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Capítulo 15

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Cruzo la Séptima Avenida y sonrío a todas las personas con las que me cruzo. Estoy contento. Ni siquiera me parece estar andando: es un sueño y, si me echara a cantar y bailar, no me sorprendería que todos los desconocidos me siguieran. Ha sido un día mágico contigo y ahora te imagino en casa, duchándote y afeitándote las piernas para que estén bien suaves para mí, cepillándote la ternilla de las albóndigas de entre tus dientes preciosos. Me muero de ganas de acariciarte todo el cuerpo y bajo por Bank Street con la misma despreocupación que los tíos de los anuncios de cerveza.

Cabe la posibilidad real de que nos acostemos esta noche y la verdad es que no pensaba que fuésemos a llegar hasta aquí tan pronto. Pero Benji sigue inconsciente y le he dejado una ensalada de veinte dólares y una botella de Home Soda en el cajón, y con eso tiene para unas horas. Soy libre y subo los escalones de tu puerta, llamo al timbre y espero que trotes hasta la puerta, y lo haces.

—Entrez vous.

Te ríes, y entro en el recibidor de tu casa y esto marcha, vamos a follar. Tienes el pelo húmedo y no se te ven los poros y no llevas sujetador debajo de la camiseta de tirantes ni bragas debajo de ese pantalón de chándal desgastado y medio caído que llevas; tampoco llevas calcetines.

—Soy un poco desastre —dices al abrir la puerta.

Quiero confesarte que ya lo sé, pero no lo hago.

—Tampoco está tan mal —respondo, pero no sé adónde ir.

Contigo dentro, este es un espacio incómodo; es estrecho y está pensado para una sola persona. Delante de mí y con las manos en las caderas, contemplas todas las cosas de chica que hay por ahí tiradas, las revistas y libritos de cerillas, botellas vacías de agua vitaminada, cupones, recibos de compra, libros nuevos sin leer mezclados con libros queridos que ya tienen las esquinas dobladas y rasgadas. Está minado de todo tipo de chorradas y quizá por eso te has quedado mirándolo todo. Un poco más allá, a mano izquierda, hay una cocina alargada donde hay una tostadora nueva y la caja de la tostadora nueva en el suelo y la verdad es que te gusta lo nuevo. La puerta del baño está justo a la izquierda y la luz está encendida y el ventilador también, pero yo meto la mano y le doy al interruptor. Es un gesto extraño y lo sé, y a ti te ha extrañado mucho, pero gracias a Dios te gusto y bromeas al respecto y te ríes.

—Muy bien, Joe, ponte cómodo, no te cortes —dices, y sorteas el campo de minas, pasas por delante del televisor y vas directa a tu dormitorio.

Me quito la chaqueta y la cuelgo en el perchero. Te das media vuelta, me miras y arrugas la naricita.

—Ven aquí —dices.

—Sí, señorita —respondo.

Piso una percha, que se parte en dos, pero sigo adelante.

Tu dormitorio. En el suelo hay una botella de vodka, dos vasos nuevos (que no son de IKEA) y un vaso de papel lleno de hielo. Lo coges y me lo muestras.

—Muy del gueto, ¿no?

Te ríes.

—No, gueto sería si lo tuvieras en una servilleta de papel.

Sueltas una risita, sirves vodka en ambos vasos y te sientas en el suelo junto a la caja de la cama. Has puesto música: el Bowie de nuestra cita. Das una palmada en el suelo, y me siento delante de ti.

—Algún día seré la clase de chica que siempre tiene refrescos para tragos largos en la nevera.

—Está bien tener metas.

Me sonríes, te pones de rodillas, te acercas, yo me inclino hacia ti y, cuando cojo el vaso, soy muy consciente del roce de tu mano contra la mía.

—Gracias.

—De nada —murmuras.

No sé cómo, pero de pronto, como una bailarina, como un pretzel, relajas las piernas y las abres y te sientas como una yogui, con las plantas de los pies descalzos tocándose. Le das un sorbo al vodka y miras el techo.

—Odio esas marcas.

—No, Beck. Es un edificio viejo; esas marcas son sus historias.

—Cuando era niña, quería tener paredes de cristal. ¿Te acuerdas de esas paredes hechas de bloques de vidrio esmerilado de los ochenta?

—Te gustan las cosas nuevas —digo.

Pero tú respondes al instante:

—Y a ti las viejas, Joe.

—Este sitio me gusta —respondo, y miro a mi alrededor.

Es más pequeño de lo que recordaba, o puede que sea el calor. Te deseo.

—¿Crees que la cama nueva cabrá aquí dentro?

—Ya tenía una queen size.

Te equivocas, porque la vieja era de matrimonio y casi no cabía, pero no puedo llevarte la contraria.

—¿Puedo ser tu ayudante?

—No —contesto—, pero puedes ser mi aprendiz.

Siempre te digo las palabras justas y ha sido así desde el principio. Te gustan las palabras, y yo sé mucho de eso, y brindamos sin motivo, vaciamos el vaso de golpe, y yo soy el primero en levantarme. Te ofrezco la mano para levantarte, y te sostengo una mano y después las dos. Esta vez no te sueltas, y se me está poniendo dura y me tienes de espaldas a la ventana y oigo el ruido de las hojas de los árboles. Los coches suben por West Fourth, me atraviesan el vientre. Mis sentidos, Beck; me despiertas los sentidos de manera literal y el viento me refresca la espalda a través de la mosquitera de la ventana. Me coges las manos, te las colocas en las caderas, me guías. Uno a uno, consigues que meta los dedos por debajo de la cintura elástica de los pantalones raídos, y cualquiera que pasara por aquí podría vernos, pero me bajas las manos aún más y tienes el culo suave y duro y redondo, y te cojo las nalgas, y tú me sueltas las manos y me envuelves la cabeza con ellas, y esto marcha.

Das un salto y me rodeas con las piernas; podría caminar de aquí a China contigo abrazada a mí de esta manera, pero cruzo el pequeño dormitorio y te pongo contra la pared y te beso y tu culo es mío y me encanta notar tus talones en la espalda y la cama en una caja, y se oye un ruido horrible en la puerta, metal sobre metal y un silbido, y bajas las piernas al suelo y me arreglas el pelo y resulta que hay alguien entrando.

—¿Es tu madre? —te pregunto.

Tú te chupas la mano y me domas la ceja.

—No —contestas—. ¡Es Peach!

Conque esas tenemos. Te vas. Esto no está bien, era nuestro momento, pero corres a la puerta y dejas entrar a Peach, y no te oigo hablar, pero que no te quepa duda de que a ella sí.

—¿Qué te pasa en el pelo?

Respondes algo. Ella se rebela:

—¿No estarás follando con el de Craigslist que te va a montar la cama?

Contestas algo más, y ella gruñe.

—Beck, se supone que el postre va después de la cena. ¿En qué estás pensando, si aún ni te ha montado la cama?

Ahora te oigo alto y claro.

—¡Joe!

Cuando me llaman, acudo. Saludo a Peach con un gesto de la cabeza, y ella me ofrece una sonrisa forzada.

—Hola, Joseph —dice—. Siento estropearos la fiesta, pero nuestra amiga aquí presente había contratado a alguien para que le montase la cama y, como soy su mejor amiga, es mi deber acompañarla por si el trabajador es un lunáááááticooo.

—Pues ¡sorpresa! —exclamo.

Tú te ríes, pero Peach no, y no veas lo fuerte que está ese vodka.

Te mira.

—¿Puedo hacer pis?

—Claro que sí —contestas—. ¿Tienes un brote?

—Sí —contesta ella.

Se deshace de las zapatillas de deporte con la puntera, el olor de sus pies sudados e indulgentes inunda el apartamento y luego se quita el jersey polar rosa fucsia y lo tira al suelo en lugar de colgarlo en el perchero. Me mira.

—Joseph —dice—, sé que son demasiados datos, pero tengo una enfermedad de la vejiga poco común que se llama cistitis intersticial y, cuando tengo que hacer pis, tengo que hacer pis.

—Como si estuvieras en tu casa —le digo.

Ella entra a toda prisa en el baño, pero no enciende la luz. Conoce tu casa. Sabe que, si enciende la luz, se encenderá el ventilador y no podrá oírnos. No confía en mí. Aunque es posible que no confíe en nadie.

Me río un poco, pero tú me chistas, me haces un gesto para que te siga al cuarto y de pronto eres distinta.

—Lo siento, Joseph —se te escapa—. Bueno, Joe.

—No pasa nada. ¿Está bien?

—¿Has oído hablar de la CI?

—¿Ce qué?

—Cistitis intersticial —contestas.

De pronto sólo te importa tu amiga, te recoges el pelo con una goma, agarras unas tijeras y abres la caja. Te cojo las tijeras para acabar la faena y tú te sirves más vodka, pero a mí no; no hay sexo y ya no eres mi aprendiz, sino que estoy sacando de la caja la estructura, los pernos, la llave Allen y todas las demás piezas de la cama mientras tú te apoyas en la ventana y fumas como haces de vez en cuando. Me cuentas más de lo que quiero saber sobre la cistitis intersticial y así no es como tenía que ir la cosa.

—Así que lo pasa fatal —me dices—. No puede beber agua normal, sólo Evian. Casi toda la comida le irrita la vejiga y además es imposible predecir cuándo o qué o por qué y cómo. No puede comer nada de comida rápida y, si bebe alcohol, tiene que tener el pH alto, como vodka Ketel One o Goose, y si puede ser de pera, mejor, porque la pera alivia la vejiga. Vamos, que la pobre sufre mucho. La gente cree que es una pija, pero, si come cosas baratas, se le podría romper la vejiga, en el sentido literal.

—En su fiesta estaba tomando chupitos de Jäger —le recuerdo.

—No seas así, Joe.

—Lo siento, estoy confundido.

—Es una enfermedad complicada —contestas.

Me disculpo de nuevo, y tú me perdonas y te acercas y me frotas la cabeza y me das un beso en la coronilla, pero vuelves al alféizar, aunque yo no he venido aquí a montar la cama yo solo. Te echo de menos. Te había metido las manos en los pantalones y ahora ni siquiera me miras al hablar.

—A veces, si se toma una pastilla especial y se forma una capa protectora en la vejiga con un montón de queso de cabra o leche o zumo de pera, entonces puede. Puede tomar otras cosas, como Jäger o trigo.

—Qué mala suerte ser ella —digo, y las instrucciones de la cama son dibujos.

La única palabra que aparece en el folleto de ocho páginas es IKEA. No se me da bien aprender mediante estímulos visuales y me molesta el humo de tu cigarrillo.

—Sí, mucha. Y yo quiero mucho a Lynn y a Chana, pero a veces se portan muy mal con ella. Siempre quieren ir a comer pizza y a beber whiskey, y saben que Peach no puede, pero hacen esos planes igualmente. No es muy considerado.

—¿No puede comer nada en una pizzería? —pregunto.

De haber sabido que tenía que manejar una llave, no me habría tomado el vodka. Pensaba montar la cama por la mañana, al despertarme en el sofá contigo desnuda entre los brazos.

—¡Beck! —te llama Peach.

Está llorando y es todo mentira, de eso estoy seguro, pero tú apagas el cigarrillo (no del todo, tengo que rematarlo yo), y sales corriendo sin despedirte siquiera.

Los ricos son difíciles. Te atrae su idiosincrasia y su dramatismo. Te monto la cama despacio, cantando al son de Bowie, y esto lleva tiempo, mucho tiempo a solas, y tú estás en otra habitación con ella, pero no os oigo y nunca me había sentido tan solo en la vida como cuando aprieto el último perno de la cama. Es demasiado grande para este cuarto, yo tenía razón. Cojo el colchón que está apoyado en la pared y lo dejo caer sobre la cama en lugar de colocarlo con cuidado. Quiero que vengas y me aplaudas y admires mi trabajo. En cambio, me envías un mensaje desde el baño:

Lo siento muchísimo, Joe. Peach está supermala y no quiero dejarla sola. ¿Nos harías un favor?

Lo único que puedo hacer es contestar:

Lo que haga falta.

Me llamas para que me acerque, así que voy hasta la puerta del baño. No la abro, y tú tampoco. Llamo con los nudillos.

—A su servicio, señoras.

Abres la puerta una rendija de nada y sonríes.

—¿Te importaría ir a la tienda de delicatessen y comprar una botella de Evian y una pera y más hielo?

—Claro. ¿Cojo las llaves?

Ibas a decir que sí, pero ella te da un golpe, o eso creo, y me dices que llame al timbre. No me despido con un beso.

Me queda claro al pasar por delante de la casa de Graydon Carter, mientras respiro el aire del West Village: Benji tiene que desaparecer. Peach es tu mejor amiga, así que te puedes permitir ser demasiado tolerante con sus mierdas, pero tienes algo dentro, Beck. Y no es culpa tuya, porque todo el mundo tiene algo. Dennis Lehane lo llamaría una «inmerecida omertà con la Ivy League» y tendría razón. Siempre escogerás a los Peach y Benji del mundo antes que a mí porque eres fiel a la aristocracia. Cojo la botella más pequeña de Evian que hay, la peor pera del cubo, una bolsa de hielo de dos dólares y un par de guantes de goma que van a hacerme falta.

Arrastro mi cuerpo dolorido y sudado hasta tu casa, pero tú no me abres, sino que te acercas a la puerta y me coges la bolsa de la compra.

—No está como para tener compañía —dices.

—Entendido —contesto—. ¿Estás bien?

—Sí, yo sí. Y la cama también.

Sonríes y me das un beso rápido en los labios, y Peach te llama, así que vuelves corriendo a su lado y, mientras yo cruzo la ciudad camino de la librería, todo lo bueno del día, la felicidad del novio, queda eclipsada por el odio que le tengo a esta puta ciudad por pertenecer a gente como Benji y Peach. Cuando llego a la tienda, me doy cuenta de que me he dejado los guantes en la bolsa. Si me lo preguntas, te diré que pensaba limpiarte el baño. Y me creerás. Sé hacer este tipo de cosas. De verdad.

Llego al súper de mi zona, que no es tan agradable como el tuyo, compro otro par de guantes y aceite de cacahuete, y paso por Dean & DeLuca a por un latte con leche de soja. Vuelvo a la librería y vierto una buena cucharada de aceite en el café. Benji miente sobre cualquier cosa. Seguramente lo de la alergia a los cacahuetes es mentira, pero ¿quién sabe? A lo mejor tengo suerte.

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