polla y eso duele, maldita sea. No has desaparecido para siempre, sino que estás poseída y sin palabras, y me duele la entrepierna y me palpita el costado y no eres mi salvadora porque ahora todo es peor. Estás viva, eres engañosa, me pateas en el suelo y yo chillo de dolor, pero eres tóxica y satánica porque hace un minuto:

—Estabas muerta, hija de la gran puta.

No dices nada. Me das una patada. Pero yo no soy tóxico, sino mejor persona y más valiente, y Dios me da fuerzas para recuperarme de tus golpes horribles. Te barro las piernas de un golpe con el brazo y te desplomas, caes de espaldas. Me subo encima de ti. Intentas morderme, pero no puedes e intentas darme patadas, pero tampoco puedes e intentas clavarme las garras, pero te he atrapado las muñecas. Te sujeto contra el suelo, no puedes hacer nada. Me escupes a la cara, la típica gilipollas de Massachusetts. Y te debilitas y te suelto los brazos y te rodeo el cuello con las manos, esta vez en serio. Intentas pegarme, pero tus puños pequeños no son lo que eran. Tu parte mala supera a la parte buena y se te quedan las mejillas blancas, y me palpita la polla de dolor y siento el pulso en el pubis, y tienes los ojos muy salidos. Das asco. La camiseta de Nirvana de mi madre, la que llevaba el día que me seguiste hasta mi casa, esa que he guardado toda mi vida, está hecha un desastre entre el semen y la vainilla. La has rasgado y ya no tiene remedio, hija de puta.

—Tenías razón, Beck —te digo—. Matas a gente. Matas.

Te aprieto el cuello y te doy las gracias por la patada en la polla, y parpadeo para intentar quitarme la saliva que me has salpicado a las pestañas. Gracias por demostrar sin asomo de duda que eres una mala persona. No quieres amor ni vivir, y lo nuestro estaba condenado desde el principio porque eres ordinaria y descarnada y balbuceas y no puedes respirar. Solipsista, inconsiderada, que me estropeas los libros con manchas de chocolate, me estropeas el corazón, la vida.

—¿Qué dices, Beck?

Aún te queda una palabra:

—Socorro.

Y te lo ofrezco. Con la mano derecha alcanzo tu ejemplar de El código Da Vinci. Me lo meto en la boca y arranco unas cuantas páginas de un mordisco. Tiro el libro, me saco las páginas de la boca, mojadas de la saliva que tanto deseabas.

Las últimas palabras que te digo:

—Abre la boca, Guinevere.

Te las embuto en la boca y tus pupilas se deslizan y arqueas la espalda. Este es el sonido de tu muerte. Huesos que crujen (dónde, no lo sé) y conductos lagrimales en estado de emergencia: la lágrima de la muerte te mana del ojo izquierdo y cae por tu mejilla de porcelana y fijas la mirada «en algún lugar adonde nunca he ido,gozosamente más allá de toda experiencia,tus ojos tienen su silencio». Ahora no eres más que una muñeca de trapo y no reaccionas cuando las páginas que te llenan la boca se empapan de la sangre que te sube por la garganta.

Y de pronto te echo de menos, y tú me echabas de menos, y te llamo y te agarro de los hombros diminutos.

No respondes. Tienes los mismos defectos que todos los libros de la librería: has acabado y me has dejado y has desaparecido para siempre. Jamás volverás a ocultarme algo y no volveré a esperar tus respuestas. Tu luz se ha apagado para siempre y te abrazo.

No.

Quiero lanzarme delante del tren de la canción «locomotora número 9». ¿Cómo he podido hacerlo? No te había hecho tortitas. ¿Qué cojones me pasa? No alcanzo a respirar y tú eres mi dulce Señor, Beck, diferente, atractiva. Lo eres. Eras.

Lloro.

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