You

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Capítulo 3

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Antes que tú estaba Candace. También era terca, así que contigo seré paciente como fui paciente con ella. No te tendré en cuenta que en ese portátil viejo y voluminoso que tienes escribas sobre todas las putas cosas del mundo menos sobre mí. No soy idiota, Beck. Sé hurgar en un disco duro y sé que no estoy ahí dentro y también que no tienes nada que se parezca a una libreta o un diario.

Una teoría posible: escribes sobre mí en el bloc de notas del móvil. Aún queda esperanza.

Pero no voy a alejarme de ti. Ni que decir tiene que a nivel sexual eres única. Por ejemplo: devoras la sección de encuentros informales de Craigslist; copias tus anuncios favoritos y los pegas en un archivo gigante que tienes en el ordenador. ¿Por qué, Beck? ¿Por qué? Por suerte, no participas en ese foro de encuentros. Supongo que a las chicas les gusta coleccionar cosas, ya sean recetas de sopa de kale o fantasías paterno-filiales de gramática ofensiva mal redactadas por solitarios desesperados. Sigo aquí, te acepto. Y, de acuerdo, tú permites que ese cretino rubio te haga las cosas que has leído en los anuncios de Craigslist. Pero al menos pones límites; ese pervertido no es tu novio, porque lo echaste a la calle, que es donde le corresponde estar, como si te asquease (y debería). He leído todos tus e-mails recientes y es oficial: no le has contado a nadie que estuvo en tu casa, dentro de ti. No es tu novio. Eso es lo único que importa, y estoy listo para encontrarte y, además, puedo hacerlo. Y todo eso se lo debo a Candace. Mi querida Candace.

La primera vez que la vi fue en el Glasslands, en Brooklyn. Tocaba la flauta travesera en una banda, con su hermano y su hermana. Te gustaría lo que hacen. Se llamaban Martyr, y desde el principio ya quería conocerla. Tuve paciencia. Los seguí por todo Brooklyn y el Lower Manhattan. Tocaban bien. No llegarían a los cuarenta más vendidos, pero de vez en cuando sacaban una de sus canciones en un programa miserable para adolescentes de la cadena CW y su página web se ponía al rojo vivo. Pero no tenían discográfica porque no se ponían de acuerdo en nada. En cualquier caso, Candace era la más guapa, la líder de la banda. Su hermano era el típico desgraciado imbécil que toca la batería, y su hermana era sencilla, pero tenía talento.

No puedes abalanzarte sobre una chica después de un concierto, sobre todo cuando hacen ambient-techno-electro-mierdas y el hermano psicótico y controlador (que no estaría en una banda si no fuera por sus hermanas, todo hay que decirlo) está siempre presente. Tenía que hablar con Candace cuando estuviera sola. Y yo no podía ser un chico cualquiera que se acercase a ligar con ella, por lo de su hermano «protector». Si no la abrazaba pronto o, como mínimo, hacía algo por abrazarla, me moriría. Así que improvisé.

Una noche, fuera del Glasslands, donde había empezado todo, me presenté a la banda diciendo que era el nuevo ayudante de Stop It Records. Les dije que buscaba talentos. Claro, a las bandas les gusta que las descubran y, minutos más tarde, allí estaba yo, bebiendo whiskey en un reservado con Candace y sus hermanos incordiosos. La hermana se marchó, bien hecho. Pero él me dio problemas. No podía besar a Candace ni pedirle el teléfono. «Mándame un e-mail —me dijo—. Así le hago una foto y lo cuelgo en Instagram. Nos encanta que las discográficas se pongan en contacto con nosotros».

Hice lo que cualquier Elliot haría en Hannah. Me puse a vigilar Stop It Records, un sitio penoso, y descubrí a un chaval al que llamaban Peters que iba y venía a diario. Antes de entrar a trabajar y también al salir, se escondía en un callejón y fumaba un poco de hierba. No era de extrañar, con la mierda que tenía que aguantar allí dentro. Peters era el ayudante de todos esos gilipollas de las discográficas para los que las gafas son accesorios de moda, piden sacarina con el café y extra de «parmigiano reggiano». Así que un día me aposté en el callejón con un porro y le pedí fuego. No me costó hacerme amigo suyo; la gente que está en la base del tótem está hambrienta de contacto con otras personas. Le conté el dilema de Candace, que le había dicho que trabajaba para Stop It, y fue él quien me propuso escribirle desde su cuenta (asist1@stopitrecords.com) haciéndose pasar por mí. Candace contestó, risueña, buenorra. Y, claro, me dio su número (se lo dio a asist1).

No me sentí mal por aprovecharme de Peters; en todo caso, parecía que él por fin había conseguido lo más parecido a algo de poder. Y de vez en cuando hay que manipular los hechos para conseguir a la chica. He visto suficientes comedias románticas para saber que los románticos como yo siempre se meten en líos como ese. La carrera profesional de Kate Hudson existe porque las personas que se enamoran a veces mienten sobre su trabajo. Y Candace se creyó que yo era cazatalentos. Esperé hasta que ya llevábamos un mes juntos antes de contarle la verdad. Al principio se enfadó (a veces las chicas se enfadan, hasta cuando el chico es Matthew McConaughey), pero le recordé una verdad cómica y romántica: el mundo es injusto. Sé de música. Soy espabilado. Creo que Martyr merece que los descubran y los adoren. Si yo hubiera estudiado en alguna facultad de artes liberales y llevase calcetines vintage y suscribiese la idea de que una licenciatura en humanidades o algo así te certifica como persona inteligente y digna de empleo, habría podido conseguir unas prácticas no remuneradas en una discográfica de mierda y aprovechar eso para conseguirme un puesto de mierda. Pero resulta que no suscribo esa idea anticuada. Mi vida la controlo yo. Al principio, ella lo entendió, pero su hermano era harina de otro costal y uno de los motivos por los que la cosa no funcionó.

La buena noticia es que no me arrepiento de nada. Mis problemas con Candace eran una práctica para este momento. Tenía que entrar en tu casa, Beck. Y sabía cómo hacerlo.

Un día llamé a los del gas para avisar de un escape en tu apartamento. Sabía que tenías clase de baile y que después siempre tomabas café con una amiga de la clase y que ese era el único momento en el que podía estar seguro de que no te encontraría delante del ordenador. Esperé en mi escalón de enfrente a que llegase el técnico y le dije que era tu novio y que me habías enviado para echarle una mano.

Por ley hay que investigar los escapes de gas, y la ley de los tíos estipula que uno como yo, que no acabó la secundaria, sabe cómo tratar con los de la compañía del gas. ¿Qué quieres que te diga? Sabía que se tragaría que era tu novio y me dejaría entrar. Y sabía también que me dejaría entrar aunque pensase que era un majadero mentiroso. No puedes llamar al técnico del gas y luego no presentarte, Beck. En serio.

Cuando se marcha, lo primero que hago es coger el ordenador y sentarme en el sofá y oler el cojín verde y beber agua de la taza de Brown. La había lavado antes, porque aún quedaban restos de ceniza del tío ese (no sabes fregar platos). Leo un relato que has titulado «Lo que Wylie pensaba cuando compró el Kia», que trata de un viejo de California que se compra una porquería de coche de importación y siente que esos son los últimos vestigios de su vida de vaquero. La gracia del relato es que no es vaquero, sino que ha interpretado a vaqueros en películas del Oeste, y de esas ya no se hacen. Wylie no se ha readaptado. Nunca había tenido coche porque se pasaba casi todos los días en una cafetería donde los tipos como él iban a charlar sobre lo bien que se estaba antes. Pero la ley ha proscrito fumar en el local (has puesto «proscrito» en cursiva para resaltar el juego de palabras) y ahora la pandilla no tiene adónde ir a echarse unos pitis y contar historias. Al final del relato, Wylie está en el Kia y no se acuerda de cómo arrancarlo. En la mano tiene la llave, que es un ordenador en miniatura, y se da cuenta de que no sabe adónde ir, así que se compra un cigarrillo eléctrico y vuelve a la cafetería y se sienta a fumar solo.

Yo no soy uno de los genios de tu máster (en serio, Beck, no te entienden ni a ti ni tus historias), pero sé que anhelas el pasado. Eres hija de un hombre muerto, de los pies a la cabeza. Entiendes a Paula Fox y aspiras a comprender todo lo que tiene que ver con el viejo Oeste, cosa que implica que instalarte en Nueva York, aunque sea temporalmente, es una elección autodestructiva. Eres compasiva; has escrito sobre viejos actores por los libros de fotografía que tienes en casa, muchas imágenes de sitios a los que no puedes ir porque ya no existen. Eres una romántica, buscas una Coney Island sin los dealers ni los envoltorios de chicle, y una California inocente donde los vaqueros de verdad y los de mentira se cuentan historias mientras toman café en tazas de metal esmaltado como las de antes. Quieres ir a sitios adonde no puedes ir.

En el baño, cuando estás sentada en el retrete con la puerta cerrada, contemplas una fotografía de Einstein. Te gusta mirarle a los ojos mientras te peleas con tus intestinos. (Créeme, Beck: cuando estemos juntos, se te acabarán los problemas de barriga porque no te permitiré vivir a base de mierdas congeladas y de latas de TNT cuya etiqueta dice «sopa»). Einstein te cae bien porque él vio lo que nadie más veía. Y además no era escritor. No es, ha sido ni será un competidor.

Enciendo el televisor y veo que Dando la nota es lo que has visto más veces; ahora que veo tu vida universitaria en Facebook, tiene sentido. Por fin estoy dentro, estudiando tu historia en fotografías. No cantabas a capela ni encontraste una pasión ni el amor verdadero. Te emborrachabas mucho con tus mejores amigas, Chana y Lynn. Hay una tercera amiga muy alta y delgada que os hace parecer enanas a las tres. Esta forastera no está etiquetada en ninguna foto, y debe de tener alguna cualidad positiva, porque pareces muy orgullosa de tenerla como amiga desde la infancia. Pero la chica sin etiquetar no parece contenta en ninguna de las imágenes y su sonrisa infeliz me va a perseguir y ya es hora de pasar a otra cosa.

Has salido con dos chicos. Charlie tiene cara de estar siempre recuperándose de un concierto de Dave Matthews. Cuando estabas con él, os sentabais en la hierba a tomar drogas de diseño. Ese lerdo estaba atontado de tanta droga, pero escapaste de él y caíste en los bracitos flacos de un punk malcriado que se llamaba Hesher. Como dato curioso, conozco a Hesher, aunque no en persona; es novelista gráfico y en la tienda vendemos sus libros. Bueno, los vendemos ahora, pero es evidente que el primer elemento de la orden del día de mi próximo turno será enterrarlos en el sótano.

Has estado en París y en Roma, y yo no he salido del país; sin embargo, no has encontrado lo que buscas en Hesher ni en París ni en Charlie ni en Roma ni en la universidad. A Charlie lo dejaste por Hesher y fuiste fría. Él no lo superó. A día de hoy, en las fotos parece que vive una borrachera permanente. Tú adorabas al otro, pero él no te correspondía, por lo menos en Facebook. Hay muchas entradas en las que lo alabas y él no contesta. Entonces, un día te quedaste soltera y tus amigos le dieron «me gusta» al cambio de estado de una manera que dejaba muy claro que te había dejado él a ti.

Termina Dando la nota y voy a tu cuarto, me tumbo en la cama revuelta y oigo el ruido de la llave en la cerradura y me estalla un bombardeo aéreo en la cabeza y recuerdo al propietario quejándose al del gas un rato antes:

«El apartamento más pequeño del edificio y la puta cerradura más estrecha. Siempre se engancha».

Te oigo meter la llave en la cerradura y se abre la puerta y el piso es pequeño y tú estás dentro.

Tienes razón, Beck: es una puta caja de zapatos.

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