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Capítulo 14

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No has sido capaz de quitarte esa sonrisita de regodeo desde que me has tocado la mano al insistir en pagar el billete del ferri a IKEA. Hoy tienes un aspecto muy remilgado con ese par de vaqueros blancos que no te había visto todavía, vaqueros que indican que hoy no vas a esforzarte mucho. Llevas chanclas y te brillan las uñas de los pies y te has hecho un moño y no tienes chupetones, así que al menos eso. Estás «encantada» de que me «apeteciera el paseo» y me prometes que será divertido, y más te vale que te esfuerces mucho porque, durante todo el rato que llevas hablando, en lugar de tu boca yo veo un orificio para la polla de Benji y me acuerdo de las bromas que has hecho con tus amigas por e-mail:

Tú: «Joe dice que sí. Esclavo por un día. ¡Punto para Beck!».

Chana: «LOL ya sabes que ahora tienes que chupársela o hacerle una paja, ¿no?».

Tú: «No, no es montar, sólo acompañar».

Lynn: «¿Crees que, si se lo pides, me instalaría el aire acondicionado?».

Chana: «Lynn, ¿te ofreces a hacerle una mamada a Joe?».

Lynn: «¡Asquerosa!».

Tú: «Nadie se la va a chupar a nadie. Hacedme caso».

Quedamos en el muelle y nos damos un beso en la mejilla como un par de europeos de amistad platónica o alguna mierda de esas. Al menos, cuando subimos al barco y nos sentamos, estamos cerca. Entrelazas el brazo con el mío. No sé si tienes frío o calor, pero sonríes.

—Me parece increíble que no hayas estado en IKEA —me dices.

—Y yo no me puedo creer que tú sí.

—Uy, pues me encanta —contestas, y te apoyas más en mí—. Sabrás a lo que me refiero cuando veas el montón de habitaciones de mentira. Pasas de un salón a otro y no puedes salir de allí sin recorrer toda la tienda. Tiene un punto mágico. ¿Te parece que estoy loca?

—No —contesto, y no me lo parece—. A mí me pasa eso en la librería. Me paseo por dentro y me da la sensación de que allí está el mundo entero, las historias más importantes de todos los tiempos. Y abajo igual, en la jaula.

—Perdona, ¿has dicho «la jaula»?

—Son libros muy poco comunes, Beck. Hay que tenerlos a buen recaudo.

—Es que oigo «jaula» y pienso en animales.

Benji ya debe de estar despierto y el aire de aquí fuera es agradable.

—Qué va, es como un casino. Allí enjaulan el dinero.

—¿Qué tendrán las tiendas?

—¿Cómo?

—A ti te gusta vender cosas, y yo tengo adicción total y absoluta a comprar cosas, de acuerdo con el estereotipo de las chicas. Me encanta ir de compras. Me refiero a que puedo estar de muy mal humor, ir a IKEA y salir de allí con…

Haces una pausa y ¿vas a decirlo? Cucharón rojo cucharón rojo cucharón rojo.

—Salgo de allí con un par de salvamanteles y me siento renovada.

Joder…

—Muy bien, esa sensación sienta bien.

Puede que, si comparto un objeto contigo, tú me cuentes lo del cucharón. Saco el mando del aire acondicionado del bolsillo y me acuerdo de cuando fantaseaba con este momento antes de tenerte. Lo miras pero no lo tocas, y te digo que puedes y entonces me lo coges de la mano. Sonríes.

—Tecnología punta.

—Es lo más importante que tengo. Controla los humidificadores y los aires acondicionados de la jaula —explico—. Si subiera la temperatura y permitiese que los libros se humedecieran, desaparecerían para siempre. Gertrude Stein ya murió y no va a volver a la vida para firmar libros.

—Me ha dado un escalofrío —dices, y sonríes.

¿Cucharón?

—Serías un buen escritor, Joe.

—¿Cómo sabes que no lo soy? —te pregunto.

Te gusta, así que lo intento de nuevo:

—Tus padres deben de estar muy orgullosos de ti, por el máster.

Te entretienes mirando el agua, y te sigo la mirada mientras tú sigues tocándome, y ojalá pudiera besarte para sacarte la polla de Benji de la boca, pero en lugar de darme la mano, te tocas el pelo.

—No tengo padres —contestas—. Bueno, tengo a mi madre, pero está sola.

Echo un vistazo a los demás pasajeros que van a IKEA. No son como nosotros. Todos hablan sobre mesitas auxiliares y comida sueca. Nosotros somos especiales. Estamos enamorándonos.

—Lo siento —digo, y es verdad.

—Mi padre murió.

—Lo siento —digo, y es verdad.

—No sé…

Tienes los ojos húmedos, pero podría ser por el viento y conoces a muchos chicos a los que les podrías haber pedido que te acompañaran; chicos de clase, chicos de internet. Pero me lo has pedido a mí.

—A veces lloro sin motivo, supongo. La muerte es demasiado rotunda, ¿no? Ya no está. No volverá. Se ha ido.

Te secas los ojos y no pienso dejar que escurras el bulto riéndote.

—¿Cuándo falleció?

—Hace casi un año.

—Beck.

Me miras, y yo asiento con la cabeza, y te deshaces en mis brazos, y parece que nos hayamos abrazado por amor: una pareja joven más que va camino de IKEA a comprar plumas para el nido y a comer esas albóndigas a las que dan demasiado bombo. Nadie más te oye llorar, sólo yo. Intentas soltarte, pero te sujeto; te brillan los ojos a lo Portman y se te han subido los colores. Hay una pareja de ancianos por ahí cerca, el hombre me saluda con la cabeza como si yo fuera el Capitán América, y estamos llegando, y te secas los ojos otra vez.

Quiero más y lo intento:

—¿Cómo era tu padre?

Te encoges de hombros y ojalá hubiera manera de preguntarte por el cucharón rojo, pero no es una pregunta normal. Suspiras.

—Le encantaba cocinar. Eso era lo bueno.

—A mí también me gusta —respondo, y pienso aprender.

Cucharón rojo cucharón rojo cucharón rojo.

—Está bien saberlo —dices, y cruzas las piernas—. Mi terapeuta diría que ahora mismo no respeto los límites.

—¿Vas a terapia?

—El doctor Nicky —dices.

Yo asiento.

—Ay, por favor. No sé ni por qué te cuento esto, Joe. ¿Qué me pasa?

—Esa pregunta deberías hacérsela al doctor Nicky.

Sonríes. Tengo gracia.

Ahora entiendo qué significa lo que tienes en el calendario del móvil de «Angevine» los martes a las tres. El doctor Nicky Angevine. ¡Bingo! Cuando te digo que no te avergüences, lo digo en serio.

—De verdad, Beck —te digo con ademán consolador—, yo creo que ir al psicólogo es genial.

—La mayoría de los chicos no quieren saber nada. Ahora mismo, a la mayoría los habría espantado ya con todo eso de las compras y llorar y el psicólogo.

—Conoces a demasiados chicos —contesto.

Sonríes y sabes que me necesitas y dices que sí como si estuvieras de acuerdo, como si accedieses a formar parte de nosotros, como si hubieras visto la luz. El capitán hace sonar la bocina. Me besas.

En la película (500) días juntos, IKEA es el lugar más romántico del planeta. Joseph Gordon-Lewitt y la chica empiezan la escena en una cocina y se nota que a ella él le gusta mucho y finge que le pone la cena y, al ver que el grifo no funciona (es una broma, porque todos los electrodomésticos son de mentira), Joseph se levanta de la silla, pasa por una puerta que da a otra cocina, ella se queda maravillada, y él dice: «Por eso compramos un piso con dos cocinas». Me puse el vídeo justo después de que escribieras el tuit sobre ir a IKEA y no es que sea el típico lelo que espera que la vida sea como en las películas, pero hay que decirlo.

La vida en IKEA no es como la vida en IKEA de las películas.

En la vida real yo no soy Joseph Gordon-Levitt y me toca empujar un carro metálico gigante y sortear el gentío mientras tú señalas sofás que no te hacen falta, muebles de pared que no te caben en casa y hornos hechos de cartón. Este pantagruélico almacén reconvertido está a rebosar de millones de personas. Es una pesadilla distópica convertida en realidad en la que todos los muebles están hechos con el mismo pedazo de madera baratísima, todas las habitaciones están decoradas con cosas que han salido de la misma fábrica exactamente a la vez. Huele a humanidad y a perfume para ropa y a mierda de bebé y a pedos y a albóndigas y a laca de uñas y a más mierda de bebé. ¿Qué pasa, que la gente ya no contrata a canguros? Y hay mucho ruido, Beck; no me entero de la mitad de las cosas que dices porque no te oigo entre tantos humanos. Mientras tanto, hago el esfuerzo consciente de no pensar en dónde pueden estar los cucharones rojos en este despliegue infernal de cosas nuevas.

En (500) días juntos, la tía reta a Joseph a hacer una carrera hasta el dormitorio y la cámara los sigue mientras corren por el pasillo. Ella se lanza sobre el colchón y Joseph llega después, gateando despacio, se coloca encima de ella, y ella lo desea, se le nota. Él le susurra: «Cariño, no sé cómo decirte esto, pero hay una familia china en nuestro baño».

En la vida real, a nosotros también nos acompaña una familia china, pero no tiene nada que ver con la familia silenciosa de la película. El niño pequeño grita y la niña pequeña se hace caca en el pañal y babea. Es como si nos siguieran, Beck, y si no paran de pelearse, voy a perder la paciencia. Hacen tanto ruido, joder, que no oigo lo que dices. Agarras un cojín amarillo con flecos, y estoy harto de no pillar ni la mitad de las palabras. ¿Y si has dicho algo importante? ¿Qué pasa si me revelas algo y yo no me entero?

Te disculpas cuando pasas rozando a la señora china, que se ha parado de repente a examinar una mesa redonda cualquiera. Podría apartarse, pero no lo hace. Casi tienes que saltar por encima del respaldo de esa basura que llaman sofá para acercarte a mí. Menuda cara dura la de esa mujer; me dan ganas de decírselo, pero tú me coges de la mano y a lo mejor tampoco nos está yendo tan mal.

—Toca esto —me dices.

Me pones el cojín en la mano. Al bajar la mirada, te veo la ropa interior negra justo por debajo del cinturón. Se te han estirado de tanto hacer el mono y vamos de la mano y respiras y no hueles a IKEA y, en un abrir y cerrar de ojos, se me pone dura.

—Es muy suave, ¿verdad?

—Sí.

El padre chino da un puñetazo en la mesa. ¡Pam! Los dos nos sobresaltamos y, como se te cae el cojín, se rompe el hechizo. Si esto fuera (500) días juntos, no lo oiríamos porque estarían poniendo Hall & Oates sólo para nosotros. Coges otro cojín, uno rosa. Me lo frotas en la palma de la mano.

—¿Qué me dices de este?

Haces conmigo lo que quieres, y tienes el pelo recogido en un moño y no me miras a pesar de que sabes que yo te miro a ti y sonríes mirando cómo lo acaricio y susurras:

—Me gusta.

—A mí también —murmuro.

En las dos últimas horas casi no te he oído hablar y ahora tu voz es como el cielo. La echaba de menos.

Me miras con dulzura.

—Me gusta la sensación.

—Sí —respondo, porque es verdad.

—Es fácil saber cuándo algo es bueno, porque la mayoría de las cosas están mal, sin más.

—Sí.

Tienes que estar hablando de nosotros y no de esta porquería sueca que cuesta doce dólares, pero no me miras, no me dejas entrar del todo. Así que a la mierda. Esto me gusta demasiado y voy a forzar la entrada.

—Oye, Beck.

—Dime —contestas, pero sigues mirando el cojín en lugar de a mí.

—Me gustas.

Sonríes.

—¿Sí?

—Sí.

Te pongo la otra mano en el hombro y ahora me miras. Estamos tan cerca que te veo los poros que siempre intentas reducir y las cejas, que esta mañana no te has depilado porque esta mañana no sabías que me desearías. Esta mañana te he visto arreglarte en cinco minutos escasos.

—Entonces, ¿nos llevamos el cojín? —me preguntas.

—Sí —contesto.

Y pronto estaré dentro de ti. Acabamos de hacer un pacto y los dos lo sabemos, y no sé quién le coge de la mano a quién. Sólo sé que caminamos de la mano y que tú llevas el cojín, y entramos y salimos de varios dormitorios, y ahora me ayudas, apoyas la mano en la parte delantera del carrito. Esto lo estamos haciendo juntos, codo con codo, haciendo camino como su fuésemos pareja desde hace años, como una pareja nueva. Y ¿sabes qué, Beck?

Resulta que IKEA es una puta maravilla.

Te agarras a la base de una cama que se llama HEMNES y me miras.

—¿Me pega?

—Sí.

Tú asientes. Quieres que me guste tu cama. Sabes que será la nuestra y te sacas el lápiz pequeño del bolsillo de atrás y anotas los números y las letras.

Me entregas la papeleta y sonríes.

—¡Vendida!

Algunas chicas tardarían todo el día y cambiarían de opinión varias veces, pero tú te decides tan rápido que da gusto, y estoy loco por ti. Me das un beso en la mejilla y me dices que me siente «en mi cama nueva» y te vas al baño dando brincos y puede que hagas pis o puede que no. Lo que sí haces es mandarle un e-mail al tipo de Craigslist al que le habías pedido que te montase los cacharros:

Hola, Brian. Soy Beck, la del anuncio. Lo siento mucho, pero tengo que cancelar lo de hoy. Mi novio se ha pedido fiesta y se encarga él.

Disculpas,

Beck

Novio. Cuando sales del baño, tienes los párpados un poco rojos porque acabas de arreglarte las cejas en un momento y te has puesto brillo en los labios y te has subido las tetas un poco y sonríes y casi que parece que te lo has pasado muy bien tu sola ahí dentro y respiras hondo y das palmadas.

—Bueno, ¿me dejas que te invite a albóndigas?

—No —respondo—. Pero puedo invitarte yo.

Sonríes porque soy tu novio. Acabas de decirlo, Beck. Es así. Dejamos el carro aparcado fuera de la cafetería y hay demasiado ruido y cola, pero dices que merece la pena esperar. No te callas con las albóndigas y la maldita familia de chinos está delante de nosotros, ¿cómo han podido llegar antes? Tardan una eternidad y nos sacan ventaja en la cola y en la vida: casados y con hijos. Empieza a formarse un nubarrón en mi mente porque no le has dicho que soy tu novio a una amiga, sino a un tío de Craigslist. ¿Y si no iba en serio? ¿Y si te has decidido rápido porque ya habías mirado las camas en internet? ¿Y si no te importa lo que yo piense? ¿Qué pasa si no estás pensando que te gustaría acostarte conmigo y formar una familia? El padre chino tarda demasiado y no aguanto más, así que estiro el brazo por encima de él y cojo el otro cucharón de las albóndigas. Cucharón. Me fulmina con la mirada, y tú te disculpas como si yo fuera el malo de la cola, del mundo, y todavía no me has contado lo del cucharón rojo. Me miras.

—¿Estás bien, Joe?

—Son muy groseros.

—Es que hay mucha gente —dices.

Crees que soy demasiado duro y es verdad.

—Lo siento.

Te quedas boquiabierta un instante y luego abres mucho los ojos y no te lo puedes creer. Ronroneas:

—Dice que lo siente cuando hace algo mal y me deja pasar dos horas mirando sofás que no me hacen falta. Joe, ¿eres de verdad?

Sonrío de oreja a oreja. Soy de verdad. Cuando la madre china me aparta la mano para coger una servilleta, ni reacciono. No tengo que controlar la ira porque no estoy enfadado. Escoges las albóndigas y yo pago (¡soy tu novio!). Buscas una mesa y te sigo. Por fin nos sentamos.

—¿Sabes qué, Joe? Voy a ayudarte a montar la cama. Que no te quepa duda.

—Vaya si me vas a ayudar, señorita.

Cortas una albóndiga por la mitad, te la metes en la boca y masticas, mmmm. Ahora me toca a mí, así que pinchas la otra mitad, y yo abro la boca. Soy tu foca, espero; me la metes en la boca, mastico, mmmm. La familia de chinos nos interrumpe de nuevo cuando el niño golpea la mesa blanca con una espátula, lo que me recuerda que aún no me has contado lo del cucharón rojo y, de repente, las albóndigas me saben a mierda. Se lo contaste a Benji, ¿por qué a mí no?

—¿Estás bien, Joe?

—Sí —miento—. Acabo de darme cuenta de que tengo que procesar unos pedidos de la tienda online.

—Bueno, eso me va bien. Así me da tiempo de ducharme y recoger, y tú puedes venir cuando acabes.

Todo lo que has dicho es perfecto, pero sigues sin mencionar el cucharón rojo y puede que nunca lo hagas. Tomo el mando de la situación.

—Me hace falta algo de la tienda.

—¿De verdad? —preguntas como si fuera difícil de creer—. ¿Qué necesitas?

No puedo decir que un cucharón.

—Una espátula.

—Una espátula para Joe —dices—. Parece el título de un libro infantil o algo así.

La familia de chinos nos pasa como una exhalación, pitando hacia su próximo destino dentro de este zoo de plástico. Los miras con anhelo, el carro lleno, y nos ponemos en marcha. Busco las señales de «utensilios de cocina» y tú suspiras.

—Estoy hecha polvo.

—Cojo la espátula y nos vamos.

Ya te has hartado, qué vaga.

—Yo me quedo aquí con el carro.

—¿Te importa venir? La última que compré era una porquería.

Me sigues hasta la sección de utensilios de cocina, y yo camino despacio con la esperanza de que las espátulas estén junto a los cucharones. Entonces veo cucharones rojos y me da un vuelco el corazón. No reaccionas. Necesitas un empujoncito. Cojo una.

—Igual lo cojo todo rojo —digo—. ¿Te parece mal?

Miras el cucharón.

—Esto es muy raro.

—¿Qué pasa?

Y por fin acaricias el cucharón que sostengo y me cuentas la historia de tu cucharón rojo. Eras pequeña y estabas en tu camita, y los domingos por la mañana te despertabas con el olor de las tortitas. Los domingos, únicamente los domingos, tu padre usaba el cucharón rojo especial. Cantaba al son del programa de los mejores discos de la semana sin saberse la letra y os hacía reír a ti y a tus hermanos en invierno, primavera, verano y otoño, y los sábados por la noche no te dormías porque te emocionabas pensando en la mañana siguiente. Pero entonces empezó a darle a la botella. Y los domingos se acabaron y el cucharón rojo se quedó en el cajón y a tu madre las tortitas le salían grasientas y se le quemaban o no las hacía lo suficiente, y tu padre ya no estaba, pero el cucharón sí y las tortitas malas huelen como las buenas y ahora está muerto, así que no volverás a comer tortitas. Es una historia triste y adorable que no tiene nada de sucio, y que le jodan a Benji por hacerte sentir mal.

—El cucharón sigue en casa, como si él fuera a volver —dices—. Crueldades de la vida.

Te pongo las manos en los hombros y me miras con expectación.

Hablo:

—Te lo voy a comprar.

—Joe.

—Ni no ni nada.

El mundo se detiene y se te ponen los ojos vidriosos. Los Benji del mundo no entienden lo que tú quieres: que alguien te haga tortitas. El dinero te da igual. No quieres que te den cachetes. Quieres amor. Tu padre tenía un cucharón rojo, y ahora yo también y voy a hacerte las tortitas que tanto quieres y que no has probado desde que él murió. Se te hace la boca agua y te sometes, sin aspavientos.

—Vale, Joe.

Coges una plateada.

—Un nuevo comienzo —dices, y tienes razón.

Soy tu novio.

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