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Capítulo 10

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Es jueves por la mañana y la cita de esta noche es el premio por los últimos tres días. Hacerle de canguro a Benji no tiene gracia, Beck. No sé ni cuántas veces he abierto y cerrado y vuelto a abrir la puerta del sótano sin parar de bajar y subir. Curtis sabe que no tiene permiso para entrar en el sótano y no tiene llave. Se me agarrota la mano de agarrarme a la llave como si me fuera la vida en ello. Y es que me va.

Estoy cansado, Beck. He tardado una hora entera en levantar el tablón de madera del suelo donde guardo el machete. He tenido que ir en tren hasta New Haven para usar su tarjeta en un cajero sin levantar sospechas. No digo que no merezca la pena, y he trazado un buen plan. Se me ocurrió usar su móvil para construir una narración. Sí, ya lo sé: es una puta maravilla de plan. Como lo sigues en Twitter, vas a ser testigo de su descenso hacia las drogas y la idiotez. Todo empezó en New Haven, donde saqué dos mil pavos de su cuenta y tuiteé una foto del bulldog que es la mascota penosa de Yale:

El #bulldog original ha vuelto. #quetalnewhaven #emeyyo

Así que ahora todo el mundo (tú) pensará que Benji ha vuelto a su alma mater para correrse la gran juerga. Si he aprendido algo sobre la gente de la Ivy League, Beck, es que a todos os gusta volver a las reuniones de la universidad. Es un buen plan y no puedo dejar que los lloriqueos de este pijo me afecten. Es como si supieras que estoy desesperado, porque me envías un mensaje:

Ey. Me he levantado pronto. No sé por qué. ¿Qué hacemos esta noche? C

Benji ladra:

—¿Es Beck? Joe, si eso es lo que quieres, toda tuya.

Está más que hablado. Más o menos una hora después de recobrar la consciencia, el hijo de puta me reconoció porque me había visto en el taxi. Así que ahora cree que me tiene calado. Cree que estoy obsesionado contigo. Cree que lo he atrapado aquí abajo por ti. La verdad es mucho más complicada, y los niños presumidos de papá como él no saben que en el calabozo siempre es más sensato mantener la boca cerrada. Se ha sincerado y habla de ti como si fueras suya. Pero tú no eres un BMW hecho polvo, no te puede regalar.

—Haz el examen —le ladro.

—Joe —me dice.

Eso me molesta porque, cada vez que me llama por el nombre, me recuerda que sabe cómo me llamo, una complicación evidente para el desarrollo del plan. Me sereno y te escribo:

Buenos días, dormilona. Espero que hayas soñado cosas bonitas. Nos vemos a las 20:30 en los escalones de Union Square. Cuando oscurezca, iremos a otro lado.

Le doy a enviar y estoy ansioso por verte y cojo la lista de los cinco libros favoritos de Benji porque tenemos trabajo:

El arco iris de gravedad de Thomas Pynchon, que es un hijo de puta pretencioso y un mentiroso.

Submundo de Don Delillo, que es un esnob.

En el camino de Jack Kerouac, que es un capullo mimado con pasaporte que se quedó atrapado en los años de escuela.

Entrevistas breves con hombres repulsivos de David Foster Wallace. Ya basta.

La roja insignia del valor de Stephen Crane, que lleva el Mayflower en la sangre.

Benji ya ha suspendido el examen de El arco iris de gravedad (meh) y el de Submundo. No para de decir que de haber sabido que había un examen, la lista habría sido diferente. Así es como piensan los privilegiados: miente a menos que sepas que no podrás salirte con la tuya mintiendo. No significas nada para él, y me escribes de nuevo:

C

No pienso contestar a una carita sonriente ni de puta coña y tampoco puedo porque la princesa Benji quiere un latte de soja y el New York Times y un poco de Kiehl’s y su Evian de los cojones y la pasta de dientes natural de la marca Tom’s. Le digo que se las apañe con lo que le he dado: café del griego de la esquina, el New York Post, un bote pequeño de vaselina y puñado de bicarbonato de la caja centenaria que hay en el baño de empleados.

Me escribes otra vez:

¿A qué otro lado iremos cuando oscurezca?

No puedo enfadarme contigo, porque es evidente que te gusto. No me copiarías las palabras si no estuvieras emocionada, y te escribo:

Ya te enterarás cuando llegue el momento. Guiño, guiño.

Creo que lo del guiño ha sido un error y me asqueo.

—Oye, Joe, no puedo hacer un examen sobre un libro que no he vuelto a abrir desde el instituto a menos que esté a tope de cafeína.

Tomo una decisión porque estoy harto de escucharle.

—Deja En el camino. Rompe el examen. Hemos acabado por hoy.

Levanta la cabeza y me mira como si fuese Dios.

—Gracias, Joe. No lo he leído y, bueno, gracias.

Me agradece que lo haya obligado a admitir que es un auténtico mentiroso. A pesar de estar luchando por su vida, miente. Quiero que este chaval entienda las cosas, así que lo intento:

—¿No has leído En el camino?

—No del todo.

—Pero lo has puesto en la lista.

—Ya lo sé.

—Te dije que hicieras una lista de tus libros favoritos.

—Ya lo sé.

—No me lo puedo creer. ¿No te das cuenta de que estás debajo de una librería? Estás en una jaula. No puedes venir aquí y mentirme. Eso no se hace.

—No te enfades.

Aparta la mirada durante un segundo. Sabe que tengo un machete. No me queda más remedio: tengo que cogerlo. Me acerco despacio. Estiro el brazo y lo cojo. Sin mirarlo a él.

—No te conviene hacerlo —lloriquea.

Antes de hablar, separo un poco los pies. Ocupo tanto espacio como puedo.

—Gasto tiempo en prepararte exámenes, pruebas sobre libros que me dices que has leído. Pero no has leído ni uno de esos putos títulos. Y eso quiere decir que me has hecho perder el tiempo. Y no te conviene que me enfade. ¿Crees que es así como funciona el mundo?

—Soy un fraude, ¿vale?

Me doy media vuelta. Él cruza las piernas y baja la cabeza y se pasa la mano por el pelo, rubio y demasiado largo. Es frágil y débil y podría desintegrarse de un momento a otro. Sigo con el machete en la mano, aunque me parece innecesario, teniendo en cuenta su estado. Le hago un gesto con la cabeza, como diciendo: «Venga, capullo, sigue así».

Me asombra de qué manera se le nota el dinero a la gente. Esas manos suaves de señorita llevan suavizándose desde siglos antes de que él naciera, y esa mata espesa de pelo no ha sufrido el efecto de noches al viento ni días encorvado y paleando nieve o arena o ceniza. Ese pelo o la pendiente de su nariz son la demostración de que la vida es injusta.

—En mi defensa, diré que me encanta el libro en un sentido posmoderno, en el sentido de que siempre he notado que contenía algo con lo que me identifico. Creo que es el tipo de libro que se hace eco de mis creencias y de mis sentimientos, y siempre me he llevado bien con gente que lo ha leído y he escrito sobre él. Me licencié en literatura comparada y es posible, es muy posible leer un libro sin leerlo en el sentido tradicional y directo. Joe, se puede leer sobre libros. ¿Sabes a qué me refiero? ¿Lo entiendes?

—Sí, Benji. Lo entiendo.

—Ya me parecía que lo entenderías.

—Sí, yo no tengo una carrera de Yale, pero tengo un detector de sandeces excelente. Lo tengo afinadísimo.

Empiezo a subir la escalera y se queja de lo gilipollas que soy y de lo que me hará su padre y luego me suplica:

—¡Dame un ejemplar de David Foster Wallace, que lo leo! Lo leo y después me haces un examen, te lo juro. ¡Joe! ¡Joe!

El sótano está insonorizado. El señor Mooney se gastó el dinero para hacer de ese sito un lugar íntimo. Benji puede gritar todo lo que quiera, que nadie le oirá, igual que nadie me oyó a mí, y me envías un mensaje:

Qué gracioso eres, Joe.

No me has metido en la lista de cretinos por culpa del guiño y brilla el sol y cierro las puertas del sótano y te envío un mensaje:

Tengo que vender libros. Quedamos en los escalones de Union Square a las 20:30. En el centro. Sé puntual.

Y apago el móvil. Te he dicho dónde tienes que estar y cuándo, y si crees que hoy vas a conseguir más de mí cuando vas a tenerme toda la noche, lo llevas claro.

El día se ha conjurado contra mí. Se me había olvidado que Stephen King saca libro, Doctor Sueño, la esperada secuela de El resplandor. Un libro nuevo de Stephen significa acumulación de gente incluso una o dos semanas después de la fecha de publicación (los hay vagos) y hordas de compradores emocionados por reencontrarse con Danny Torrance. Pero yo quiero estar contigo, Beck. Doctor Sueño convierte la librería en una puta iglesia del Culto a Stephen y no me queda sitio para pensar en ti ni prepararme para ti. Una muchedumbre de Kingófilos nos sobrepasa, parejas que tratan de salvar su matrimonio con un club de lectura, admiradores de siempre que llevan una eternidad esperando, criajos que sólo quieren registrar en Facebook su paso por una librería independiente, friquis que subrayan las partes donde pasan cosas malas y anhelan recrearlas, lelos introvertidos que desean la compañía que promete un libro apasionante, mujeres que quieren más de un libro de lo que esperan de un buen polvo enérgico con un banquero con fobia al compromiso. Todo el mundo quiere a King, y yo te quiero a ti y hoy debería estar pensando en cómo me voy a hacer la raya del pelo y en si tú te chuparás los dedos cuando comamos algo. En lugar de eso, estoy hablando del puto Danny Torrance «¡hecho un hombre!». Soy tan fan de Stephen King como cualquier otro estadounidense que haya usado una hacha, pero como vendedor de libros, me ofende tener que chuparle el culo.

Estás haciendo un máster de escritura creativa y puede que esta noche hablemos de literatura. Quién sabe, a lo mejor estás tan nerviosa que acabas en una nube de pretensión y elogias algún fanzine de narrativa experimental infestado de porquerías. Y ¿qué contesto yo a eso? «¿Te puedes creer que Danny Torrance está hecho un hombre?». No hay libros más comerciales ni tan opuestos a los fanzines como los del puto Stephen King (a no ser que quieras hablar de Dan Brown, pero no son comparables porque Dan Brown no es literatura). Y si el señor King estuviera aquí, estaría de mi parte. Sabe que las primeras citas requieren cierto esfuerzo. También le gustan libros que no son suyos y estaría orgulloso de esta gente si leyeran algo que no hubiera salido en el programa matinal Good Morning America (con la excepción de un fanzine de narrativa experimental). Por otro lado, el señor King me debe una: ¡que vendo sus libros, joder! Pero él no está aquí y el sol aún holgazanea y la caja registradora se cansa y yo he mantenido la misma conversación ochenta y cinco mil veces:

—¿Has visto la crítica del New York Times?

—Vaya si la he visto.

—¿No te mueres por leerlo? Jack Nicholson daba mucho miedo en la primera.

Filisteos. La caja se encalla (otra vez) y le doy un golpe porque el tiempo avanza demasiado despacio. Te echo de menos y quiero estar contigo y por fin viene una mujer que no va a comprar el de Stephen King, sino unos libros de cocina de Rachael Ray, pero se comporta como si le hubiera pegado a ella, no a la caja registradora. Suelta un suspiro pasivo-agresivo y aporrea las teclas del móvil con la aplicación de Twitter abierta:

Cómo odio la mala atención al cliente #mooneyrare&used

Quiere que lo vea y deja el cursor parpadeando y de acuerdo, señora, vale. Me disculpo por mi falta de modales y le digo que Rachael Ray está infravalorada, y ella borra el tuit, que es algo bueno. Llega un momento en el que el universo tiene que ponerse de tu parte o irse a tomar por el culo, y al final el universo se alinea. Paro un momento para enviar un tuit desde la cuenta de Benji:

¿Home soda y absenta? Sí. #lascincoenalgunaparte

El siguiente gilipollas rebusca la tarjeta de crédito en la cartera para pagar el libro de Stephen King y así (crucemos los dedos) leer una novela sobre un loco haciendo cosas de locos, porque él es demasiado miedica para hacer todas las cosas nauseabundas que quiere hacer, cosas que tal vez quiera hacer desde que era pequeño.

Ese es el problema con este ciempiés interminable de lemmings, Beck. Seguidores ciegos. Tú sabes que son todos unos putos flojeras, todos y cada uno. Compran estos libros para asustarse porque sus vidas son demasiado fáciles. ¿No te parece muy patético?

—Dicen que el final es genial y que no se ve venir.

—Sí, eso dicen. ¿En efectivo o con tarjeta?

¿Crees que salir con Benji era difícil? Pues imagínate repetir la misma conversación una y otra vez mientras Benji está en la jaula intentando cavar hasta las antípodas. Sí, Beck, tú le aguantabas muchas tonterías, pero ¿lo encerraste en una jaula y le escuchaste quejarse y lloriquear veinticuatro horas al día, siete días a la semana? El pobre es alérgico al gluten y a los cacahuetes y a la levadura y al polvo y al azúcar y al colirio. Le di un bombón de manteca de cacahuete y chocolate, y se puso como loco con que podía morirse sólo con olerlo.

Ojalá.

¿Sabes a qué tiene alergia ese soplapollas? A la vida real. Le estoy haciendo un favor. Cuando salga de aquí, estará cabreado por el encierro, pero me dará las gracias por haberlo convertido en un hombre.

—Tengo todos los libros que ha escrito Stephen King.

—Qué bien. Debes de estar orgulloso.

«Pero ¿los has leído, carapolla?».

Y la verdad, Beck, ¿sabes lo duro que es dormir en la tienda por si acaso el señor Mooney se pasa por allí de noche para echarle un vistazo al porno de los setenta que guarda en el sótano? Contestar preguntas sobre Stephen Mis Cojones King sabiendo que tienes que comprar manzanas y miel para el tiquismiquis de la jaula……Mientras esté contigo, rezaré todo el tiempo por que Curtis esté demasiado fumado para sentir curiosidad y bajar, y por que Mooney esté demasiado viejo y le dé pereza ver porno. Beck, te quiero, de verdad, pero no sabes nada de mis problemas. Tengo que ser consciente de la posibilidad, aunque remota, de que cuando yo me vaya y Curtis se quede al mando, un viejales cualquiera con bien de pasta decida que hoy es el día en que va a soltar seis mil pavos por un Hemingway firmado, y Curtis llame a Mooney, y Mooney venga renqueando, y bajen los tres y hagan que el peor día de la vida de Benji se convierta en el mejor. Tengo problemas. De los de verdad.

—Qué fuerte que haya tanta gente. Creía que yo era el único que compraba libros en papel.

—Ahora la gente ya no compra en papel —le digo al cliente cuatro mil trescientos cincuenta y seis, que es un duplicado del cliente número cuatro mil trescientos cuarenta y tres y de todos los demás—. A no ser que sea un libro de Stephen King.

Tú crees que tienes problemas. Pero yo sé lo que tienes. Lo sé aunque Benji esté en la jaula. Tienes plazos y tienes que leer los relatos de mierda de los demás aspirantes a escritores de tu clase, y crees que la peluquera te ha jodido el pelo, y Chana cree que está embarazada a pesar de que el tío casi ni se la metió, y Lynn dice que si se quedase embarazada, volvería a casa a tener el bebé, y tú dices que si te quedaras embarazada le pondrías #cualquier​nombre​menos​Benji, y tus amigas están hartas de que te quejes tanto de Benji y aproveches cualquier excusa para sacarlo a colación. En serio, Beck. Chicas. No sé cómo, pero os cuesta cincuenta y dos correos daros cuenta de las cosas más simples, joder:

Chana no está embarazada, cosa que tiene sentido, dado que no se folló a nadie de verdad ni hasta el final.

Lynn está muerta por dentro.

Tú no has superado lo de Benji, pero lo conseguirás cuando salgas conmigo.

Bueno, vale, un problema sí que tienes. Tu madre te envía un e-mail de noche, borracha, triste. Quiere hablar, quiere gritar; pero, Beck, si tú supieras las cosas que aguanto por ti, no pasarías tanto tiempo lamentándote por tus problemas y leerías los relatos que tienes que leer para el máster y te acurrucarías con el cojín verde y le darías las gracias a Dios por no tener una princesa de ochenta kilos encerrada en el sótano y preguntando si el puto pollo del sándwich es pollo criado en libertad.

Espero que fuese una broma.

—¿A ti también te encanta Stephen King?

—¿A quién no?

No es idiota, eso se lo reconozco. Me vio la cara y no le gustó, pero se comió el sándwich de pollo. Y ¿sabes qué? Después no vomitó. Pero está fatal de los nervios y es un guarro y cuando mea lo deja todo perdido y ya van dos veces que vomita encima de la taza del váter. Dos veces que he tenido que esposarlo a la jaula y limpiar lo que él ensucia. Trabajo duro es limpiar los fluidos de un bujarra después de rellenar las estanterías y el escaparate con ejemplares del nuevo de Stephen King por tercera vez en un puto día mientras lidias con toda la gente que adora a Stephen King y se deja caer como una batería de bombas por la tienda a buscar el nuevo de Stephen King porque todos lo necesitan el primer puto día porque, por Dios, no sea que abran los ojos y vean a un autor menos conocido. Ay, la gente. Pero ¿qué se le va a hacer?

Me vibra el móvil y son las seis de la tarde y ya es oficial. Los únicos libros que he vendido en todo el día que no eran el de Stephen King han sido los de recetas de Rachael Ray, y no me extraña que Benji no haya leído ninguno de sus libros favoritos porque la mayoría ya no lee y no es así como quiero sentirme cuando faltan menos de tres horas para sentarme a tu lado en los escalones.

—Dicen que este es el mejor hasta la fecha.

—Esperemos que sí.

Curtis llegará dentro de diez minutos, porque se supone que tiene que estar aquí a las seis y jamás ha llegado puntual porque pertenece a la generación Benji y está muy ocupado con su vida de mentira y sus putos cacharros y con tinder​ok​cupid​instagram​twitter​facebook​vine​de​mierda​narcisimo​sociedad​limitada​peticiones​online​y​el​puto​fantasy​football. Me encantaría despedirlo, pero me respeta y por eso le dejo que se quede, aunque me pidió que le guardara uno de los ejemplares de Stephen King y escucha a Eminem con unos cascos muchísimo más gigantes de lo necesario y tarda como un año en leer un solo libro, joder.

—¿Lo has leído?

—Ha salido hoy.

—Sí, pero deben de enviároslos un día antes. No me digas que no te has leído ni el primer capítulo.

—No, ni el primero. ¿Paga en efectivo o con tarjeta?

Espero. Los compradores que vienen deprimidos después del trabajo llegan a buen ritmo y se marchan a casa, a sus mazmorras, a que Stephen King los distraiga de sus vidas tristes y solitarias. Tenemos mucha suerte, Beck. Esta noche, gran parte de los Estados Unidos (Benji también, porque soy un tío majo y le he dado uno antes de largarme) se acurrucará a leer a Stephen King, pero tú y yo estaremos por ahí viviendo la vida juntos. Esa gente me da lástima.

—¿Te importa si corro a por otro libro?

—Es que hay cola y ya he pasado la tarjeta.

No pienso cabrear a los demás para que esta tipa pueda llevarse algo de Candace Bushnell porque ha tardado demasiado en darse cuenta de que no le gusta Stephen King. Ha comprado el libro sólo porque la librería estaba a tope. Estas mierdas son el virus original.

Ahora son las seis y seis, y sé lo que haces. Estás difuminándote el delineador de ojos para conseguir ese efecto gemelas Olsen que crees que necesitas para estar atractiva, aunque no es verdad. Tienes Rare and Well Done de Bowie a todo volumen (la música que te pones antes de una cita, música que te hace sentirte guay, música en la que te apoyas porque puedes hablar de ella cuando te sientes insegura) y estás pensando qué camiseta de tirantes va mejor con qué sujetador y al final te puede la presión y te subes al cojín verde porque la única manera de llevar el pelo bien despeinado es meterte en la cama y follar aunque sea tú sola. Dicen que las tías son más guarras que nosotros y es verdad. Voy leyendo tus e-mails mientras espero que se tramiten los cobros de las tarjetas, y vosotras habláis por e-mail de vuestros acontecimientos físicos. Todo muy poco victoriano. Tú eres muy de Bowie, futurista en cuanto al control clínico de tu piel y de las pestañas que te ponen en Chinatown, y tan basta que les cuentas a tus amigas que vas a hacerte un dedo.

Un dedo.

—¿Perdona?

—¿Eso es todo?

—Sí. ¿Me das una bolsa para el libro o vas a cobrármela?

Seis y ocho, y el siguiente de la cola compra el nuevo de King y El resplandor porque es muy atrevido (dice que El resplandor es una precuela, y yo quiero acuchillarle la cara), y ahí fuera hay un mundo horrible, Beck. Es un milagro que entrases aquí, feliz, cuando la mayoría de los que vienen son muy infelices, todos menos tú y yo y Curtis, que sujeta la puerta para el señor Resplandor y empieza con sus mierdas.

—Tío, la línea L va como el culo.

—Ponte en la caja.

—Quince minutos ahí plantado y nada.

—Hoy sólo vendemos Stephen King, así que puedes cerrar cuando se acaben los ejemplares.

—Guay. Pero es que me hacen falta las horas.

Seis y once, y el criajo quiere hacer horas y esto es una pérdida de tiempo y tengo que ponerme bien guapo para ti, lavarme para ti, curarme los cortes que me hago con las hojas de los libros y cepillarme los dientes con mi nuevo dentífrico natural de Tom’s (¡gracias, Benji!), y aprieto los dientes, pero Curtis es muy corto y no se le da bien leer las expresiones porque está casi todo el tiempo con las narices metidas en el móvil.

—Tú cierra cuando se acaben los de King.

—Sí, que se vaya la ciudad a la mierda si no son capaces de hacer que los trenes vayan a su hora, hermano.

—La próxima vez, si ves que vas a llegar tarde, intenta enviarme un mensaje.

—Tienes cara de estar hecho polvo, hijo mío. Vete, que ya me encargo yo.

Este hijoputa Beastie Boy de pacotilla llega tarde, y yo soy su jefe, y me llama «hijo mío». Lo último que necesito es que este mamón me diga que se me ve cansado.

—Te espera la cola, Curtis.

Cuando ya estoy fuera, lejos del sótano, lejos de los libros, sonrío por nada en particular, pensando en que tú te estás preparando, como yo. Es posible que estés encima del cojín verde porque se acerca la hora y, por primera vez desde hace mucho tiempo, me voy para casa con Simon & Garfunkel en la cabeza porque ya no es del Día del Libro de Stephen King, Beck. Esta noche es nuestra noche.

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