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Capítulo 16

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La mayoría de la gente cree que cuando Stephen Crane escribió La roja insignia del valor hablaba de la guerra. Pero no. Basó la descripción de las batallas en su experiencia en el campo de fútbol de la facultad. De joven, Crane había sido un flojo; siempre estaba enfermo y no era nada atlético. No había ido a la guerra, sólo le había hecho algún placaje una versión antigua del puto Clay Matthews. Deberías haberle visto la cara a Benji cuando se lo conté, Beck. Se sabía el libro de cabo a rabo, pero no sabía nada sobre Crane, no tenía ni idea de que Crane se odiaba a sí mismo porque los veteranos se habían tragado sus farsas. Podría decirse que pasó el resto de la vida matándose poco a poco, alistándose en una guerra tras otra e intentando compensar el hecho de haber sido alguien joven, listo y con suerte.

—Es increíble —se maravilló Benji, y negó con la cabeza.

—Lo increíble es que la novela te guste tanto y no hayas leído nada sobre él.

Vamos con las verdades: Benji no mentía; es, o era, alérgico a los cacahuetes. Murió habiendo aprendido cosas. Murió con la confianza y el orgullo renovados y ¿quién ha dicho que cuesta ochenta años vivir la vida? Aprendió, ¿sabes? ¿Cuánta gente se nos va con la sensación de haberle cogido el tranquillo a la vida? La mayoría de las personas mueren viejas, llenas de dolor y de remordimientos. O jóvenes y a rebosar de drogas e indulgencia (o pura mala suerte). Sin embargo, Benji tuvo el privilegio definitivo: él murió cuando se le abría el corazón, cuando su mente mejoraba. Beck, a Benji no se le daba bien ser Benji. Tú lo sabes mejor que nadie. Fíjate en cómo te trataba y mira cómo se trataba el cuerpo. La trampa que le tendí fue un alivio de la trampa en la que había nacido. Creé un mundo en el que no podía robar, donde sus falsedades no contaban para nada. Le quité las drogas.

Miro hacia IKEA, en el horizonte, al otro lado del agua. No te lo vas a creer, Beck. ¿Te acuerdas del almacén del que me habló Benji, el que se abre con la tarjeta? Está al lado de IKEA. Hay que divertirse con los detalles, por eso me pregunto qué pensaría Paul Thomas Anderson de esta «coincidencia». En el mar es más fácil encontrarle sentido a las cosas, en un río que podría destrozarte si quisiera. Te recuerda que no somos nada en comparación con los elementos, polvo eres y en polvo te convertirás, Beck. El polvo (o, mejor dicho, las cenizas) que antes eran Benji están en una caja de IKEA, una que quedó de nuestra excursión. Le digo a un tripulante que faltaban piezas, que el producto no tiene nada que ver con el de la foto. Pero, en realidad, la caja contiene las cenizas de Benji. Ni te imaginas lo que me ha costado; una persona no se desintegra así como así.

Hace dos días, empezaste a estresarte por Halloween. Ibas a disfrazarte de la princesa Leia (qué coqueta eres) y te hacías fotos con tus amigas y te emborrachabas mucho. No me pediste que fuera de Luke Skywalker y de cara al futuro tendremos alguna pelea divertida sobre cómo celebrar Halloween.

Hace dos días yo empecé a estresarme sobre lo que hacer con el cadáver de Benji. Tuve que conseguir que Curtis hiciera un horario ridículo durante Halloween y aprender a incinerar un cadáver. Curtis colaboró; los fumetas necesitan comprar hierba y responden bien a las horas extra. Y decidí qué hacer con Benji gracias a las instrucciones que hay en internet para llevar a cabo incineraciones de conveniencia fiscal en el patio de casa. No podía hacerlo en la ciudad, así que me llevé el coche del señor Mooney hasta Jones Beach y busqué un buen escondite. Quemar un cuerpo lleva tiempo. Hay que mantener el fuego vivo durante mucho tiempo y el trabajo no es perfecto. Las cenizas de Benji tienen tropezones de huesos, así que ¡tamizarlas no sería buena idea! Una incineración de verdad requiere tiempo y productos químicos, pero creo que me salió bien, teniendo en cuenta las circunstancias. Y tuve el detalle de meterlo en una caja y llevármelo a casa, cuando la mayoría de las personas en mi situación lo habrían dejado en la isla. Se me escapa una sonrisa porque, bien pensado, tú no eres la princesa Leia (tus moños eran mucho más pequeños) y yo no soy un enterrador. Hay una especie de simetría, y me gusta.

—¿Cuánto te ha costado? —dice el tripulante amable.

—Ochenta pavos, increíble.

Menea la cabeza y se lleva la caja de Benji a la bodega.

—Estafan a la gente, pero a las chicas les encanta.

—¿Cómo crees que me he metido en este lío? —me quejo.

Nos reímos, le doy diez dólares de propina, y ese gesto lo alegra de verdad porque es evidente que nadie le da propinas.

Cuando nos acercamos al muelle, él tiene un cigarrillo guardado detrás de la oreja y la soga en la mano, lista para lanzarla al amarre, y se ofrece a ayudarme a cargar con la caja de Benji hasta IKEA, pero le digo que ya me ocupo yo.

—Disfruta el tabaco —le digo—. Este viaje sólo se hace una vez.

—O ida y vuelta seis veces al día —contesta, y se ríe.

La tarjeta funciona. Benji tenía razón. El almacén está donde me dijo y no he tenido problemas para entrar porque ya nadie quiere emplear a humanos. Hace un tiempo, habría habido un guardia de seguridad con un pitbull y habría habido preguntas.

¿Quién es usted?

¿Qué hay en la caja?

¿Quién le ha autorizado a acceder al almacén?

¿Dónde está la autorización?

¿Puede llamar al señor Crane?

¿Puede mandarlo venir?

Mis respuestas no habrían valido y no habría sabido qué hacer con la caja de Benji. Pero, durante sus últimos momentos en la tierra, Benji fue generoso. Sabía que podría entrar sin problemas y creo que quería descansar aquí. Creo que quería estar con los Rolex robados, los trajes, la plata, las cosas que le enseñaron a respetar y las cosas que no tenía los cojones de dejar atrás. Su destino era ser un materialista infeliz. Le ahorré años de sufrimiento.

Abro dos botellas de Home Soda: una para mí y otra para Benji, y coloco la segunda junto a la caja. Deja que te diga, Beck, que esa mierda sabe a gloria de vez en cuando, si pillas un lote de los buenos. Me pongo los guantes y limpio y escucho cómo se va escapando el gas de la bebida. Veo una gorra de ron Mount Gay, de la regata Figawi de 2006, con el nombre «Spencer Hewitt» bordado en la visera. Los niños ricos se cosen el nombre a la ropa porque comparten habitación con críos cleptómanos como Benji y tienen niñeras que necesitan ayuda para acordarse de los nombres. La necesito, Beck. Es del mismo tono de rojo desteñido a rosa asalmonado que las bermudas típicas de Nantucket; sensible a los elementos, regio a pesar de haber perdido el esplendor, igual que tú.

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