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Capítulo 5

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A las 2:45 somos tres los que esperamos el metro en Greenpoint Avenue, y yo quiero atarte los cordones de las zapatillas. Los llevas desatados. Y estás demasiado borracha para estar tan cerca de las vías. Te has apoyado en la columna verde y estiras tanto las piernas que los pies te llegan a la línea amarilla, al borde del andén. La columna es cuadrada y tiene cuatro lados, pero tú tienes que colocarte de cara a la vía. ¿Por qué?

Yo estoy aquí para protegerte; la otra persona en este antro es un sintecho que está en otro planeta, en su banco, cantando: «Locomotora número 9 de la línea de Nueva York, si descarrilara, cógela, cógela, cógela».

Esa parte la canta en bucle y en voz muy alta, y tú estás enfrascada en el móvil y no puedes escribir y mantenerte en pie y escuchar esta agresión musical, todo a la vez. No paras de resbalar (las zapatillas son viejas, la suela está desgastada), y yo me sobresalto cada vez y ya empiezo a cansarme. Tú y yo no encajamos en este sitio asqueroso; está minado de latas vacías, envoltorios, cosas que no quiere nadie, ni siquiera el sintecho cantarín. Los chavales con los que te relacionas viven para recorrer la línea G de metro, como si eso demostrase que van en serio, que son reales; pero de lo que tus amigos no se dan cuenta es de que la línea está mejor sin ellos y sin sus latas de Miller High Life y el vómito que huele a vinagre.

Se te resbala un pie. Otra vez.

Se te cae el móvil y aterriza en la franja amarilla y tienes suerte de que no haya acabado en las vías, y se me pone la piel de gallina y ojalá pudiera agarrarte del brazo y acompañarte al otro lado de la columna. Estás demasiado cerca de las vías, Beck, y tienes suerte de que yo esté aquí porque si te caes o si resultase que te había seguido algún perturbado, algún violador indigente, no podrías hacer nada. Estás demasiado borracha. Los cordones de tus zapatillas son demasiado largos y los llevas demasiado sueltos, y el agresor te atraparía en el suelo o contra la columna y te arrancaría las medias rotas y te rajaría las braguitas de algodón de Victoria’s Secret y te taparía la boca con una mano grasienta, y tú no podrías hacer nada. Tu vida no volvería a ser igual. Vivirías con miedo al metro, volverías corriendo a Nantucket, evitarías la sección de encuentros informales de Craigslist y, durante el primer año o puede que dos, te harías las pruebas de las enfermedades de transmisión sexual todos los meses.

Mientras tanto, el sintecho no para de cantar «locomotora número 9» y ha orinado dos veces sin moverse del sitio. Está sentado en su propio pis y, si un psicópata te hubiera seguido aquí abajo para acabar lo que tú has empezado con las medias rotas, el tío seguiría cantando y meándose y meándose y cantando.

Resbalas.

Otra vez.

Miras al sintecho con los ojos entornados y le gruñes, pero él está en otro planeta, Beck. Y no es culpa suya que estés como una cuba.

¿Te he dicho ya que tienes suerte de contar conmigo? Pues la tienes. Soy de Bed-Stuy de nacimiento, un hombre sobrio, compuesto, muy consciente de mi entorno y del tuyo. Soy un protector.

Y la mierda es que, si alguien nos viera a los tres, la mayoría pensaría que yo soy el raro porque te he seguido hasta aquí. Y ese es el problema de este mundo y de las mujeres.

Veis cómo en Hannah Elliot se las ingenia con engaños para acercarse a su cuñada y lo consideráis romántico, pero si supieras lo que tuve que pasar para entrar en tu casa, que me fastidié la espalda por conocerte mejor, por dentro y por fuera, me juzgarías. En algún momento, el mundo se ha desenamorado del amor, y yo sé lo que haces con el móvil. Intentas hablar con Benji, el hijo de puta peludo de la soda con el que tienes encuentros que no son informales, al menos para ti, y que no se presenta en los sitios. Lo buscas. Lo deseas. Pero ya se te pasará.

Parte del problema es el móvil. Has activado la puta función que te permite saber si la gente lee tus mensajes o pasa de ellos. Y Benji pasa de ti como de la mierda. Le pone más pasión a no hacerte caso que a estar dentro de ti y ¿es eso lo que quieres? Aporreas las teclas del móvil. Tu móvil. Deja el teléfono en paz, Beck. Acabará contigo; te quedarás sin voz y te estropearás los dedos.

A la mierda el teléfono.

Me gustaría lanzarlo a las vías y sujetarte mientras esperamos a que llegue el tren y lo atropelle. La pantalla está agrietada por un motivo y hay un motivo por el que ese día lo dejaste en la cesta. En el fondo, sabes que te iría mejor sin él. Ese móvil no te trae nada bueno. ¿Es que no lo ves? Sí que lo ves. Si no, lo tratarías mejor. Le habrías puesto una funda antes de que se rompiera. No estarías ahí toqueteándolo y permitiendo que te gobierne la vida. Ojalá lo tirases a la vía y te desconectases y volvieras la cabeza y me mirases y dijeras: «Te conozco, ¿verdad?». Yo te seguiría la corriente y nuestra canción sería la de «Locomotora número 9 de la línea de Nueva York, si descarrilara, cógela, cógela, cógela».

—¿Te importaría parar de cantar? —gruñes.

Pero el tipo canta y mea tan alto que no te oye y canta y mea y canta y mea, y tú vuelves la cabeza demasiado rápido y, maldita sea, no deberías echarte para atrás así, pero lo haces.

Sucede muy rápido.

Estiras los brazos, pero te tambaleas. Se te cae el móvil y te lanzas a por él y entre medias apoyas mal el pie (¡Aaah!) y resbalas y tropiezas con el maldito cordón y te caes y no sé cómo, pero ruedas sobre la franja amarilla del peligro y caes a la zona peligrosa de verdad. Gritas. Es la caída lenta más rápida que he visto en la vida y de pronto no eres más que una voz en las vías, un chillido, y el otro no para de cantar una banda sonora que no es ideal para lo que tengo que hacer, con el dolor de espalda y todo. Corro hacia el borde del andén y te miro desde arriba.

—¡AYUDA!

—Tranquila, yo te cojo. Dame la mano.

Pero tú chillas de nuevo y pareces la chica del pozo de El silencio de los corderos, aunque no hace falta que estés tan agobiada, porque estoy aquí, ofreciéndote la mano para subirte. Tiemblas y miras hacia el túnel y se te llena la cabeza de miedo, cuando lo único que tienes que hacer es cogerme la mano.

—Dios mío, Dios mío, me voy a morir.

—No mires ahí, mírame a mí.

—Me voy a morir.

Das un paso sin saber nada de vías.

—Estate quieta. Te vas a electrocutar con esa mierda que hay ahí abajo.

—¿Qué?

Te castañean los dientes y gritas.

—No te vas a morir. Dame la mano.

—Ese me va a volver loca —dices, y te tapas los oídos porque no quieres volver a oír «si descarrilara»—. Esa canción, me he caído por la canción.

—Quiero ayudarte —insisto.

De pronto, abres mucho los ojos. Miras hacia el túnel y después me miras a los ojos.

—Oigo el metro.

—No, lo sentirías venir. Dame la mano.

—Voy a morir —dices con desesperación.

—¡Dame la mano!

El sintecho canta como si fuéramos una molestia que sólo puedes silenciar cantando «cógela, cógela, cógela». Tú te tapas los oídos y chillas.

Se me está acabando la paciencia y, tarde o temprano, algún convoy pasará por aquí y ¿por qué me lo pones tan difícil?

—¿Quieres morir? Si te quedas ahí abajo, te atropellará el metro. ¡Dame la mano!

Me miras y de pronto veo una parte de ti que no conocía, una parte de ti que quiere morir atropellada, y creo que nunca te han querido como se debe, y tú no dices nada, y yo tampoco, y ambos sabemos que me estás poniendo a prueba, que el mundo está a prueba. Esta noche no te has bajado del escenario hasta que la última persona ha parado de aplaudir y no te has atado bien los cordones y, cuando has tropezado, la culpa era del mundo.

«¡Cógela, cógela, cógela! Locomotora número 9».

Asiento con la cabeza.

—Venga.

Estiro los brazos con las palmas hacia arriba.

—Venga, ya te tengo.

Quieres luchar. No es fácil rescatarte, pero yo soy paciente; cuando estás lista, me pasas los brazos por encima de los hombros y dejas que te salve. Te levanto, a ti y a las zapatillas sin atar, hasta la zona amarilla del peligro y te dejo sobre el hormigón gris donde no corres peligro, y tú tiemblas y te abrazas las rodillas y retrocedes hasta la cara de la columna que da hacia dentro, el lugar donde es seguro sentarse y esperar.

Sigues sin atarte los cordones y te castañean los dientes más que nunca, y yo me acerco y te señalo las zapatillas planas, inútiles y antiatléticas.

—¿Me permites? —te pregunto.

Tú respondes que sí con la cabeza.

Tiro de los cordones y te los ato con un lazo doble, tal como me enseñó mi primo hace un siglo. Cuando se oye el ruido del metro, dejas de tiritar y ya no parece que tengas tanto miedo. No hace falta que te diga que te he salvado la vida. Se te nota en la mirada y en la piel sucia y sudada que ya lo sabes. Cuando las puertas de los vagones se abren, no nos subimos. Está claro.

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