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Capítulo 6

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Al principio el taxista ha sido reacio, pero supongo que yo también lo sería. Tenemos unas pintas absurdas, culpa de haber estado al borde de la muerte. Tú estás hecha un desastre. Yo voy tan limpio que es casi alarmante: limpio como un chulo, en comparación contigo, que vas sucia como una prostituta. Menuda pareja.

—La cuestión es —dices, mientras repasas los acontecimientos más recientes por millonésima vez con los pies recogidos sobre el asiento y haciendo aspavientos—, la cuestión es que, al fin y al cabo, no podía vivir si ese tío no paraba de cantar. Me refiero a que sé que debía de parecer una loca.

—De la cabeza.

—Pero es que ha sido una mala noche y llega un momento en el que hay que poner reglas, ¿sabes? Tienes que decir: «No pienso aguantar esto. Antes me muero que seguir viviendo en un mundo en el que ese tío no para de cantar y contaminar un espacio comunitario».

Suspiras, y yo te quiero porque has intentado explicarlo como si fuera una especie de rebeldía contra la autocomplacencia; qué divertido es jugar contigo.

—Igualmente estabas bastante borracha.

—Bueno, creo que sobria habría hecho lo mismo.

—¿Y si hubiera cantado la versión de Roger Miller?

Te ríes y no sabes quién es Roger Miller, pero la mayoría de los de nuestra generación tampoco lo saben, y tú entornas los ojos y te acaricias la barbilla y ya van cuatro veces. Sí, las estoy contando.

—A ver, ¿trabajaste todo un verano en un ferri?

—Nop —respondo.

Estás convencida de que me conoces. Dices que de la universidad, del máster, de un bar de Williamsburg y ahora del ferri.

—Te juro que te conozco. Te conozco de algo.

Me encojo de hombros, y tú me examinas y la sensación es maravillosa, tu mirada a la caza.

—Sientes que me conoces porque te has caído y yo estaba allí.

—Sí que estabas, sí. He tenido suerte.

No debería apartar la mirada, pero la aparto y no se me ocurre nada más que decir y me gustaría que el taxista fuera de los que cotorrean de vez en cuando.

—Y ¿qué has hecho esta noche? —me preguntas.

—Trabajar.

—¿Eres camarero?

—Sí.

—Debe de ser muy divertido que la gente te cuente sus historias.

—Lo es —contesto con cuidado de no revelar que sé que escribes historias—. Es entretenido.

—Cuéntame la mejor que te han contado esta semana.

—¿La mejor?

Asientes con la cabeza, y quiero besarte. Quiero llevarte a las vías antes de que la «locomotora número 9» se detenga de pronto y te trague entera y quitarte la borrachera de un polvazo hasta que «la línea de Nueva York» se nos trague a los dos. Aquí hace demasiado calor, fuera hace demasiado frío y huele a burritos y a mamadas, a Nueva York de madrugada. Lo único que quiero decir es que te quiero, así que me rasco la cabeza.

—Me cuesta escoger una.

—Bueno, mira —dices, y tragas saliva, te muerdes el labio y te sonrojas—. No quería asustarte por ser, digamos, esa especie de persona psicótica que recuerda hasta las situaciones sociales más irrelevantes o lo que sea, pero te he mentido. Sí que sé de qué te conozco.

—¿Sí?

—De la librería.

Sonríes con la sonrisa de Portman, y yo hago como que no te reconozco, y mueves las manos. «manos tan pequeñas».

—Hablamos de Dan Brown.

—Eso pasa casi todos los días.

—Y de Paula Fox —dices, y asientes con orgullo y me rozas el brazo con la mano.

—Aaah… Paula Fox y Spalding Gray.

Aplaudes y casi me das un beso, pero no lo haces, sino que recobras la compostura y te recuestas y cruzas las piernas.

—Debes de pensar que estoy como una cabra, ¿verdad? Debes de hablar con cincuenta chicas al día.

—Uy, no, por Dios.

—Gracias —me dices.

—Debo de hablar con setenta por lo menos.

—Ja —dices, y niegas con incredulidad—. Entonces, no te parezco una acosadora loca.

—En absoluto.

El profesor de educación para la salud del colegio nos dijo un día que puedes aguantarle la mirada a alguien durante diez segundos antes de asustar o seducir a esa persona. Estoy contando, y creo que tú lo sabes.

—Es verdad. ¿En qué bar trabajas? A lo mejor me paso a tomar algo.

No te tendré en cuenta que hayas intentado reducirme a la clase de persona que te sirve, que te cobra los libros y te trae chupitos de whiskey con otro de vinagre.

—Son sustituciones. Suelo estar en la librería.

—Un bar y una librería. Qué guay.

El taxi se detiene en West Fourth Street.

—¿Te bajas aquí? —te pregunto.

Te gusta que sea respetuoso.

—De hecho —dices, y te inclinas hacia delante—, vivo a la vuelta de la esquina.

Te recuestas, me miras y yo sonrío.

—Bank Street. No está mal.

Quieres jugar.

—Soy heredera.

—¿De qué tipo?

—Beicon.

Eres descarada; la mayoría de las chicas se habrían quedado en blanco.

Estamos aquí, donde tu casa. Buscas el móvil en el bolso, pero está en el asiento, entre los dos, más cerca de mí que de ti. Y el taxista se remueve. Ha puesto punto muerto.

—Ya estamos otra vez con el teléfono que desaparece.

Alguien da unos golpes en la ventanilla. Me sobresalto. El hijo de puta acaba de dar golpes en la ventanilla. Benji. Tú estiras el brazo por encima de mí y abres la ventanilla. Te huelo. Encurtidos y tetas.

—Benji, madremía, este es el santo que me ha salvado la vida.

—Muy bien, tío. En el puto Greenpoint, ¿no? Allí no pasa nada bueno.

Levanta la mano para que se la choque, cosa que hago, y tú te deslizas hacia el otro lado y todo es horrible.

—No me lo puedo creer: me parece que he perdido el móvil.

—¿Otra vez? —pregunta él, y se marcha y enciende un cigarrillo.

Suspiras.

—Parece un imbécil, pero debes tener en cuenta que pierdo el móvil todo el rato.

—Dime tu número —espeto.

Miras a Benji por la ventanilla y después a mí. No es tu novio, pero actúas como si lo fuese.

Yo estoy bien, tranquilo.

—Necesito tu número o tu e-mail o algo así, Beck, por si encuentro tu teléfono.

—Lo siento —me dices—. Me he quedado atontada. Creo que todavía no se me ha pasado el susto. ¿Tienes un boli?

—No.

Gracias a Dios, cuando saco un móvil del bolsillo es el mío y no el tuyo. Me das tu dirección de e-mail. Ahora eres mía. Benji te llama:

—¿Vienes o qué?

Suspiras.

—Muchas gracias.

—Siempre que quieras.

—Me gusta. Siempre que quieras, no cuando quieras. Más intencionado.

—Va en serio.

Nuestra primera cita termina, y tú vas a subir y a follarte a Benji como si fuera el fin del mundo, pero no importa, Beck. Nuestros móviles están juntos, y tú sabes que sé dónde vives, y yo sé que sabes dónde encontrarme.

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