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Capítulo 18

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Al día siguiente me lo compensas, pero no con seis copas y dos cupcakes en un bar oscuro. Quedamos para comer y me cuentas lo de la depresión de Peach, lo sola que está. Estamos en Sarabeth, donde no hay sexo, bebemos agua (nada sexual) y probamos mermeladas artesanales (ausencia suprema de sexo), y tú sólo quieres hablar de Peach (asexual del todo). Te sientes responsable de ella porque no tiene el respaldo de su familia y se supone que a los sitios como este se va cuando ya has follado, así que no entiendo la lógica del asunto.

—Es una huérfana perpetua —me dices.

—Pero tú tampoco tienes a tu familia cerca, Beck —intento.

—Ya lo sé —contestas, y coges un trozo de bollo—, pero yo me fui de casa. Es natural. Su familia la dejó a ella. Eso está mal. Se mudaron todos a San Francisco tan pronto como nos graduamos, ni un segundo más.

No me sorprende, y tú pasas a quejarte de Blythe mientras yo escucho y asiento, escucho y asiento y me como un puto bollo, y entonces te vas al baño y le envías un e-mail a Peach:

Solamente quería decir que es increíble lo bien que escucha Joe. No pierdas la fe en la gente!

Peach responde tan rápido con un mensaje largo que me hace sospechar:

¡Qué mono! No te pases con él, Beck. Diría que tiene potencial. Le he hablado a mi profe de yoga de tu Joseph y lo ha comparado con El indomable Will Hunting. ¿Se le dan bien las mates? Bueno, tú disfruta de la comida. Espero que lo hayas llevado a algún sitio chulo. Gracias por escribirme, eres un amor. No te preocupes, mi fe en la humanidad queda renovada del todo. Me encanta ser soltera. Somos demasiado jóvenes para atarnos, eso seguro. ¡Que te diviertas con Joseph! Seguro que está aprendiendo muchísimo de ti, ¡eso es genial!

Vuelves a la mesa y me preguntas si de pequeño me gustaban las matemáticas. Te digo que no y, cuando te pregunto por qué lo quieres saber, haces como si nada y sigues quejándote de Blythe. Pedimos más café y todo esto me gustaría mucho más si hubiera sucedido después de cerrar nuestro trato. No puedo despedirme con un beso a pleno día y ¿qué pasa si esta es tu manera de marcar las distancias? ¿Existe la famosa friendzone o es una leyenda? ¿Se queda la chica lista con Will Hunting? No me acuerdo.

Cuando nos despedimos fuera de Sarabeth, nos abrazamos como si fuéramos primos y no te acercas tanto a mí como la noche que casi montamos la cama juntos.

—Ha estado bien —dices.

—¿Qué haces luego?

—Noche de chicas.

—Pero anoche ya hiciste lo de las cupcakes con las chicas.

Me has pillado, pero eres muy mona.

—Joe, ¿me miras la cuenta de Twitter?

—Un poco —contesto.

Quizá podría besarte. Está un poco nublado, como el otoño en Hannah.

—Ya, es que ayer era la noche de Peach y hoy es la de Lynn y Chana.

—Entonces, ¿mañana por la noche?

Suplicarte es lo contrario de besarte, no debería haber dicho nada.

—Mañana por la noche tengo que escribir sin falta, pero podríamos quedar antes. ¿Para comer?

Accedo a comer juntos, y te vas, y el camino hasta la librería es muy largo, y me gustaría odiar a Tucker Max y la revista Maxim y al personaje de Tom Cruise en Magnolia, y creo que las mujeres no son tan sencillas como todas te quieren hacen creer. Sin embargo, ahora mismo estoy a punto de robarle algún consejo a Frank T. J. Mackey de su libro Seducir y destruir, porque la estoy jodiendo a base de bien. Es obvio que no follar contigo la noche que te monté la cama o, como mínimo, no intentarlo fue un error. La estoy jodiendo y es el peor error de mi vida adulta. Pasé cinco horas escuchando cómo te pasabas de rosca analizando tu vida y ni siquiera te besé. Soy un pringado de categoría magistral y es posible que pienses que soy yo el que te considera sólo una amiga.

Este efecto dominó es de la peor clase, porque al día siguiente comemos juntos en un sitio nuevo que, según tú, «se supone que está tan bueno como Sarabeth». Una vez más me voy sin besarte y ¿qué quieres hacer al día siguiente? Quieres hacer un brunch. ¿Qué es lo único menos sexual que ir a comer? El brunch, un almuerzo inventado por chicas blancas y ricas para tener un motivo que les permita beber durante el día y hartarse de torrijas francesas. Y tú ni siquiera bebes cuando vamos al brunch y enseguida empezamos a ir a sitios donde no hay ni camareros. Te gusta mucho un delicatessen donde hay que hacer cola con gente de oficinas que leen libros de Stephen King en el iPad mientras esperan su turno para pedir una ensalada verde asexual con putas judías verdes y vinagreta y cebolleta y cebolla (¿roja o blanca? ¿Asada o cruda?). Me cago en todo, gente: es una ENSALADA. Basta ya de darle tantas vueltas.

No estás peleada con Peach, pero tampoco te tiene hechizada como antes, y ahora entiendo que te cae bien porque está obsesionada contigo. Lynn y Chana te quieren, pero no creen que te huela la mierda a rosas. Te gusta que te mezan y te canten canciones de cuna y te seden, y al final de las conversaciones que tenemos nosotros sobre tus relatos y tus compañeros de clase yo siempre te digo lo especial que eres, el talento que tienes, lo celosos que están los demás porque es evidente que eres mucho mejor que ellos, y se te va hinchando la cabeza a medida que el contenedor de plástico de la ensalada se vacía, pero hablo en serio y tienes suerte de que lo que tú quieres oír es justo lo que pienso:

«Beck, tienes mucho talento. Si no fuera así, les daría igual».

«A veces a los mejores escritores los odian antes de quererlos. Fíjate en Nabokov».

«No compito contigo, por eso no me cuesta nada decirte que pienso que tienes madera».

Y la tienes. Cuando me tumbo en mi sofá y te escucho hablar sobre Blythe, me siento como si viviera dentro de ti, a través de ti. Sé qué se siente siendo tú, y tienes razón. Blythe te odia. Pero el odio te sienta bien, te inspira.

—Es una madeja de rabia y antidepresivos que no se habla con su madre ni su hermana ni su padre ni la esposa de su padre ni su compañera de piso ni con el puto gato ni con ninguno del montón de tíos que se folló la semana pasada —sueltas con rabia, y te detienes a respirar—. A ver, Blythe dice que hace arte escénico; pero, vamos, en el mundo real a eso lo llamamos prostituta. Tiene un servicio por cámara web que ella llama arte.

—Dicho de otro modo, es una puta.

—Gracias, Joe.

—De nada, Beck.

Y sigues:

—Me odia porque soy de Nantucket y me gusta la poesía.

—Pues que se joda.

Intento ayudarte a cambiar de tema, pero no sabes por qué te odia y sólo quieres hablar de eso.

Todas.

Las.

Putas.

Noches.

Sería más fácil si estas charlas tuvieran lugar en el banco de un parque o delante de tu casa o en tu sofá o en la cama que te monté, pero es todo por teléfono. Y por teléfono no te huelo y me siento como un 902 al que llamas para sentirte mejor contigo misma. No me tratas como si fuera tu chico, sales a tomar algo con gente de clase y luego me llamas y no te comportas como si fuera raro que no me hayas invitado a ir contigo. Soy tu esclavo telefónico y eso no me gusta. No quieres saber cómo me ha ido el día. Siempre lo preguntas por cortesía, con educación:

—¿Qué tal en la tienda?

—Bueno, ya sabes, la tienda es la tienda. Bien.

—¿Sí?

—Sí.

Y entonces espero a que me preguntes más cosas sobre mí y cómo me ha ido el día, pero siempre cedo y te pregunto:

—Y ¿qué tal tú? ¿Qué tal las clases?

Sin embargo, ya no puedo más. Es el momento de salvarnos y me toca a mí mantener esto a flote.

—Oye, Beck.

—Dime.

—¿Salimos a tomar algo?

—Ay, estoy en pijama y mañana tengo clase.

—No, no. Quiero llevarte a un sitio la semana que viene.

Hay una pausa y se te había olvidado hasta qué punto quieres follar conmigo e intentas vivir según las normas de Peach: nada de tíos, sólo relatos. Pero me deseas o ya te habrías inventado una excusa.

—¿Cuándo quieres quedar?

—El viernes por la noche —te digo—. Nada de fiestas. Quiero llevarte por ahí.

No sé cómo, pero te oigo sonreír, y dices que sí y entonces dices que sí otra vez, y entonces ya puedo decirte que he leído el relato «Pelusa» que va sobre el verano en el que trabajaste como empleada del hogar. Puedo decirte cuáles son mis partes favoritas; naturalmente, me gustó cuando el padre te tira los trastos en el cuarto de la lavadora.

—Uy, la del relato no soy yo.

—Pero me contaste que un verano habías trabajado como empleada del hogar.

—Sí, pero yo no me lanzaba a los brazos de los hombres de la casa —contestas.

No me extraña que Blythe te tenga manía. No eres de las que persiguen a nadie, y Benji no tenía razón, pero sí que eres de las que codician, aunque sea de forma inocente, sólo porque no estás cómoda contigo misma, todavía no. Y yo te voy a ayudar.

Sigues:

—Joe, no puedo dejar de enfatizar hasta qué punto yo no habría acabado en esa situación. Es ficticia.

—Ya lo sé.

No lo sé.

—No soy una puta de pueblo. Es una historia inventada.

—Ya lo sé.

—No voy a por los ricos casados.

—Ya lo sé.

—¿Adónde vas a llevarme, Joe?

Te alegras de que me negase a decírtelo porque en la vida no tienes muchas oportunidades de arreglarte para ir a un sitio sin saber exactamente adónde irás. Llevas una falda larga de color rosa pálido con dos aberturas gigantes y unas botas marrones de tacón que no te había visto nunca. Las aberturas llegan hasta tan arriba que casi te veo las bragas y ese jersey marrón es tan ancho que no me costará nada quitártelo. Tu cuerpo es una ofrenda, el pago por todas las llamadas sin poder tocarte, por las comidas. El sujetador es rosa, rosa fucsia, así que no me olvido de tus tetas ni un momento aunque estén bajo el jersey. Al abrazarte huelo flores y detergente y tu coño, y me pregunto cuánto le habrás dado al cojín verde, pero estoy orgulloso de no haber mirado tu e-mail durante dos horas enteras para concedernos todo el suspense que necesitamos, y estás a punto de decirme que mandemos la cita a tomar por el culo y suba, pero yo me aparto. Ha pasado mucho tiempo, Beck. Y aunque tú siempre estás adorable, nunca te has arreglado tanto para mí. Esta noche, te importa lo que yo piense. No vamos a quedar con tus amigas y nadie te hará fotos para colgarlas en Facebook. Tu cuerpo, tu pelo, tus labios y tus muslos, todo es para mí. Desde la noche en que te monté la cama nos has obligado a estar en situaciones asexuales e iluminadas por la luz del día. Pero por fin te tengo en penumbra, y ya no te escondes de mí, y voy a hacer que dure lo máximo posible. Me encanta. Te quiero.

—Vamos —te digo.

Te cojo de la mano, nuestras manos encajan a la perfección. Caminamos en silencio y resulta que las putas charlas telefónicas han servido de algo, porque estamos más unidos y a ambos nos sorprende lo bien que nos conocemos; te aprieto la mano, me miras y paro un taxi y llega uno porque así es como van a ser las cosas para nosotros de ahora en adelante.

—¿Adónde vamos?

—A Central Park —contesto.

—Ay, por Dios, Joe. ¿De verdad?

—Donde guardan los coches de caballos.

Das un gritito y aplaudes y resulta que he elegido bien, y no estaba seguro porque parte de mí pensaba que no hay nada más hortera que un coche de caballos, pero al fin y al cabo hace casi dos semanas de la noche de IKEA y quería que nuestra siguiente cita nocturna fuese lo más sexi posible. El taxi vuela hacia el norte, y vamos más rápido de lo que creía posible, y esta vez soy yo el primero en apearme. Y esta vez corro a tu lado del vehículo y te abro la puerta. Te ofrezco la mano. Me la coges. El taxista te echa un vistazo. Le doy propina. Antes de que te des cuenta, tú y yo estamos el uno junto al otro en un coche de caballos como un par de tortolitos en el nido.

—Qué decisión tan atrevida, Joe —dices, y te acercas un poco más a mí.

—Esas rajas sí que son atrevidas —contesto.

Abres las piernas un ápice y quieres que te ayude, y yo te subo la mano por el muslo y estás excitada (el trote del caballo, el color de las hojas, yo), emites un gemido leve y llego a la meta. Ropa interior de encaje un poco húmeda de ti, y gimes de nuevo y te acercas un poquito a mi mano y meto los dedos por debajo de la tela y eres un estanque suave y mullido sólo para mí, dices mi nombre, dejo la mano ahí, acostumbrándome a ti, y me besas la mejilla.

—Gracias.

—No, no —digo, porque ahora no soy capaz de producir palabras.

Estoy demasiado feliz para hablar, joder. La parte hablada de nuestra historia ya ha acabado y subo la otra mano y te paso el brazo por encima del hombro y nos quedamos así, con los ojos cerrados, absorbiéndonos el uno al otro. Tú me subes la mano por la pierna tan despacio que es bonito, pero duele, y ni siquiera sabes qué viene ahora, pero son los mejores doscientos dólares que he gastado en la vida. Gracias, caballo.

Así que Benji tenía razón. Te gusta el lujo. Y me doy cuenta de que a mí también. Estamos escondidos en el rincón más oscuro del Bemelmans Bar, en el hotel Carlyle, y me perteneces y te torturo, porque estamos muy cerca de muchas habitaciones vacías, camas mullidas, pero no voy a llevarte a la cama. Todavía no.

—Venga, va —dices—, le robamos una llave a la de la limpieza. Nunca he hecho nada parecido.

—¿Qué quiere hacer ahí dentro, jovencita?

—Ya sabes lo que vamos a hacer, Joe.

—¿Ah, sí?

Asientes con la cabeza y me mordisqueas la oreja y, si te lo pidiera, te meterías debajo de la mesa, aquí y ahora. Pero no te lo pido porque a esa boca la quiero pegada a mi oreja. Tus manos se mueven, merodean alrededor de mi cinturón, eso es, ahí hay sitio, así, es tu mano y ahí está la camisa. Sí, sácala. Metes la mano y te mueres de ganas y me tienes en la mano, en casa, y hace falta una palabra nueva para esto porque esto

Es

Magia.

Eres una bola de deseo y tengo que abrir los ojos y ver algo que no sea sexi porque si no acabaré y en la oscuridad la sala me parece luminosa. Nunca me he sentido tan seguro como en tus manos. Te beso, me besas y esto ha merecido mucho la espera y tu magnolia me acogerá, no falta mucho, estás mojada, preparada.

Nadie nos vigila. Nadie se ha enfadado con nosotros. No nos pasa nada. El camarero de chaqueta roja que nos ha traído dos vasos altos con hielo, dos servilletas de cóctel y dos vasos pequeños de vodka frío era un buen camarero, respetuoso. Los dibujos de las paredes son buenos, tal como se veían en internet cuando intentaba decidir adónde llevarte con mi carruaje dorado para educar a tu cerebro a considerarme tu pasaporte al dinero y a banquetas de cuero. Gano menos que todos los tíos que hay aquí dentro, incluyendo al camarero.

—Joe.

—Beck.

—Te deseo. Ahora.

Tu voz es melosa y cálida.

Pero un puto camarero se acerca despacio, con afectación.

—Disculpe, señor.

—¿Eh?

Te apartas y cruzas las piernas y te muerdes el labio. ¿Van a detenernos por demostrar afecto en público? El tipo hace una pequeña reverencia.

—Disculpe, señorita, ¿es usted la señorita Beck?

—Soy Beck —respondes, pero el camarero parece confundido—. Sí, soy la señorita Beck. ¿Qué pasa?

Pasa de todo.

—Siento mucho interrumpirles, pero ha recibido una llamada bastante urgente de la señorita Peach.

—Dios mío.

Te tapas la garganta y es el fin. Ya no estás a salvo.

Me mira, y yo asiento con la cabeza. Se va, y tú revuelves el bolso y lo que acabamos de hacer desaparece más rápido que el hielo que quedaba en los vasos.

—Qué raro —digo.

Pero tú sigues revolviendo. Llevas demasiados cacharros.

—No encuentro el móvil.

—¿Cómo sabía que estás aquí?

Te sonrojas.

—Puede que lo haya tuiteado…

Beck, Beck, se supone que esta noche es para estar solos. Lo he hecho por ti. Esas aberturas de la falda eran para mí y el sujetador era para mí y las bragas eran para mí. ¿Cómo quieres que lo nuestro funcione si no puedes pasar unas cuantas horas sin buscar público? Cuando te sientas en un reservado y le metes la mano en los pantalones a un hombre, haces un pacto, Beck. No puedes tuitear mientras follas y ¿qué voy a hacer contigo? Quiero chillar y pedir más hielo, pero tengo que respirar y beber sin decir nada.

—Joe, no te enfadas, ¿verdad?

—No.

—Nunca había estado aquí. Cuando estabas en el baño…… No sé —dices, y encuentras el móvil y lo usas para darme un golpecito en el brazo.

Me vuelvo hacia ti.

—Joe, estoy muy contenta de estar aquí. Siempre he querido venir y estaba emocionada.

—No pasa nada.

—Tengo que llamar a Peach.

—Muy bien, señorita Beck. Ve a llamar a Peach.

Todos los tíos del local te miran mientras sales del reservado, y dos de ellos lo hacen como si tuvieran posibilidades, y ahora mismo nada me gustaría más que repartir hostias. Se supone que tenemos que salir de este bar juntos, no que tú salgas sola con la falda de color rosa putón toda arrugada. Aunque no hace falta para nada, le tocas el brazo al portero para preguntarle no sé qué, y esa falda es demasiado transparente, si quieres que te diga la verdad. Domarte será difícil, domar la parte de ti que quiere que la vean y la observen. Necesitas escolta, Beck, sobre todo si quieres vestirte como una puta zorra.

—¿Qué coño miras? —le pregunto al principal cantamañanas, un gilipollas de la barra que sigue mirando hacia la puerta por la que has salido como si estuviera planeando qué parte de ese cuerpo de puta se follará primero.

Tiene unos cien años y nada de miedo, pero le voy a meter el miedo en el cuerpo como no se comporte.

Me llamas desde el vestíbulo:

—¡Joe! Tenemos que irnos. Tenemos que irnos ahora mismo.

El viejo se ríe de mí, y tú tiemblas de la impaciencia.

—Voy a parar un taxi.

—Tengo que pagar.

—He pillado al camarero cuando entraba —dices, como si ya no te importara nada—. Da igual. El taxi ese de caballos debe de haberte costado una fortuna.

Y con esa facilidad, vas y conviertes en una mierda todo lo que yo he hecho para hacerte sentir como una princesa. Has pagado, y yo no soy un hombre, y Tucker Max está en alguna parte riéndose de mí con el tipo de la barra y los dibujos animados se ríen de mí y el camarero que gana más que yo se ríe de mí y abres la puerta del taxi (me arrancas la virilidad capa a capa, y soy tu esclavo telefónico, y llevas la falda hecha unos zorros) y la cosa no puede empeorar más, pero empeora:

—¿Adónde quieren ir?

—A la Setenta y uno con Central Park West.

—¿Peach está bien? —pregunto.

Me sorprende ser capaz de hablar en voz alta.

—No —respondes mientras te recoges el pelo con una goma que has sacado de ese bolso enorme y asexual que has traído como si supieras que la cosa acabaría así—. No te vas a creer lo que ha pasado.

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