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Capítulo 12

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12

Hace dos años despedí a una chica. Se llamaba Sare, y eso me irritaba. En realidad se llamaba Sarah, pero quería ser original y toda esa mierda. Era una auténtica pesadilla. Se comportaba como si nos hiciera un favor viniendo a trabajar. Le recomendaba los libros de Meg Wolitzer a todo el mundo, incluso a ancianos asiáticos. Cuando tenía que dar el cambio, les ofrecía un puñado de monedas como si le costara demasiado trabajo y el cliente tenía que inclinarse sobre el mostrador para alcanzarlas. La gente odiaba a Sare. Pedía los latte con la leche supercaliente y, al menos tres veces a la semana, se iba de la librería para volver a Starbucks a quejarse, a pesar de que por muy caliente que esté el café, cuando hace frío no estará igual de caliente después de un paseo de diez minutos. Llevaba rastas a pesar de ser blanca. Dejaba un libro en el mostrador para que todo el mundo supiese que estaba leyendo a Edwidge Danticat o a la autora de minorías con la que había que entusiasmarse en ese momento. Leía The New Yorker y eso significaba que el noventa y ocho coma nueve por ciento de las cosas que decía por hablar de algo mientras limpiaba empezaban por: «¿Has visto ese artículo en The New Yorker que…?». Nunca tiraba de la cadena después de hacer pis porque decía que sus padres la habían educado para no desperdiciar. Pero su pis apestaba porque era vegetariana y sobrevivía a base de espárragos. Llevaba gafas de pega y su novio estudiaba medicina y, cuando estaba en la caja, se acurrucaba y se arropaba con un cárdigan enorme de lana, y los clientes se sentían como si le hicieran una faena.

Cuando la despedí, le escribí una nota diciendo que su último talón estaba en el baño. Se lo dejé dentro del váter, que estaba lleno de su pis de espárragos. No volvió. Ahora trabaja para una organización sin ánimo de lucro y está casada con el médico, que debe de ser la segunda persona más incordiosa del planeta Tierra, sólo por haberse casado con ella. En cuestión de molestia pura y dura, nunca he conocido a nadie que esté a la altura de Sare Worthington, salvadora del medio ambiente, nativa de Portland, Maine, que siempre ha deseado ser de Portland, Oregón. La capulla debería haberse mudado allí y ya está.

Sin embargo, me daba envidia. Sí. Era fría, imperturbable. No había nada que la impresionase. Conseguíamos un James Joyce firmado, y ella se encogía de hombros. Me hacía ser demasiado consciente de mí mismo. Me daba muchísima rabia querer impresionarla y me daba muchísima rabia que a mí me impresionen tantas cosas y que me dé por olisquear la tinta muerta de James Joyce. Me impresiona estar contigo ahora, en este taxi. No me podía creer que quisieras llevarme a una fiesta en casa de tu amiga. Me parece un poco pronto para amigos, pero has insistido. Yo habría estado nervioso de todos modos porque no soy amante de las fiestas, pero estoy el doble de nervioso porque no vamos a una casa cualquiera. Vamos hacia el norte de la ciudad, a casa de tu amiga Peach Salinger. El taxi va dando sacudidas y no estamos acostumbrados a ir juntos en taxi, y yo intento relajarme, pero no eres la chica del Corner Bistro. Además, estoy muy orgulloso del trabajo que hago con Benji (el señor Mooney y Curtis ¡no tienen ni idea!) y no quiero que se me escape alguna fanfarronería sobre lo buen encargado que soy. Así que hablo efusivamente como cualquier entusiasta penoso.

—Salinger. No veas.

—Sí —respondes, como si nada—. Son parientes. Así, tal cual.

Sare no se pondría nerviosa por ir a la fiesta de una Salinger, pero a mí me están matando los nervios. Me cuesta creer que esté a punto de conocer a un pariente de Salinger, ni más ni menos que en nuestra segunda cita. Cuando te he llamado para quedar por segunda vez, mi idea era llevarte al planetario y enrollarnos en la última fila. Pero me has interrumpido.

—Tengo una fiesta —has dicho—. ¿Quieres venir?

Y he contestado que sí. Contigo iría a cualquier parte. Pero cuanto más nos acercamos, más nervioso me pongo. Me da miedo caerles mal, y a ti te da miedo que les caiga mal. Se te nota, Beck. No paras de moverte. Mucho. Y cuando yo estoy nervioso, me pongo desagradable. Es un problema.

—Entonces, ¿J. D. es su tío?

—Nadie lo llama así —respondes.

Cuando estás nerviosa, tú también te pones borde.

—Pues ¿qué parentesco tienen?

—Lo sabemos todos, sin más —suspiras—. Pero no hacemos preguntas. Él era muy reservado.

Respiro y tengo que acordarme de cómo me has descrito en un e-mail a la tal Peach:

Diferente. Atractivo.

Me has invitado a una fiesta porque soy

Diferente. Atractivo.

Pero ¿qué pasa si la cago del todo? Voy perdiendo seguridad a medida que pasamos manzanas. Vamos al territorio de Woody Allen, donde siempre he querido vivir. Yo vendo libros de Salinger, y tu amiga es una Salinger, y estás acabando de maquillarte a pesar de que yo ya te he visto. Llevas desde Fourteenth Street manchándote los ojos de negro, cuando soy yo el que debería prepararse para la batalla. Lo paso mal con la gente que ha ido a la universidad, y mucho peor con los de Brown. Miras mal al taxista.

—He dicho Upper West Side, no Upper East Side.

Llevas un bolso de Prada y tienes cara de pocos amigos, y me da la sensación de que he recogido a la Beck equivocada. Debes de leerme la mente, porque te sonrojas, a la defensiva.

—Lo siento. No quería parecer una cabrona. Es que estoy nerviosa.

Fiu… Bromeo con ella:

—Yo también. Me preocupa que no les caigas bien a tus amigos.

Te encanto, así que dejas de buscar lo que sea que buscases en el bolso y hablas conmigo. Tú no cuentas historias: las vives. Cuando me relatas la que fue tu mejor fiesta de cumpleaños, la vez que tu padre te dejó coger el ferri con dos amigas para ir a tierra firme a ver Love Actually y conociste a un chico, me entero de que soy capaz de sentir celos de un niño de trece años. Hablar contigo es como viajar a través del tiempo, y suspiras.

—Significó mucho para mí.

—¿Sigues en contacto con él?

Me sonríes.

—Me refería a Hugh Grant.

Voy a matar al puto Hugh Grant.

—Ah.

—No sé si sabes, Joe, que en una de sus películas Hugh Grant trabaja en una librería.

—No me fastidies… —respondo, y ya no voy a matar a Hugh Grant.

Estamos a punto de besarnos, lo noto. Pero te llega un mensaje y el móvil vibra.

—Es Peach —me dices—. Si no contesto al momento, se vuelve loca.

—¿Está tan loca como el tío J. D.?

No te ríes con la gracia y más vale que Peach sepa la suerte que tiene de contar contigo. Ahora te llama, como si ya hubieras tenido tiempo suficiente para contestar al mensaje.

—Estamos llegando —le dices.

La oigo chillar por teléfono: «¿Estamos? Habla en singular, Beck».

Cuelgas y te ha cambiado el ánimo. No te ríes cuando digo que menuda pieza está hecha la sobrina de J. D.

—No, Joe, no es su sobrina.

No me gusta cómo has dicho mi nombre y debería callarme, pero no lo hago. El odio instintivo que siento hacia Peach gana.

—No lo pillo. Sois superamigas, pero ella no te dice qué relación de parentesco tiene con uno de los escritores más famosos del mundo.

—Es cuestión de límites.

Te distancias de mí en nuestra segunda cita a pesar de que yo soy

Diferente. Atractivo.

El amor te asusta y eso es triste y no quiero entrar en una habitación llena de desconocidos. Pero hemos llegado y soy tu acompañante. El portero abre la puerta del taxi, y tú dejas que te ayude a salir. Quería hacerlo yo.

—Vamos —me dices—. No quiero llegar tarde.

Si Peach no te hubiera llamado, habrías dicho «no queremos llegar tarde».

El ascensor nos hace de botón de reseteo, y estamos de acuerdo en que huele a lavanda. El papel de las paredes es de flores. Creo que son violetas. Es un ascensor viejo y hay un banco estrecho y estamos el uno al lado del otro, viendo los botones que se van encendiendo a medida que subimos las plantas.

—El ático, ¿no?

—Sí —contestas, y te cambias el bolso de Prada al hombro derecho, entre los dos—. Me alegro mucho de haberme acordado de cambiar el bolso. Este me lo regaló Peach el año pasado por mi cumpleaños. Si me hubiera olvidado de traerlo, me habría sentido fatal.

Me niego a hablar de bolsos antes de que nos acostemos, así que finjo curiosidad.

—¿Peaches también estudió en Brown?

—Peach —dices.

Te chupas el dedo y te emborronas el delineador de ojos. Estás nerviosa y el ascensor va muy despacio y ¿por qué no podemos pulsar el botón rojo y quedarnos aquí?

—Ah.

—No se llama Peaches —explicas con tal seriedad que parece que hablemos de política—. Bueno, no es del todo verdad. Se llama Peach Isabella, así que a veces la llamamos Peach Is en broma, que suena igual.

—Ajá.

—¿Lo pillas? Is es un apócope de Isabella.

Te miro porque sé que opinas que soy

Diferente. Atractivo.

No te pido permiso para tocarte, pero te acerco la mano a la mejilla y te borro una mota de rímel con el pulgar. Tú tragas saliva. Sonríes. Se te dilatan las pupilas del deseo. Yo soy el primero en apartar la mirada. Te tengo.

—El caso es que es una amiga de toda la vida —dices—. Su familia veraneaba en Nantucket y nos conocimos de pequeñas. Es un genio.

—Qué guay.

—Fue a un privi para chicas con Chana y a mí me conocía de los veranos y Lynn fue su compañera de habitación en primero de carrera. Ella es la conexión entre todas.

Me río, y tú te sonrojas.

—¿Qué pasa?

—Privi… Esa palabra no existe.

—Que te jodan.

—Te has ganado un demérito, jovencita.

—Y ¿qué pasa si me gano otro? —preguntas.

Estoy a esto de empotrarte contra la pared, y tú de agarrarme. Cuanto más nos acercamos a la fiesta, más ganas tienes de darle al botón rojo de emergencia y hacerlo aquí y ahora.

Debería besarte, pero estamos casi en la planta A de ático. Te cambias el bolso de brazo, me deseas. Te rozo la parte baja de la espalda con la palma de la mano y tú casi relinchas. El ascensor da una pequeña sacudida y me rozas el muslo con las puntas de los dedos. Bajo la mano despacio. Tú te anticipas. Abres la mano, dispuesta. Y cuando por fin acerco la mano a la tuya, tú coges aire, separas los dedos y los entrelazas con los míos. Vamos de la mano, tu sudor se mezcla con el mío. Uau.

Es el momento de que nos besemos, pero se abre la puerta y ya hemos llegado. No tengo palabras. ¿Es el plató de Hannah y sus hermanas? El deseo que siento por ti se mezcla con los celos que me hace sentir todo esto, y la gente sabe cómo te llamas tú, pero no yo. Tu mundo es más grande que el mío, y te abrazas a la gente de Brown y los hay que tienen instrumentos… No me jodas, ¿están tocando percusión en círculo como si fuera 1995? Es una versión de «Jane Says», y cantan como si ellos supieran algo sobre lujuria y debilidad. Me aprietas la mano.

—Joe —dices—, esta es Peach.

Y lo es. Es aún más alta de lo que esperaba y lleva el pelo medio cardado y recogido como si tuviera un tornado sobre la cabeza. Te hace parecer demasiado pequeña, y tú haces que ella parezca demasiado grande. Sois de dos planetas diferentes y no deberíais estar nunca la una al lado de la otra. Da una palmada como si le hubieran presentado a un niño de cinco años y no me gusta que las chicas sean más altas que yo.

—Hola, Joseph —dice con enunciación exagerada—. Soy Peach y esta es mi casa.

—Encantado de conocerte —la saludo.

Me mira de arriba abajo. Hija de puta.

—Me encantas ya mismo por no ser pretencioso —me dice—. Y gracias por no traer vino ni nada. Esta chica es como de la familia. No se permiten regalos.

Ni que decir tiene que estás horrorizada.

—Ay, madremía, Peach… Qué fallo.

Te mira desde lo alto de su torre.

—Cari, acabo de decir que me encanta. Además, lo último que nos hace falta es más vino barato.

Te comportas como si hubieras cometido un delito, y ella me mira a mí como si fuera el repartidor esperando la propina.

—Te robo a nuestra chica un par de minutos, Joseph.

Permites que se te lleve, y yo debo de tener toda la pinta de repartidor de los cojones, porque me he quedado plantado ahí en medio sin conocer a nadie, y nadie me conoce a mí. No se me insinúa ninguna chica, puede que aquí no resulte atractivo. La única certeza es que odio a Peach tanto como pensaba que la odiaría, y ella me corresponde. Sabe cómo manipularte, Beck. Le has pedido disculpas por no traer vino ni a Lynn y a Chana, por no cuidar mejor el bolso. Y ella es indulgente, te acaricia la espalda y te dice que no te preocupes. Con ella presente, soy tan invisible para ti como para los demás. Peach Is… me estorba. Echo un vistazo a mi alrededor, pero nadie quiere saludarme. Es como si me oliesen la escuela pública. Una piba india muy flaca me mira con cara de malas pulgas antes de lanzarse a por una raya de Rubifén o de coca, y yo saco el móvil y escribo un tuit desde la cuenta de Benji:

Todo con moderación, sobre todo la moderación. #homesoda #gobulldogs #fumarcrackadiario

Busco la dirección en la base de datos de un portal inmobiliario: el valor de la vivienda es de veinticuatro millones de dólares. Encuentro un artículo sobre el interiorismo en un puto blog de sociedad. La madre de Peach tiene pinta de ser aún más alta y malvada que Peach. ¿Quién sabe? A lo mejor lo de venir no al mundo, sino a este mundo y gatear por alfombras que cuestan cien mil dólares es muy duro. Peach aprendió a tocar el piano con un Steinway negro estupendo e iba al planetario siempre que quería, ¿cómo no va a subestimar las cosas gloriosas del Upper West Side? ¿Cómo no va a quererte cuando se te ponen ojitos con el bolso de Prada? Veo un aparador tallado a mano y me acerco para echarle un vistazo. Es una pieza excelente, única. En una de las puertas hay una estrella de David y en la otra, una cruz; y puede que este escenario sea una oportunidad. Peach es como yo, medio judía y medio católica. Yo crecí sin religión y ella, con todas. Lo celebra todo, mientras que yo no celebro nada, y ahora vuelves a mí, con ella.

—¿A que es muy chulo? —me dices, y te apoyas en el aparador.

—Es precioso —afirmo—. Yo también soy judío y católico.

—Ay, Joseph —va a corregirme, lo noto—, no soy católica. Soy metodista. Pero eres muy majo.

—Genial —contesto.

Quiero irme a casa. También quiero decirle que me llamo Joe, no Joseph, pedazo de engendro bastardo de Alma Goldberg y Ronnie Passero.

Finges que tienes tos y me miras antes de mirarla a ella y viceversa, y hablas con voz de pito:

—Los dos sois neoyorkinos.

Peach me habla despacio, como si el inglés no fuera mi primera lengua:

—¿De qué parte eres?

Puta.

—De Bed-Stuy.

—He leído que ahora hay gente que se muda a ese barrio —dice—. Espero que la gentrificación no estropee el ambiente autóctono.

El único motivo por el que no le doy una hostia en la cabeza es que, ahora que nos has presentado, estás tan nerviosa que no te das cuenta de que me está despreciando. No le he preguntado a qué se dedica, pero por algún motivo se ha puesto a hablar de su trabajo.

—Soy arquitecta. Diseño edificios.

Ya sé lo que hacen los putos arquitectos y en la vida real no hay arquitectos, sólo en las películas. ¿Acaso le has dicho que soy un lerdo? Intento mantenerme a flote.

—Qué bien.

—No, lo que está bien es que tú no fueras a la universidad —me suelta—. Yo sigo a las masas: mis padres estudiaron en Brown, así que yo también.

Sonrío.

—Mis padres no estudiaron en Brown, así que yo tampoco.

Te mira.

—Tiene gracia, Beck. No me extraña que te guste tanto.

Sonríes. Te sonrojas. Yo estoy bien.

—Ajá, es bastante gracioso.

No calla con lo maravilloso que es que yo evitase la educación formal.

No es un halago, pero le doy las gracias de todos modos. Se aprieta el fular del cuello y te riñe por encender un cigarrillo; mientras tanto, un gilipollas prepara una cachimba a medio metro de ella.

De momento, no tiene nada más que decirme, así que te pregunta si sabes algo de Lynn y de Chana. Te disculpas. Estás nerviosa por lo que pueda pensar de ti, y ojalá pudiera arrancarte de allí y llevarte a mi barrio. Es una hipócrita, una puta pesadilla de persona, peor de lo que me imaginaba. Tú eres suave, mientras que ella es dura y lleva unos vaqueros estrechos de color rojo que son como una segunda piel, y tú no te los pondrías. Tiene anorexia y algún tatuaje y una melena espesa con las puntas abiertas y una boca enorme y roja para hacer mamadas y sonrisa de Joker y brazos delgados, larguiruchos y peludos que acaban en unas uñas afiladas, mordidas hasta la carne y sin pintar. Tú rezumas felicidad, pero ella es una herida abierta, una persona estridente y demacrada con la que nadie folla y mucho menos la ama. Es obvio que te quiere para ella sola, y yo no quiero complicarte la vida, de modo que interrumpo:

—Perdonad, chicas, ¿hay un baño por aquí cerca?

Me señalas el cuarto de baño y salgo huyendo. No me extraña que Lynn y Chana no hayan venido. Si Peach fuera un perro, lo más humano sería pegarle un tiro; pero no puedo hacer eso. Lo que hago es dar una vuelta para ver si encuentro la biblioteca que vi en el blog. Cuando enciendo las luces de la sala, cojo aire de golpe: así de estupenda es, joder. La familia Salinger no se anda con tonterías, y cojo una primera edición de la segunda novela de Saul Bellow, La víctima. La sobrecubierta del pobre Bellow está rota. Los padres de Peach saben comprar libros y hacer niños, pero es evidente que no se les da bien cuidar de sus adquisiciones y productos. La gente de Brown canta «Hey Jude» otra vez (qué original), y te echo de menos. Dejo el Bellow con la sobrecubierta rasgada en su lugar, y tú y Peach entráis en la biblioteca. Me quedo paralizado. Espero no haberme metido en un lío.

—Hemos pensado que te encontraríamos aquí —se ríe Peach, como si vosotras dos fuerais un «nosotros» y yo, sólo un «yo»—. Te prestaría alguno, pero mis padres son muy posesivos con sus criaturas.

—No hace falta —contesto porque no le pedido que me preste ningún libro, joder—. Pero gracias.

Me coges del brazo y la sensación me gusta, y suspiras.

—¿A que es genial, Joe?

—Sí —respondo—. Me podría pasar un año aquí dentro.

Peach vuelve a la carga:

—A veces me da la sensación de que la universidad me quitó las ganas de leer, ¿sabes?

—Vaya si lo sé —contestas, y ya no vas de mi brazo—. Joe, seguro que tú has leído más libros de esta biblioteca que yo.

Peach da el visto bueno:

—Un buen vendedor tiene que conocer el producto.

Odio a Peach más que a Sare. Me ha llamado «vendedor», y la gente de Brown del salón se aplaude por saberse la letra de «Hey Jude», como si no fuera una de las canciones más famosas del mundo. Peach estornuda y saca un pañuelo de tela del bolsillo. Debe de ser alérgica a mí, y tú me abandonas y corres a su lado, con mucho cariño.

—¿Te has resfriado?

—Seguro que es una reacción al polvo que hay aquí —intervengo—. No debes de estar acostumbrada.

—Es verdad —dices.

Peach se queda en silencio de manera temporal mientras te seguimos hacia la fiesta. En la vida me había hecho tanta falta beber algo, y pasamos junto a los de Brown mientras maúllan «Sweet Virginia». Te llega un mensaje de Chana: no viene. Peach resopla.

—¿Sabes qué? Si yo fuera Chana, también me daría vergüenza aparecer por aquí. ¿Hay algún chico en la fiesta con el que no se acostase en la universidad? Disculpa que sea tan vulgar, Joseph.

Me da mucha rabia alegrarme de que haya reconocido mi presencia, y tú me sonríes (¡hurra!), y Peach nos arrastra literalmente al comedor para saludar a algunos de sus invitados. Más techos altos y gente de Brown que está hasta las cejas, recibiendo atención y relajándose alrededor de la mesa más larga que he visto en la vida. Se meten las rayas sobre platos de colores pastel. Y la priva. Toneladas de bebida.

—¿Qué bebes, Joe? —quiere saber Peach—. ¿Cerveza?

—Vodka —respondo, y sonrío, pero ella no.

—¿Con hielo?

—Si son de los pequeños, sí.

Me mira y luego te mira a ti y otra vez a mí y suelta una risotada.

—¿Perdona?

—El hielo picado le va mejor al vodka que los hielos grandes.

Eso me lo ha enseñado Benji, y Peach cruza los brazos mientras tú hurgas en el bolso buscando qué decir o un túnel que te aleje de mí, y tengo que arreglarlo como sea y deshacerme de ella, así que lo intento:

—Cualquier tipo de hielo que tengas me vale.

—Uy, muchas gracias, Joseph, muy amable por tu parte. Cielo, ¿qué quieres?

—Vodka soda.

—Así me gusta —dice Peach, y se va.

Aparece un tipo con una bolsa de coca y se oyen aplausos a medida que los de Brown inundan el comedor. Me siento como Ben Stiller en Greenberg, perdido en el mal sentido de la palabra. Hay demasiados tíos con los que te has acostado. Lo sé porque no te miran; eres un restaurante en el que no cuesta conseguir mesa. Y esta gente habla. Es constante:

¿Te acuerdas de cuando fuimos a las islas Turcas durante las vacaciones de primavera? A Tom Waits hay que escucharlo estando sobrio. ¿Te acuerdas de cuando te quedaste sin llaves en Pembroke el finde de vacaciones de primavera? A Tom Waits hay que escucharlo estando fumado. ¿Te acuerdas de aquella asignatura? Esa que era de noche y hubo una salida en la que comimos setas. Tienes que venir a las Turcas, vamos todos.

Yo no hablo ese idioma y, cuando llega el vodka, siento alivio. Peach me ofrece una sonrisa melindrosa y falsa.

—¿Te parece bien el hielo, Joseph, o es demasiado grande?

—Sí, bien. Era broma.

Nos conduce a la cocina, la más grande que he pisado, y me cuesta mucho no mirarlo todo y que se note que es la cocina más grande que he pisado en mi vida.

Es como la de esa película en la que un Michael Douglas rico y malvado intenta asesinar a Gwyneth Paltrow porque ella se ha enamorado de un artista pobre. Todo es acero inoxidable o mármol, y el módulo central es del tamaño de un coche pequeño. No recuerdo si al final de la película el tío pobre consigue a Gwyneth y me da la sensación de que, ahora mismo, ese detalle es muy relevante. No sé adónde mirar. O me fijo en Peach, cosa que no me gusta, o te miro a ti, que es aún peor. Por debajo del suplemento literario del New York Times asoma un CD. Es la banda sonora de Hannah y sus hermanas, gracias a Dios.

—Buen disco, Peaches —digo.

No puedo controlar mi tono de voz, no en un lugar tan ruidoso y oloroso. Ella me mira como si acabara de pedirle unas monedas.

—Peach —dice.

—Peach —dices.

A veces entiendo por qué el señor Mooney se dio por vencido con las mujeres.

—Perdón.

—¿Eres un gran admirador, Joseph?

Cojo el puto CD.

—Es una de mis películas favoritas. La mejor del director.

Peach no hace caso de mi proclama a favor de una chica de Brown que no ha visto en mil años. Compartirte con esta gente no tiene ninguna gracia, y hoy bebes muy rápido, demasiado. ¿Te gusto o no? ¿Quieres que sea más como esos cocainómanos insulsos del comedor que llevan camisetas de Arcade Fire y tienen los pómulos afilados? ¿Es eso lo que quieres? Dios mío, espero que no, y sujeto el CD de Hannah con tal fuerza que se rompe. Lo dejo. Peach lo coge. Me sonríes y sí que te gusto, y voy a volverme loco.

—Yo también soy muy fan de Hannah, Joseph —suspira Peach—. La he visto mil veces.

—Yo un millón —contesto.

¿A qué viene esta competición?

Me dice que gano yo y te mira como si diera su aprobación. Te alegra comprobar que, al fin y al cabo, los niños ricos y los niños pobres pueden llevarse bien, y la expresión mordaz de Peach me da ganas de escupirle a la cara sólo como acto de protesta. Podría haber sido amable conmigo desde el principio. No hacía falta que te provocara tanta ansiedad. Pero sigue queriendo hablar de Hannah.

—La mejor película de Woody Allen —dice—. Escena a escena.

—Canción a canción —contesto.

Estiro el brazo para coger el CD, pero Peach se aferra a él como si yo fuera peligroso por naturaleza, y de pronto hemos vuelto a la casilla de salida y otra vez me tocas el brazo.

—¿Cuál es tu escena favorita, Joe?

—Ah, el final. Cuando Dianne Wiest le dice que está embarazada —respondo—. Soy un romántico y lo admitiría a cualquier hora del día.

Me gusta que estés un poco ebria, mirándome. Peach está horrorizada.

—Lo dices en broma, ¿no?

Se ríe de mí, y tú ya no me miras. Esta Peach es ácida. Nada de calidez aterciopelada, a menos que cuentes el vello que recubre la estrechez de su cuerpo.

—Joseph, es imposible que lo digas en serio.

—Totalmente en serio. El plano en el que están en el espejo me encanta. El beso que se dan cuando ella le dice que está embarazada.

Pero Peach le da golpes a la funda de plástico agrietado del CD con sus dedos hambrientos y niega con la cabeza. Me tocas mal, como si quisieras que me callase, y los cantantes de Brown se saben la letra de «My Sweet Lord» y alguien ha encontrado una puta pandereta y de algún rincón de mi mente sale un dato: el hijo de George Harrison estudió en Brown y me da mucha rabia saber eso ahora mismo.

—Pues tiene gracia que menciones esa escena, Joseph, porque ya sabes que es la que Woody no quería meter —me sermonea.

Woody.

—No me lo creo.

—Pues es verdad. Totalmente cierto.

—No te ofendas, pero lo dudo. Creo que le dejan hacer lo que quiera, ¿no?

—Mi abuelo trabajaba en el estudio y le dijo a Woody que quería un final más feliz. Y Woody, como es Woody, puso objeciones; pero mi abuelo, bueno, era el pez gordo. Ya sabes, el jefe.

—Entonces tu abuelo no es J. D. Salinger.

Que se joda. Te fulmina con la mirada y tú suspiras, pero ella no ha terminado.

—En cualquier caso, tiene gracia que tu escena favorita de la película sea la única que él no quería incluir.

—Peach —interviene Beck—, ¿hay soda?

—Hay una caja de Home en la nevera —contesta con una sonrisa burlona, y me mira de arriba abajo porque la cabrona sabe exactamente lo que hace.

Levanto el vaso.

—Por tu abuelo.

Ella no lo levanta.

—¿El monstruo de Hollywood que les metía finales felices y sensibleros a todas las películas que has visto y que evitaba a sus hijos como si tuvieran la peste y que él solito se cargó el tono de algunas de las películas más icónicas de América? No, Joseph, no. Mejor no brindes por ese hombre.

Estás deseando de tal manera que te trague la tierra que casi te metes en el frigorífico y seguro que estás pensando en Benji, pero no tal como yo pienso en Benji. Vuelves con el vaso, que ahora es rojo porque has escogido grosella, me has escogido a mí. Y por fin la corriges, le dices que me llamo Joe, no Joseph, y te doy las gracias levantando el vaso aún más alto porque, ahora que la has corregido, puedo darle lo que quiere, ahora que has escogido bando.

—Por ti, Peach —digo con el tono de respeto que guardo para las ancianas tiquismiquis—. Por educarme sobre mi película favorita.

Ella te mira. Tú te encoges de hombros en plan «sí, es así de bueno», y me mira. Se lo pongo aún mejor:

—Ahora en serio, Peach. Podría pasarme horas haciéndote preguntas. Me encanta Woody Allen.

No ha bebido después del brindis y ahora suspira.

—Vale, eso sí que lo tiene la universidad. Pasarte toda la noche hablando de películas. Te habría encantado, Joseph.

En lugar de asestarle un puñetazo en la cara, levanto el vaso para brindar de nuevo. Ella se mira la sangría para memos que tiene en el vaso y te pregunta si le has dicho a Chana que un tal Leonard está en la fiesta. Retrocedes un poco para buscar el móvil. Te disculpas de nuevo, y Peach te perdona, y esta fiesta no terminará nunca, en la vida. Estás demasiado bebida para enviar mensajes y gruñes con frustración.

Peach enarca una ceja y es posible que aprendiera a hacerlo durante el verano en el que, sin duda alguna, sus padres la enviaron al campamento de interpretación de Stagedoor Manor con la esperanza de que una metamorfosis la convirtiese en Gwyneth Paltrow; el mismo verano en que perfeccionó el arte de la bulimia y aprendió a insultar a la gente como yo.

Entonces te miro y ¿qué pasa? Sonríes mientras acunas el teléfono en las manos. Tengo que saber qué es lo que te ha cautivado; Peach ya no existe. Nadie existe. Me pongo detrás de ti para verte el teléfono y veo un fragmento de Hannah y sus hermanas, la escena en la que el personaje de Woody va a ver una película de los Hermanos Marx. Todo ha merecido la pena, te pongo las manos en los hombros. Vemos el resto del vídeo juntos y que Dios te bendiga, Groucho Marx.

Cuando entramos en el ascensor al final de una noche que amenazaba con no acabar jamás, no esperas a que se cierren las puertas. Desde que te he pillado viendo mi Hannah, quieres estar más cerca de mí. Y ahora lo estás. Ni siquiera me ha dado tiempo a pulsar el botón y tú ya has soltado el bolso. Me coges la cara, me acercas a ti, me sujetas. Una pausa. Me vuelves loco y entonces. Entonces. Tus labios están hechos para los míos, Beck. Eres el motivo por el que tengo boca, un corazón. Me besas cuando la gente aún puede vernos, cuando aún se oye a Bobby Short («Estoy enamorado otra vez y me encanta, me encanta») porque le has dicho a Peach que pusiera la banda sonora de la película porque quieres saber las cosas que yo sé y escuchar lo que me gusta escuchar. Te sabe la lengua a grosella, no a soda, ya no. Cuando la puerta del ascensor se cierra y nos quedamos solos, quieres apartarte, pero yo te tiro del pelo y atraigo tu boca a la mía. Sé cómo hacer que quieras más. Y lo hago.

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